El Covid-19 como test de un futuro incierto
Las tecnologías de la era exponencial –TIC, big data, inteligencia artificial, robótica o criptomonedas– están transformando irreversiblemente la vida social, las formas de comunicación e interacción entre seres humanos y las de estos con los objetos de los que se valen para su existencia cotidiana. Según los futurólogos, este proceso acelerado de innovación pronto irrumpirá en nuestras vidas y, para bien o para mal, las afectará definitivamente.
En estos días de pandemia, fue posible ver en acción las dos caras de este Jano bifronte que es la disrupción tecnológica. Su cara amable se manifestó en la posibilidad de enfrentar y resolver múltiples problemas logísticos, sanitarios, financieros y de seguridad. ¿Qué hubiera ocurrido de no haber dispuesto, los gobiernos, del arsenal tecnológico de la era exponencial? Una simple enumeración. Plataformas gubernamentales de trámites a distancia permitieron a centenares de miles de personas imprimir al instante, o subir a teléfonos celulares, permisos que habilitan la circulación de quienes están eximidos del aislamiento obligatorio. Otras plataformas hicieron posible, en más de 50 países, realizar transferencias de dinero a millones de familias socialmente vulnerables para asistirlas en la emergencia, solución aplicable para efectivizar salarios públicos, becas, pensiones, subsidios o transferencias no condicionadas a los pobres.
Pero hay más. Las impresiones 3D fueron utilizadas para imprimir, en el hogar y la industria, máscaras, respiradores, hisopados para testeo y otros insumos médicos. También se utilizó esta tecnología para imprimir, en tiempo récord, salas completas de aislamiento incorporadas a dos hospitales construidos en China en 10 días. En varios países incorporaron cadenas de bloques o blockchains que permitieron a los usuarios rastrear la demanda y las cadenas de suministro de implementos médicos o la trazabilidad en la distribución de alimentos. También se utilizó bitcoin y blockchain para recaudar dinero y efectuar donaciones con destino a víctimas del virus. Y hasta pudo fabricarse un lavamanos inteligente que incorpora visión computarizada y tecnología de internet de las cosas, para ayudar a realizar un lavado de manos más eficaz.
En Túnez, un robot policial es usado para controlar el confinamiento, y en España, se utilizan drones para patrullar las calles y enviar mensajes a la población. En otros países, también se emplean robots para el control remoto de los infectados por el Covid-19. En Israel, las aplicaciones móviles geolocalizan a los usuarios y les advierte si estuvieron en contacto con infectados o los alerta sobre posibles focos de infección a evitar en sus recorridos, una suerte de GPS anticoronavirus. La inteligencia artificial y el big data permiten a decenas de laboratorios predecir cuáles de las drogas existentes, o nuevas moléculas que simulan drogas, tienen posibilidades de tratar más eficazmente el virus, con lo cual se reducen los tiempos de investigación a unos pocos meses, cuando normalmente puede demandar una década producir una nueva vacuna.
El rostro preocupante de Jano apareció en los fundados temores de que el férreo control social que, en mayor o menor medida, está ejerciendo el Estado durante la pandemia se mantenga cuando la vida cotidiana vuelva a la normalidad. En China y otros países asiáticos se usan reconocimiento facial y cámaras térmicas para detectar infectados. Con el atendible argumento de que las autoridades velan por la salud pública, el gobierno exige –en zonas cada vez más extendidas del país– utilizar en los teléfonos celulares un software que decide quiénes deben permanecer en cuarentena o pueden transportarse en subterráneos, circular por shoppings o lugares públicos. El sistema se basa en big data para identificar y evaluar el riesgo de cada individuo según su historia de viajes, tiempo de permanencia en lugares críticos y proximidad a personas contaminadas. Nadie está autorizado a circular sin mostrar su código QR. No se sabe cómo el sistema clasifica a la gente, causando temor y desconcierto.
El despliegue tecnológico de China es el primer experimento social de la historia en que, desde el Estado, se ha logrado escudriñar a fondo en la vida íntima de los ciudadanos. Como los barbijos dificultaban el reconocimiento facial, el gobierno recurrió a antiguos métodos de control, como exigir que los ciudadanos dejen huellas digitales donde vayan o registrar datos personales en estaciones de trenes o sus teléfonos en una aplicación, antes de abordar un transporte público. De esta forma, fue posible una completa trazabilidad de los movimientos de cada persona. Muchos analistas –incluido Human Rights Watch– advierten sobre el riesgo de que, una vez pasada la pandemia, estas innovaciones sean utilizadas para vigilar masivamente a los ciudadanos –tanto en China como en países que nadie tildaría como autoritarios–, lo cual entrañaría un serio peligro para la gobernabilidad democrática.
En América Latina, la mayoría de los gobiernos adoptó medidas que restringen derechos ciudadanos garantizados por las respectivas constituciones nacionales. Según Civic Space Guardian, algunos gobiernos limitaron el ejercicio de la libertad individual de circulación, reunión y manifestación, además del aislamiento obligatorio o el toque de queda. El estado de excepción también se manifestó en la restricción del acceso ciudadano a la información pública o en la prórroga indefinida de respuesta del Estado a consultas ciudadanas. En El Salvador se dispuso que las Fuerzas Armadas o de seguridad utilicen la mayor dureza para hacer cumplir las normas de confinamiento. Perú aprobó una ley de protección policial que exime de responsabilidad penal al personal de las fuerzas de seguridad que causen muertes o lesiones en el cumplimiento de su función. Bolivia dispuso el "ciberpatrullaje" de las redes sociales para identificar opositores que puedan generar desinformación. Y en Honduras una ley intentó suspender la prohibición de ingreso al domicilio de una persona sin su consentimiento, el respeto a la propiedad privada y la libertad de pensamiento sin censura, pero la oportuna intervención de la ONU, la OEA y la CIDH redujo en parte este avance sobre los derechos ciudadanos. A esto habría que sumar que muchos países suspendieron la actividad de sus parlamentos y, en buena parte de ellos, el Poder Ejecutivo asumió superpoderes, lo cual completa un panorama preocupante.
La tecnología es una herramienta que aumenta la capacidad y eficiencia del Estado. Pero al amplificar exponencialmente el poder de los datos, su impacto sobre el bienestar de las sociedades y sobre la naturaleza del régimen político pasa a depender del uso de ese poder. A lo largo de la historia, la coerción, el dinero o la ideología fueron empleados como instrumentos de dominación y sojuzgamiento; hoy, la información –como recurso de poder– también puede serlo. La acelerada evolución de estas herramientas informativas hace posible utilizarlas –y ya hay suficiente evidencia de ello– para marginar poblaciones discriminadas en virtud de "decisiones logarítmicas", "guiar" las opciones de consumidores y votantes conociendo sus gustos y preferencias, o perseguir y encarcelar a opositores políticos. Ya lo advirtió Naomi Klein: cuando las sociedades atraviesan situaciones límite, se ponen en duda certezas y valores que se creían imperecederos. Solo cabe expresar la esperanza de que, cuando se disipen las consecuencias inmediatas de esta pandemia, no haya que lamentar un serio deterioro de la calidad de la democracia. Ojalá Jano siga mostrando solo su cara amable.
Investigador titular, Área política y gestión pública del Cedes