Coronavirus: Estamos incubando una severa enfermedad inflacionaria
"El verdadero tesoro del hombre es el tesoro de sus errores". Ortega escribía esta frase en 1937 a propósito de describir los riesgos que corría Europa de caer "bajo el poder de los demagogos". Para escapar de esa situación, la primera condición era "hacerse cargo de su enorme dificultad. Solo esto nos llevará a atacar el mal en los estratos hondos donde verdaderamente se origina". Por eso, insistía: "Lo importante es la memoria de los errores, que nos permite no cometer los mismos siempre". El lector dirá que esta consigna es una obviedad. Posiblemente lo sea en otras sociedades. En la Argentina se suele decir de la boca para afuera que si se aplican las mismas recetas a idénticos problemas, los resultados serán siempre los mismos. Sin embargo, nos hemos empeñado durante muchas décadas en repetir una misma funesta política de alta inflación. ¿Sabemos realmente que esa conducta malsana nos ha llevado a una trágica decadencia? ¿Sabe el adicto que su adicción lo condena? En la Argentina lo obvio es no hacer las cosas que en otras partes son evidentes.
La patología congénita de la inflación es el mejor ejemplo de nuestra incapacidad para aprender de nuestros errores. La Argentina es la nación que ostenta el triste récord de sufrir elevados índices de inflación por el período más largo de tiempo, incluyendo una de las pocas hiperinflaciones posteriores a la Segunda Guerra Mundial. Tuvimos que quitarle trece ceros al peso y nos dirigimos entusiastamente a eliminar el cero número catorce. ¿Qué diríamos de un país que se dedicara durante décadas a quemar sus bosques o secar sus lagos? ¿Cuántos bosques, cuántos lagos, cuántos recursos quemamos en el altar de la inflación? ¿Aprendimos algo? Pareciera que no, porque una y otra vez recaemos en el expediente de licuar nuestro exceso de gasto público con inflación, como el avestruz ante el peligro oculta su cabeza creyendo que no lo ven. Vemos la inflación, sufrimos la inflación. ¡Y no hacemos nada!
Aparentamos ser sabios repitiendo que en economía se puede hacer cualquier cosa menos no pagar las consecuencias. A pesar de ello, nos hemos graduado con honores en explotar la maquinita de emitir dinero. Y vemos sus trágicas consecuencias. Entonces nos preguntamos: ¿somos sabios o somos necios y matamos a la gallina de los huevos de oro?, ¿cuántas gallinas de oro y de las otras matamos?, ¿cuántas riquezas dilapidamos?, ¿nos gusta la inflación? Si así fuera y el problema radicara en nuestra cultura, no hay riqueza potencial que alcance. Todo lo contrario, creemos que los argentinos odiamos la inflación, pero que hemos tenido que defendernos de sus efectos para sobrevivir. No es un problema innato, sino un uso social aprendido por la fuerza de las circunstancias. A quienes les gusta la inflación es a los políticos. Que no apoyan instituciones estables y a largo plazo que velen por evitar la inflación. Por eso, el BCRA ha sido siempre un títere del Poder Ejecutivo y el presupuesto nacional, papel pintado. Y por eso, no tenemos moneda.
El resultado directo de la inflación es la destrucción de la moneda. No tener moneda equivale a no tener sangre. Sin embargo, no nos atrevemos a "atacar el mal en los estratos hondos donde verdaderamente se origina". No le hacemos caso a Ortega. Y no nos atrevemos porque hemos abusado en la Argentina del facilismo de la emisión monetaria descontrolada para financiar un nivel de gasto público insostenible. En lugar de atacar el mal hondo del gasto público, apelamos al espejismo de incrementos nominales permanentes de precios y salarios, que no son más que eso: un espejismo que esconde la dura realidad de nuestra enfermedad. Esta conducta es una estafa y tiene un nombre preciso: la estafa del impuesto inflacionario.
A coro repetimos que el impuesto inflacionario afecta a los sectores más vulnerables, a quienes trabajan en negro, a jubilados y a asalariados de bajos ingresos. Entonces, ¿por qué no le declaramos la guerra a la inflación? Se tiende a opinar en la Argentina que el ministro de Economía es el ministro más importante. ¡Craso error! La figura decisiva es el estadista que se atreva a decirle a la población que no hay más plata que la que hay. Ese estadista no aparece porque los políticos justifican la inacción declarando que ningún sector quiere resignar sus intereses, y prefieren invocar el costo social de las reformas para no hacerlas y seguir empobreciéndonos.
¿Cuál es el nivel de gasto público compatible con reducir la astronómica presión fiscal y que no requiera del impuesto inflacionario? ¿Por qué no se debate este punto crucial? ¿O es mejor mantener un gasto público exorbitante, que excede a todas luces nuestras posibilidades, y condenarnos al estancamiento económico por lustros? Porque está claro que con los niveles actuales de gasto público no habrá ahorro, ni inversión, ni exportaciones. Ni moneda. Y sí habrá inflación. No serán medidas populares, pero la dura realidad es que el gasto público debe reducirse para que también descienda la presión impositiva y tengamos chances de crecer. No seamos hipócritas y de una vez por todas sinceremos cuánto dinero hay y discutamos democráticamente cómo coordinar los esfuerzos para reducir el gasto del Estado y liberar la iniciativa y la creatividad de los argentinos. Serán años duros, pero más duros lo seguirán siendo si no erradicamos la inflación. Citando ejemplos de nuestro continente, Chile, Colombia, Perú, Bolivia, Paraguay lo hicieron.
Hoy se oye que debido a la crisis económica provocada por el coronavirus se justifica cualquier nivel de emisión monetaria, básicamente porque el país no tiene otra fuente de recursos. Pero si queremos aprender de nuestros errores, como nos aconseja Ortega, no creamos que ese expediente propio de un paciente en terapia intensiva es la receta para volver a la normalidad. Como tantas veces, estamos incubando una severa enfermedad inflacionaria. Contra la que nunca habrá otra vacuna que no sea bajar el gasto público. Para curarnos en serio, quizá tengamos que evocar la sombra terrible de la inflación, como Sarmiento se jugó de cuerpo entero para superar su clásico dilema apostando a la educación. Hoy debemos apostar a la moneda. Suena deslucido y Sarmiento se revolvería en su tumba, pero hay un nuevo lema para el futuro argentino: moneda y barbarie.