Coronavirus en la Argentina: salir de la crisis con acuerdos sólidos
Reconocer la realidad y consensuar políticas de Estado sobre temas estratégicos resulta imprescindible
Los argentinos tenemos una larga y triste experiencia en crisis de todo tipo. Para los más necesitados, esto es mucho más que un tema de discusión política o historiográfica, porque las sucesivas crisis han llevado a más pobreza y desigualdad. A los desafíos socioeconómicos de hoy, de por sí muy serios, se agregan la pandemia y un mundo menos amigable. Respecto de la pandemia, hay gran incertidumbre sobre su intensidad y duración, su impacto en las cuarentenas y en las mermas de ingresos y ocupación de hogares y empresas. Sí sabemos que estamos entre los países con menos recursos genuinos para afrontar la situación.
No es que hayamos sido tan originales en los errores comparando, por ejemplo, con los países de nuestra región. Pero sí sobresalimos por su desmesura y duración, como mostramos con Martín Lagos en El país de las desmesuras (2016). Hay males que se remontan a 75 o más años, como las rupturas institucionales, la decadencia de nuestro nivel de vida comparado y, crónicamente, el déficit fiscal y la inflación. Más cerca en el tiempo llegamos a ser el país más bimonetario del mundo; a estar entre los últimos en inversión y comercio exterior; a tener un nivel de gasto público de país desarrollado, pero muchos servicios públicos escasos y/o de mala calidad, y, en fin, una alta incidencia tributaria no progresiva y contraria al crecimiento.
La presión impositiva es 37,5% del producto bruto, superior a los promedios de países desarrollados (36,2%) y emergentes (27,1%), incluyendo, como debe ser, el impuesto inflacionario. Es baja la calidad del sistema tributario, por alta evasión, pobre recaudación de impuestos progresivos, sobre todo el de ingresos personales, y por el incesante aumento, en este siglo, de impuestos dañinos para la producción, la inversión y las exportaciones. Estos malos impuestos, en desuso en casi todo el mundo, suman hoy 40% de la recaudación y una cuarta parte de ella es por el impuesto inflacionario. El blanqueo evidenció que para aumentar la progresividad del sistema nada es mejor que perseverar en los recientes avances de reducir la evasión, con apoyo de la tecnología.
Por causas muy diversas, la última década ha sido particularmente mala. Son ya nueve años de estanflación casi crónica, una rareza global en su duración y magnitud. Si repetimos un default de la deuda pública, se complicará más aún nuestro futuro, por la caída de la inversión. En fin, como si esto fuera poco, hemos bajado un escalón en la calidad institucional, sin funcionamiento normal de los poderes Legislativo y Judicial, no solo por la pandemia, y con un Poder Ejecutivo fácticamente bicéfalo. Sin dudas, la peor consecuencia de tanta desmesura es el aumento de la pobreza y de la desigualdad, no solo de ingresos, sino también de oportunidades de vida en nutrición, salud, vivienda y urbanismo, educación o empleo formal.
Para superar duraderamente esta estéril angustia, son imprescindibles tres pasos, difíciles, a veces declamados, como ahora mismo, pero nunca practicados. El primero es reconocer la realidad, tomar conciencia de ella y de sus causas y actuar en consecuencia, sorprendiendo a propios y extraños. El segundo es que nadie se crea dueño de "la" verdad. Desde que la Argentina empezó a decaer hemos tenido gobiernos de casi todas la orientaciones políticas y económicas: constitucionales y dictatoriales, de derecha, centroderecha, centro, centroizquierda o izquierda, con el único factor común de no haber logrado reencauzar establemente al país en un sendero de progreso inclusivo. No hay, pues, dedos acusadores certeros.
El tercer paso es acordar políticas de Estado en temas estratégicos entre las principales coaliciones o partidos políticos, la sociedad civil y expertos independientes, quizás en el marco de un consejo económico y social, que ahora se anuncia. Ha habido algunas experiencias de acuerdos, entre las que sobresale la del Diálogo Argentino en 2002, cuyas conclusiones siguen vigentes. El entonces presidente Duhalde dijo que ellas serían su programa de gobierno. ¡Cuánto mejor estaríamos de haberse cumplido esa promesa! Pero no, ellas se olvidaron y se volvió a viejos errores.
Como aporte al temario de los acuerdos enumero algunos que considero centrales. Debería haber un plan estratégico con objetivos, prioridades y caminos para lograrlos, que ayudaría también a obtener un mejor acuerdo sobre la deuda, al reparar nuestra muy escasa credibilidad con un proceso de acuerdos enmarcados en un plan estratégico sensato, que daría lugar a más inversión y, por ello, a mayor crecimiento que el proyectado hasta ahora. Bienvenida pues la continuidad de las negociaciones. Un principio útil para lograr acuerdos es la "productividad inclusiva", es decir, el compromiso de aumentar conjuntamente la productividad y la inclusión. También son puntos centrales aceptar que el desarrollo sostenible requiere un rol protagónico de las exportaciones y de la inversión y realzar la agenda ambiental, tres claras debilidades de la Argentina. Para ello es necesario marchar hacia una economía gradualmente más abierta, con plazos de hasta diez o quince años, como en el acuerdo Mercosur-UE. También sería bueno que la protección dada a sectores productivos fuera un contrato con compromisos de inversión de las empresas beneficiarias. Lo más probable es que la globalización continúe, aun con cambios. Por ello es erróneo abandonar las nuevas negociaciones internacionales en marcha del Mercosur con el gastado argumento de "priorizar la economía interna", en este caso, "dañada por el coronavirus". Otro eje central debería ser un aumento sustancial de la productividad de sector público, planteado con un criterio de inclusión. También hay que transformar los programas sociales, centrándolos en educación general con énfasis en formación para el trabajo. En fin, el plan estratégico debe priorizar y mejorar la inversión en educación, apuntando a mayor calidad con más inclusión, y en ciencia y tecnología, tanto pública como privada, esencial para aumentar de consuno la productividad y la inclusión.
¿Qué decir del incierto presente, con las serias limitaciones a la producción y al consumo resultantes de la pandemia? Debería aprovecharse esta desgracia para construir un nuevo camino, sin prejuicios ideológicos. Comparto, como lego, la impresión de que el control de la pandemia ha sido, hasta aquí, exitoso. Pero sería importante convocar a una mesa técnica, con sanitaristas –como hoy–, pero también con reconocidos expertos en temas socioeconómicos, trabajadores y empresarios, para diseñar nuevos caminos sanitarios –como los que empezarían ahora– compatibles con mayor actividad económica y también simientes del plan estratégico. Un instrumento posible es licitar rebajas de los malos impuestos a quienes más inversión comprometan. Si la pandemia se prolonga más de lo esperado hoy, habrá que pensar en políticas aún más atípicas, por ejemplo, un shock de estabilización del peso, reduciendo su emisión y reemplazándola en parte por un dinero perecedero, apto para el pago parcial de impuestos, quizá con previa experimentación local y con antecedentes en otros países.