El coronavirus desnudó falencias políticas dentro y fuera del país
¿Tiene el Gobierno un diagnóstico adecuado y un plan para revertir la decadencia secular que experimenta la Argentina?
Hasta el pasado miércoles a la noche, Donald Trump desestimó la amenaza que implicaba el coronavirus, temeroso del impacto que estaba teniendo en el ciclo económico y de sus potenciales consecuencias en términos electorales. Había optado por enfatizar una supuesta mayor relevancia de otras enfermedades, incluyendo la influenza, y por adjudicar la preocupación que mostraban los medios de comunicación a la guerra santa que, en su peculiar interpretación de la realidad, siempre han librado contra él de manera injustificada: fake news (noticias mentirosas). Sus adláteres llegaron a denunciar que cada año par, en el que se desarrollan comicios, sospechosamente venían surgiendo epidemias similares: SARS en 2004, gripe aviaria en 2008, MERS en 2012, zika en 2016.
Afortunadamente, tamaña irresponsabilidad fue ignorada por la vasta mayoría de la sociedad civil norteamericana, que llenó el irracional vacío de liderazgo con diversas medidas precautorias: suspensión de clases en el sistema educativo y de la mayoría de los eventos masivos y las reuniones de negocios en el sector privado. Finalmente, con un mercado bursátil desplomándose a un ritmo similar al de la Gran Recesión de 2008 y con una primaria demócrata que, ante la sorpresa de sus propios protagonistas, en los últimos dos martes parece haber consagrado a Joe Biden (el candidato que, al menos en teoría, más chances tiene de vencerlo el próximo 3 de noviembre), Trump pegó un volantazo desesperado y anunció la prohibición de los vuelos que conectan su país con Europa, con la insólita e inexplicable excepción del Reino Unido. ¿Alcanzará esta tardía sobrerreacción para disimular sus caprichos, la disfuncionalidad de su gobierno y los recortes presupuestarios, en especial los relacionados con áreas de prevención de enfermedades contagiosas?
Otros países que habían originalmente adoptado posturas parecidas, como Italia e Irán, estaban pagando un precio extraordinario en materia de cantidad de contagios y fallecimientos. Una actitud diametralmente opuesta fue la que tuvieron China e Israel, que reaccionaron con decisión para contener el fenómeno, aislando a las poblaciones más afectadas y, de manera complementaria, acotando en la medida de lo posible el contacto con viajeros que pudieran generar nuevos contagios. La cancelación de miles de vuelos y las imágenes de aeropuertos desiertos se volvieron moneda corriente, al igual que la movilización de ingentes recursos públicos para controlar esta epidemia convertida rápidamente en pandemia. Con estadísticas que sugieren que el pico de la crisis parece haber pasado, Xi Jinping visitó Wuhan como si fuera un piloto de automovilismo festejando en la vuelta de la victoria: las exageraciones de los líderes y sus intentos para desestimar las críticas internas no reconocen diferencias ideológicas ni de régimen político.
¿A quién se venía pareciendo hasta ahora la Argentina? Después de valiosas semanas desperdiciadas en caprichos, ninguneos y la típica improvisación que caracteriza desde siempre a nuestro sistema político, finalmente el presidente Fernández tomó cartas en el asunto. Alguien deberá alguna vez explicar la lógica de recordar con tanta insistencia los fracasos del pasado para desatender la situación que nos llevará al siguiente: fue lo que ocurrió cuando se enfatizaron los riesgos más sustantivos que supuestamente representaban el sarampión, el dengue o la enfermedad de Chagas. El ministro Ginés González García tiene una dilatadísima trayectoria como hacedor de política de salud, tanto a nivel nacional como provincial. Isalud, el instituto privado que fundó hace tres décadas, formó a buena parte de nuestros especialistas en la materia. Alguna cuota de responsabilidad tiene en el estado actual de la salud pública en el país, más allá de haber fallado en evaluar la velocidad de expansión del Covid-19. No es la primera vez que nuestra política busca una eventual solución en las personas o en las instituciones comprometidos con el problema.
¿Se trata, acaso, de un error puntual o de una evidencia que, por el contrario, pone de manifiesto problemas más profundos que el joven gobierno ya arrastra en términos funcionales y en la lógica de toma de decisiones? Lo primero sería grave dado el impacto potencial que puede tener el coronavirus. Pero lo segundo nos pondría en un escenario aún más complejo. ¿Tiene el Gobierno un diagnóstico adecuado y un plan ad hoc para revertir la decadencia secular que experimenta la Argentina, más allá de esta última década perdida? ¿Cree realmente que un país sin crédito en un contexto global de tasas de interés insólitamente bajas puede recrear la confianza y restablecer las bases de un crecimiento equitativo y sustentable incentivando el consumo con expansión monetaria? ¿Puede alguien suponer que los profundos déficits institucionales que arrastra el país podrían subsanarse con una mera reforma judicial que, para peor, está sospechada de ser parte de una suerte de autoamnistía para encubrir a los posibles responsables de casos de corrupción?
Una de las propuestas más extravagantes del Gobierno y, a la vez, una de las más reveladoras del criterio imperante, es la de luchar contra redes muy sofisticadas y enraizadas de crimen organizado mejorando la infraestructura judicial en la ciudad de Rosario: la desproporción entre la dimensión del problema y la jerarquía de la supuesta solución exhibe un déficit estructural en la forma de comprender y concebir la política pública. Esto se confirma con la injustificable propuesta de descartar las evaluaciones estandarizadas en la educación. Lo que no se mide no se cambia: continuar la decadencia parece ser la única política de Estado.
El episodio del coronavirus constituye una ventana que nos permite comprender no solo problemas estructurales y de liderazgo doméstico, sino también del sistema internacional. El silencio de organismos como las Naciones Unidas, el G-20 y hasta el G-7 frente a esta crisis tan aguda es más que elocuente. Tal vez la situación mejore cuando se trate de definir políticas para mitigar su impacto económico (los bancos centrales cuentan con mecanismos formales e informales de coordinación). Pero es muy significativa la ausencia de instancias para unificar criterios en materia de salud pública a escala global.
Por suerte, la comunidad científica internacional dio una vez más un ejemplo extraordinario de los enormes beneficios de la cooperación: sin ella, esta situación sería muchísimo peor. Cuando se descubra la vacuna para combatir el coronavirus, como ocurre con el sida y con millares de otras enfermedades, será porque la ciencia habrá hecho otro extraordinario aporte al bienestar global. Una lección adicional para este "gobierno de científicos" que alienta pasivamente una nueva fuga de cerebros.