Coronavirus: Frente a la disyuntiva de elegir entre el bien y el mal
La pandemia provocada por el coronavirus de origen chino ha destruido los cimientos y las estructuras en que se asienta el capitalismo occidental. Sus efectos resultan tan devastadores para las distintas economías del mundo que van a generar un retroceso de magnitud universal en las actividades productivas y en el comercio interno y exterior. Ya se avizoran las quiebras y desocupaciones consiguientes que acompañan siempre a procesos semejantes, aunque no hayan tenido la magnitud ni la generalización y gravedad que caracterizan a esta pandemia. ¿Qué debería hacer el Estado para enfrentar una situación extraordinaria e inédita, que afecta la salud y la vida de sus ciudadanos?
Si consideramos que el derecho a la vida es el más trascendente de los derechos humanos, salta a la vista, cualesquiera sean las creencias de quienes viven en un Estado, que el principal deber del gobernante radica en la protección de ese derecho a través de la totalidad de los medios disponibles. La protección de ese derecho natural, que los antiguos romanos calificaban como primun vivere, constituye un principio general del derecho que posee rango superior a las leyes y justifica con creces las medidas de aislamiento social obligatorio que se han decretado en casi todas las partes del planeta.
La Argentina, gracias a Dios, ha sabido tomar a tiempo las medidas necesarias y adecuadas para frenar la virulencia y velocidad de transmisión de este flagelo que azota a la humanidad y en un escenario dinámico, en el que prevalecen la incertidumbre y el desconcierto acerca del futuro comportamiento del virus, parece haber conseguido aplanar la curva de contagios. Como resultado de esa medida justificada e indispensable del gobierno federal, los ciudadanos han perdido, de modo súbito y sin que lo hubieran podido prever, una suma considerable de derechos, desde los de trabajar, ejercer industria y comercio lícitos, transportarse de un lugar a otro, enseñar y aprender hasta los pasatiempos mundanos como ir a cines, teatros, bares y restaurantes.
Paralelamente, las tarifas de los servicios públicos fueron congeladas por tiempo determinado, al igual que los alquileres. Además, algunos Estados que, como el nuestro, soportan elevadas tasas de inflación acuden al control de precios que tan malos resultados ha dado en las experiencias vividas con anterioridad en aquellos países en los que se aplicó porque, como es sabido, produce el caldo de cultivo que alimenta la corrupción y el mercado negro. Siempre queda abierta la posibilidad de aplicar la ley de defensa de la competencia y el ordenamiento que protege a los consumidores de bienes y servicios sin necesidad de utilizar una legislación tan anticuada y decadente.
El panorama de esta pandemia es comparable al que se presenta en una guerra mundial, con la diferencia de que no se combate contra una fuerza armada, sino contra un enemigo invisible que invade nuestras ciudades sin que podamos oponerle otra defensa que recluirnos en nuestras casas. La velocidad de transmisión del coronavirus, que obliga a tomar esas medidas de excepción, agrava la situación de las naciones en un mundo de por sí globalizado y produce la parálisis de sus economías. El Estado comienza entonces a crear un nuevo derecho para resolver los problemas que se presentan habida cuenta la insuficiencia de las tradicionales soluciones que brindaba la teoría de la emergencia. Cualquier observador atento y no superficial -como diría Alberdi- se da cuenta de que la ley de la pandemia va mucho más allá que las técnicas de compresión y restricción de derechos, ya que, en muchos casos, se produce el aniquilamiento o pérdida de ellos.
Sin embargo, al igual que lo acontecido en Inglaterra durante la Segunda Guerra Mundial, resulta necesario mantener los principios del Estado de Derecho adaptados al estado de excepción para no caer en la tentación totalitaria. Por de pronto, la ley de la pandemia debe respetar la división de poderes propia del Estado democrático de Derecho mediante una suerte de bloque de legitimidad que impida desbordes autoritarios. Ese bloque debería conformarse con principios generales del derecho como los de razonabilidad y justicia, prohibición de arbitrariedad, buena fe, confianza legítima y solidaridad y otros compatibles con la primacía de la vida de las personas y de las medidas de protección decretadas.
Corresponde que, entre todos, cobremos conciencia en cuanto a que el aislamiento social obligatorio es, por ahora, el arma más efectiva para impedir la propagación acelerada del virus y el consecuente aumento de las tasas de mortalidad. Pero otro peligro nos acecha. Es la ruptura casi definitiva de las ecuaciones económicas que rigen el funcionamiento de la sociedad y del mercado que los países con grandes déficits y desequilibrios fiscales con altos índices de inflación, como la Argentina, difícilmente puedan superar. Hay que comenzar a reconocer que, de una vez por todas, en la Argentina, el sector privado es el soporte financiero del Estado y sus funcionarios. Los recursos genuinos provienen de las empresas y personas físicas privadas y esos contribuyentes que aportan al fisco son apenas siete millones, frente a los 19 millones que conforman la legión de funcionarios políticos y administrativos de los tres poderes, jubilados con y sin privilegios, beneficiarios de la asistencia social y otros.
Si el sector privado se paraliza y se rompe la cadena de pagos (proceso ya iniciado), no habrá recursos disponibles para ayudar a sobrevivir a las grandes y pequeñas empresas, así como a las profesiones y oficios independientes que se realimentan recíprocamente en la economía medianamente organizada. Es evidente que el único capaz de resolver una crisis de tal naturaleza es el Estado, no solo por ser el autor del desequilibrio fiscal y de la desigualdad entre el sector público y el privado, sino por el deber de intervenir que deriva de su función subsidiaria, deber que se acrecienta cuando las empresas se ven impedidas de trabajar y producir como consecuencia de decisiones obligatorias del propio Estado. Si no se corrigiera ese desequilibrio, es probable que no pueda subsistir o funcionar con un mínimo de eficacia el modelo de Estado que quiere la Constitución, basado en la defensa de las libertades, la igualdad, la propiedad privada y la justicia social, ahondándose el retroceso que padecemos desde hace más de setenta años.
La solución no puede consistir en aumentar la pesada carga impositiva que soportan los sectores privados ni tampoco forzar a las empresas a endeudarse con préstamos que posiblemente no puedan pagar, agravando su situación económica con el aumento de las quiebras y de la cantidad de desocupados.
Una crisis como la que estamos sufriendo es también una oportunidad si elegimos bien la salida. Con una población sacrificada y solidaria y una unión política no desdeñable estamos en las mejores condiciones para emprender el camino que nos permita paliar los efectos del aislamiento obligatorio e iniciar nuestra recuperación. Se trata de reactivar la economía privada reforzando la función supletoria del Estado, el cual podría hacerse cargo del pago de los salarios que abonan las grandes y pequeñas empresas privadas contribuyentes previa poda del treinta por ciento de la masa salarial, rebaja que en forma paralela también debería hacerse en los sueldos del sector público en todos los poderes del gobierno federal, los gobiernos provinciales, municipales y de la ciudad de Buenos Aires.
Desde luego que ello exigiría un gran pacto político y económico-social con los diferentes sectores involucrados. Tenemos la esperanza de que, con justicia y prudencia, podemos llegar a lograr salvarnos del abismo en que nos encontraremos después de salvar la vida de los argentinos. En definitiva, como pensaba Camus al describir la peste, estamos frente a la disyuntiva de elegir entre el bien y el mal.
Miembro de la Academia de Derecho de Buenos Aires y de las Reales Academias de Ciencias Morales y Políticas y de Jurisprudencia y Legislación de Madrid