El coronavirus y la transición a la democracia
Después de ciertas vacilaciones iniciales debidas a un mal asesoramiento, el Presidente extrajo conclusiones válidas de la experiencia mundial, reunió a un calificado comité de expertos y adoptó medidas urgentes para lidiar con la pandemia que enfrentamos. Todo indica que su liderazgo saldrá fortalecido y es muy probable que su nominación a dedo pase a un segundo plano. Si es que, fiel a su estilo, quien lo designó como candidato no logra impedirlo. No es un tema menor para un sistema tan frágil como el nuestro, sobre todo en el contexto de una crisis económica cada vez más profunda y de consecuencias imprevisibles. En este sentido, creo que hay algo que aún no se entiende suficientemente: no se trata aquí solo de un problema de personalidades sino de una cuestión de concepciones políticas. Y en este caso, está todavía por verse si el Presidente consigue superar su etapa de las vacilaciones.
Conviene detenerse en el tema en estos momentos tan críticos porque es cuando resulta más importante que nunca tener claros los principios que, a sabiendas o no, guían las acciones que se emprenden a la sombra de la pandemia. Es más: no solo muchas de estas acciones siguen diligentemente su curso a pesar del Covid-19 sino que un deseado retorno a la normalidad está lejos de significar lo mismo para todos.
Para simplificar, me referiré a las dos grandes concepciones de la política que son relevantes para nuestro caso y que han tenido manifestaciones históricas muy distintas. La primera de ellas (a la que llamaré "autocrática") surgió en Europa con la quiebra del orden medieval. Los nuevos estados centralizados buscaron superar el control de la Iglesia, de los señores feudales y del derecho consuetudinario para lograr afirmar así su dominación absoluta. La teorizó Thomas Hobbes, el filósofo inglés del contrato social: para salir del estado de naturaleza y de la guerra de todos contra todos, era indispensable una monarquía absoluta que garantizara el orden y la seguridad y fuese obedecida sin condiciones por los gobernados, cuyo consentimiento debía darse por supuesto. Más aún: comparó las mentes de la gente común con un "papel en blanco" en el cual había que escribir una suerte de catecismo que les enseñase a obedecer a la autoridad.
O sea que la única separación política realmente fundamental era la que existía entre quienes mandan y quienes acatan. Es un modelo que, con el tiempo, adoptaron regímenes muy diversos entre sí. Desde el leninismo y sus secuelas, basados en la idea de su conocimiento de la verdad, hasta dictaduras militares sostenidas en la fuerza. O el fascismo, fundado en la superior sabiduría del líder. Es notable (y pertinente para lo que digo) que el término "totalitarismo" apareciera en la Italia de los años 20’ y que Benito Mussolini se lo apropiase, dándole connotaciones positivas, para definir como "total" a su sistema político. Y no es casual que Juan D. Perón nunca haya ocultado su admiración por el dirigente italiano y su visión de la política. Porque también los populismos autoritarios hacen suya la centralidad del corte entre gobernante y gobernados. En este caso, quien manda no es legitimado por la voz de Dios sino por una supuesta e inasible voz del pueblo que solo se expresa a través suyo.
Es contra esta concepción de la política que se alzó desde el siglo XVIII el liberalismo, introduciendo una mirada que llamaré "republicana". A partir de las revoluciones norteamericana y francesa, la lucha contra el absolutismo trajo a un primer plano otras separaciones dirigidas a proteger la libertad de los ciudadanos. Aludo a un recorrido histórico muy complejo y heterogéneo dado que la propia construcción social de la noción de ciudadanía ha sido objeto de grandes enfrentamientos acerca de los derechos que debía incluir. Pero hay una primera división insoslayable que nace de la introducción de la idea de representación. Es, desde luego, la escisión entre los representados y los representantes designados para gobernarlos que supuso otra entre quienes estaban o no facultados para elegirlos a través de su voto. Sea como fuere, se comprendió desde un comienzo el riesgo de absolutismo que implicaba que los representantes pudiesen no respetar sus promesas electorales, se arrogaran potestades excesivas, usasen el poder en su propio beneficio y buscaran perpetuarse en él.
¿Cómo evitarlo? Estableciendo controles, de los cuales el principal es la división de poderes. Por eso, la democratización del liberalismo no significó solamente que se expandiera la participación sino que se garantizasen el pluralismo y los derechos de las minorías, único modo de asegurar la independencia del Poder Legislativo, tanto en regímenes parlamentarios como presidencialistas. Paralelamente, con características diferentes según los países, se estipuló la autonomía del Poder Judicial, expresión máxima de los controles a los cuales me refería. De ahí que si, en términos ideales, la democracia puede ser definida como la libre selección de los gobernantes por el pueblo y el respeto de estos a la voluntad general y a los derechos humanos, en términos concretos su práctica exige siempre lo que Pierre Manent llama una genuina organización de las separaciones.
En el mundo contemporáneo, estas dos grandes concepciones de la política se han venido alternando en el poder. Para ilustrarlo, basta contrastar los regímenes de Winston Churchill, Franklin Roosevelt o Pierre Trudeau con los de Xi Jinping, Donald Trump o Vladimir Putin. Hay una clave bastante simple para diferenciar a las dos visiones y es el modo en el que cada una concibe a la democracia. Para la primera, su definición se agota en el voto; para la segunda, en cambio, debe incluir con el mismo rango a la división de poderes. O sea que, en un caso, estado y gobierno se identifican y en el otro, no.
Volvamos ahora la mirada a nuestro país. Es indudable que, desde los tiempos de la república oligárquica y contrariamente a lo que sostiene nuestra Constitución, su historia ha estado dominada casi sin pausa por diferentes modalidades de la concepción autocrática: liderazgos iluminados, dictaduras militares y populismos autoritarios. Por eso, entre otras cosas, nunca ha podido plasmarse aquí un auténtico acuerdo social, por más que todos hayan hablado de él. Por eso también nos hemos habituado a tolerar la corrupción en su doble significado: de degradación de las instituciones y de robo de los dineros públicos.
Explicaba Montesquieu que la república se extingue por ausencia de virtud y es, en efecto, lo que nos ha venido sucediendo como resultado del ultra presidencialismo. Hay que advertir que la división de poderes nada nos dice acerca de su calidad y esta ha sido generalmente tan baja que esa división tendió a convertirse en una formalidad. A la vez, la falta absoluta de controles facilitó el desmanejo y el saqueo de la cosa pública. Y esto al punto de que un organismo como la Oficina Anticorrupción ha estado desde su creación en 1999 en manos de aquellos mismos a quienes debía vigilar, con las consecuencias que están a la vista.
Regreso al comienzo de estas reflexiones. La primacía de la concepción autocrática de la política ha hecho que nuestra transición a la democracia sea de una precariedad notoria. El sector duro del kirchnerismo adhiere sin ambages a tal concepción y, por eso, como Presidenta, Cristina Fernández, su líder, falsificaba las estadísticas públicas a su antojo y afirmaba sin rubores que a ella solo podía ponerle límites el pueblo en las urnas. Hoy, como Vicepresidenta, ha poblado la administración de figuras variopintas caracterizadas por su obediencia, se apoya en gobernadores neo-feudales para dominar el Senado y se ocupa de someter a sus propios intereses a un desquiciado Poder Judicial. Si, como lo ha proclamado tantas veces, el Presidente no comparte estas posiciones, su liderazgo robustecido por el manejo de la pandemia debería servirle para poner proa hacia la concepción que denominé republicana. (Vale el ejemplo de Churchill que, en 1940, mientras Londres era bombardeada diariamente, le encargó a Lord Beveridge que preparase un programa de reconstrucción social para cuando terminara la guerra).
Esto no significa que ese viraje tendrá éxito en unos pocos años dados los grandes obstáculos a superar. Es más: no tengo dudas de que la vacuna contra el Covid-19 va a llegar muchísimo antes. Pero es una oportunidad histórica única para que nuestras actuales desgracias sirvan para que avancemos en dirección a una real transición a la democracia. Es responsabilidad de Alberto Fernández desperdiciarla o saberla aprovechar ya mismo.