El cambio climático también debe estar en la agenda argentina
En diciembre pasado, el gobierno radical de Mendoza (con el apoyo de Cambiemos y del Frente de Todos) derogó la prohibición de usar cianuro en la minería del oro. La reacción popular contra la medida fue impresionante. Si bien a partir de 2003, en Esquel, se habían sucedido en el país las movilizaciones que enfrentan a los predadores del subsuelo, el levantamiento mendocino superó largamente a los anteriores y obligó al gobierno provincial a dar marcha atrás. Creo que es el contexto en el que hay situar los dichos del ministro Matías Kulfas al poner en posesión de sus cargos a sus colaboradores.
Aunque el tema ambiental brilló por su ausencia en las últimas elecciones, Kulfas anunció sorpresivamente "nuestro Green New Deal(sic)", basado en la industrialización verde y en cadenas productivas inclusivas y no extractivas. Caben dos interpretaciones. Si fueron palabras vacías, el ministro juega con uno de los desafíos más graves que enfrenta hoy la humanidad. Si, en cambio, piensa lo que dijo, debe explicar por qué impulsa -como antes lo hizo Macri- la quimera del fracking en Vaca Muerta (que para 2024 aumentaría nuestras exportaciones anuales en 40.000 millones de dólares) y deja progresar la megaminería a cielo abierto (10 explotaciones en actividad y más de 20 en estado avanzado), que agregarían otros 12.000 millones de dólares.
Pero comencemos por el principio. El mundo está amenazado por una catástrofe de dimensiones planetarias debida al cambio climático. Según un informe de las Naciones Unidas (2018), la temperatura terrestre ha aumentado 1°C con relación a los niveles preindustriales. Las consecuencias son los incendios que arrasan Australia, las inundaciones que sufre Indonesia o la rápida desaparición del Ártico. ¿Cuál es la causa del aumento? La creciente emisión de los llamados gases de efecto invernadero, encabezados por el dióxido de carbono (CO2).
Solo en las tres últimas décadas se ha tomado plena conciencia de que la mayor responsabilidad por esas emisiones le cabe al uso de los combustibles fósiles: el carbón, el petróleo y el gas. A esto se añaden otros factores, como la deforestación (que libera el CO2 retenido en la madera de los árboles) o el paulatino agotamiento de esponjas naturales como los océanos. Lo cierto es que ahora se sabe a ciencia cierta que cada medio grado de aumento de la temperatura incrementa la frecuencia y la intensidad de las tormentas, los incendios, las inundaciones y las sequías que destruyen nuestros ecosistemas. Peor aún, los paleoclimatólogos han establecido que, contra lo que se creía, tales mutaciones se producen en plazos muy cortos. De ahí el Acuerdo sobre el Cambio Climático que firmaron 195 países en París, en 2015, a fin de tratar de que ese aumento no llegue a 2°C y en lo posible se mantenga por debajo de 1,5°C. Esto implicaría reducir las emisiones un 7,6% anual hasta 2030, un objetivo tan difícil de alcanzar como la meta de emisiones cero que se fijó la Comisión Europea para 2050. Actualmente, casi dos tercios de la energía mundial siguen siendo provistos por el gas, el petróleo y el carbón y la demanda de energía continúa subiendo. Alemania, país líder en la materia, se ha comprometido a dejar de usar carbón para 2038, pero este mineral abastece todavía más de un tercio de sus necesidades.
Pasa que el mundo se halla en un proceso de transición terriblemente arduo y complejo que afecta intereses poderosos y, salvo en países como el nuestro, ocupa hoy un lugar central en las discusiones públicas. El siglo XIX fue el de los ferrocarriles alimentados a carbón; el siglo XX, el de los vehículos de combustión interna movidos por el petróleo, y el siglo XXI o sucumbe a la catástrofe ecológica o deberá ser el de internet y la electricidad sustentada en energías renovables (eólica, solar, geotermal, hídrica, mareomotriz, etc.). Pero esto implicará desplazar a los combustibles fósiles, cuyo colapso en los próximos años significará una pérdida de bastante más de 100 trillones de dólares para las empresas y los países que los producen, según estimaciones del Citigroup.
Una reacción esperable es negar el calentamiento global. Tal la postura adoptada tanto por el Partido Republicano de los Estados Unidos ("el partido que arruinó el planeta", según tituló Paul Krugman, ganador del Nobel) como por los dos principales partidos de Australia, que culpan de todo a los incendiarios y a los verdes, que se oponen a la deforestación. En los tres casos se trata de agrupaciones financiadas generosamente por las industrias afectadas.
Pero las evidencias científicas son tan irrebatibles que el negacionismo tiene patas cortas, para gran preocupación de quienes advierten que el tema puede conducir a cuestionar la propia mística del mercado. Esto ha impulsado dos respuestas no excluyentes. Por un lado, firmas como BP, ConocoPhillips, Exxon Mobil, Shell y Total se sumaron a una coalición que ya ha destinado un billón de dólares al desarrollo de tecnologías que, hasta 2035, reduzcan a la mitad sus emisiones de CO2. Por el otro, desde hace más de una década se comenzó a hablar en Inglaterra del Green New Deal, que el ministro Kulfas haría bien en explicar a la ciudadanía y obrar en consecuencia.
Como se sabe, New Deal(Nuevo Trato) es el nombre que Franklin D. Roosevelt le dio a la política intervencionista que puso en práctica al asumir la presidencia de los EE.UU., en 1933, destinada a paliar los efectos devastadores de la Gran Depresión. El remedio no bastó y la protesta popular lo llevó a ampliar radicalmente su plan a partir de 1935, aumentando fuertemente los impuestos a los más ricos, promoviendo un importante conjunto de leyes sociales e implementando programas federales a gran escala, para desarrollar la infraestructura y dar empleo a millones de trabajadores, tal como hizo la Tennessee Valley Authority.
Esta fue la inspiración del Green New Deal: fomentar grandes proyectos de infraestructura que produzcan energías renovables, creen empleos y resulten rentables tanto para el sector público como para el privado. Entre nosotros, en 2006 se dictó la ley 26.190, estableciendo que al 31/12/2017 esas energías debían constituir un 8% de la oferta total. Sin embargo, casi no hubo avances hasta 2015, cuando se aprobó la ley 26.191 y se puso en práctica el plan Renovar, que incentivó la generación de energías limpias y las llevó en 2019 a un todavía muy magro 7%. Ahora, como señalé más arriba, las prioridades parecen haber cambiado. A la vez, la crisis económica ha disminuido la necesidad inmediata de energía y ha frenado las posibilidades de financiamiento. Sin embargo, China ha realizado avances notables en este campo y está abaratando significativamente los costos de los equipos que exporta.
Por otra parte, el Estado dispone de recursos, como por ejemplo los fondos de la Anses invertidos en petróleo y gas y en títulos públicos de bajo rendimiento. Pero, sobre todo, es indispensable que el cambio climático ingrese al debate público con todo el vigor y la urgencia que merece y estimule así la toma de conciencia y la creatividad colectivas frente a los peligros que nos acechan. Valga el ejemplo del Sindicato Canadiense de Trabajadores Postales, que ha aprobado un plan para que cada oficina de correos se convierta en un hito de la transición verde. ¿Cómo? Instalando paneles solares en los techos y estaciones de carga en las puertas, utilizando vehículos eléctricos para entregar la correspondencia, distribuir medicamentos y hacer visitas periódicas a los ancianos que lo requieran, etc. Todo ello financiado con una parte de los ingresos que genera la banca postal.