El coronavirus, los economistas y el día después
La respuesta a la pregunta por el país que queremos para el futuro no puede quedar en manos de los “expertos”
A mediados del siglo XIV, la peste negra liquidó a más de un tercio de la población de Europa. En estos tiempos de coronavirus, se la suele evocar porque fue entonces cuando surgieron las cuarentenas, pero no por sus efectos sociales, que, entre otras cosas, prepararon el camino de la Reforma Protestante. La vida cotidiana fue sacudida hasta sus cimientos. Hubo campesinos que se sintieron desprotegidos tanto por los señores feudales como por la Iglesia y dejaron de obedecerlos. Al mismo tiempo, la escasez de trabajadores provocó enfrentamientos que, en algunos lugares, se resolvieron en una mejora del nivel de vida de la mano de obra y en otros, en una mayor represión por parte de los señores.
¿Qué puede ocurrir el día después de la actual pandemia? ¿Habrá o no cambios de fondo? ¿Todo seguirá más o menos igual, como luego de la crisis de 2008? Reganan actualidad los incisivos aportes de Herbert Simon (Nobel de Economía, 1978) acerca de las limitaciones de nuestra racionalidad para contestar preguntas como estas. No es que nos falte información y menos en la era de internet. Solo que resulta muy acotada nuestra capacidad para procesarla. Esto favorece el papel de los ideólogos, que plantean un diagnóstico de la situación a partir del cual definen qué se debe hacer y establecen rutinas interpretativas que alivian a sus seguidores de la necesidad de pensar y de tomar decisiones propias. Para algunos se trata de dogmatismo y para otros, de sensatez, pero es un mecanismo del que se valen todos los movimientos sociales y políticos, en mayor o menor medida.
En este sentido, llama la atención el modo en que, desde los años 80, el ascenso del neoliberalismo entronizó en casi todas partes la figura del economista como experto. Esto no había ocurrido antes. Uno de los grandes "milagros económicos" del siglo XX fue el espectacular crecimiento de los países asiáticos. Sin embargo, quienes manejaron sus políticas económicas no fueron economistas: en Japón y en Corea del Sur predominaron los abogados; en Taiwán y en China, los ingenieros y los científicos. El título de economista (como cualquier otro) habilita para el ejercicio de una profesión, pero no otorga destrezas especiales para diseñar políticas públicas. Lo notable es que desde que los economistas neoliberales adquirieron protagonismo en los elencos gobernantes –y aunque no hayan sido los únicos responsables–, la productividad y el desarrollo de los países capitalistas casi no han crecido, mientras que la desigualdad subió a niveles inéditos. Y esto en medio de crisis recurrentes (como la de 2008) que no supieron prever. Cedo la palabra al economista coreano Ha-Joo Chang: "Las ciencias económicas, por decirlo de otro modo, no han sido irrelevantes sino algo peor: tal como se han practicado en las últimas tres décadas, han perjudicado claramente a la mayoría de las personas".
Angus Deaton (Nobel de Economía, 2015) viene de confirmarlo en sus análisis sobre Estados Unidos en el contexto de la actual pandemia. Es el país que más gasta en el mundo en el cuidado de la salud a pesar de lo cual la expectativa de vida de su población es la más baja del conjunto de los países ricos. ¿La principal causa? Los grupos de presión de las compañías farmacéuticas, que destinan cinco lobistas a operar sobre cada miembro del Congreso para impedir cualquier intervención del Estado que intente controlar sus precios o poner en cuestión sus patentes de nuevas drogas. Se trata de una industria "que no es buena para promover la salud pero sobresale por su habilidad para beneficiarse con la plata de los contribuyentes" y se vuelve así "una máquina de producir desigualdad". Y esto con el aval de los economistas neoliberales.
La Argentina no escapó a la regla, como lo documenta Mariana Heredia en su excelente libro Cuando los economistas alcanzaron el poder (o cómo se gestó la confianza en los expertos). Con un agregado singular. En términos generales, en los países desarrollados las puertas giratorias oficiales funcionan entre el empleo en universidades (o, eventualmente, en organismos internacionales) y los cargos de gobierno, en tanto que aquí, salvo escasas excepciones, lo hacen entre estos cargos y las consultoras privadas desde las cuales los economistas asesoran a los empresarios. Es un asesoramiento totalmente legítimo pero siembra dudas acerca de la objetividad de las opiniones públicas que luego emiten.
Estos días, es habitual ver desfilar por los medios casi siempre a los mismos personajes (consultores económicos) repitiendo como un mantra que el Estado no debe intervenir en la economía y reivindicando, con mínimas variaciones, la libertad de mercado como única solución a los graves problemas que nos aguardan. Es un empeño que no tiene nada de inocente y pone en evidencia la preocupación por el día después a la que aludí. Claro que hay cosas de las que no se habla.
Para continuar con el ejemplo de EE.UU., en 1932 el presidente Roosevelt creyó que el mejor recurso para salir de la Gran Depresión era imprimir dólares. La falta de resultados lo llevó a cambiar de estrategia, interviniendo para reestructurar los mercados y dando un fuerte impulso a la redistribución del ingreso. Su exitoso New Deal fue uno de los antecedentes del llamado Estado de bienestar de la posguerra, cuyo centro pasó a los países europeos. La defensa del empleo y del salario se convirtió en el eje de las políticas públicas. Es contra esto que luchó y se impuso con diversos ropajes el neoliberalismo en los años 80, para lo cual tomó donde pudo las riendas del Estado a fin de desplazar los problemas del empleo y del salario a la esfera privada y de poner en su lugar el combate contra la inflación y contra los programas redistributivos.
Como lo muestra el ejemplo de Angus Deaton y la manera de operar de la industria farmacéutica para conseguir el tipo de intervención estatal que le conviene, la idea de un mercado libre es uno de esos atajos mentales a los que se refiere Simon, que sirven para simplificar la realidad. No hay capitalismo sin Estado porque ni siquiera la propiedad privada existe sin una ley que la establezca y la proteja. Pero además, todos los mercados (salvo los clandestinos) están regulados y por eso los niños no pueden trabajar y existen los salarios mínimos o las jornadas de ocho horas.
Dicho esto –como lo han comprendido con astucia los economistas que mencioné–, es urgente discutir el país al que aspiramos para el día después. El peronismo ahora en el poder no solo fue explícitamente neoliberal en tiempos de Menem, sino que tampoco planteó un modelo alternativo durante el kirchnerismo. La mejor prueba es que no modificó la matriz fiscal conservadora que se instaló en los 80 ni emprendió una real reforma impositiva y contribuyó a que la Argentina sea hoy uno de los países de América Latina que menos recaudan en relación con el PBI en concepto de impuestos progresivos como ganancias o inmobiliario rural (apenas la mitad de lo que obtiene por gravámenes tan regresivos como el IVA e ingresos brutos y varias veces menos que las naciones desarrolladas). ¿Queremos que esto continúe? ¿O nos interesa luchar por un Estado de bienestar que instale un nuevo régimen social de acumulación y regule los mercados para promover la igualdad y la solidaridad en el marco de una democracia constitucional respetuosa del voto, de la separación de poderes, de instituciones sólidas y de una ciudadanía inclusiva? La respuesta no puede quedar en manos de los "expertos".