Coronavirus en la Argentina: Riesgos que plantea el renovado liderazgo de Alberto Fernández
En circunstancias dramáticas como las que estamos atravesando, cuando las consecuencias de las decisiones públicas se miden en miles de vidas humanas o en millones de nuevos pobres, la responsabilidad y la calidad de los liderazgos constituyen elementos vitales para, por lo menos, evitar los peores escenarios. En apenas unas pocas semanas se quemaron todos los manuales de procedimiento: vivimos en un mundo de absoluta incertidumbre, en el que no existe ninguna claridad respecto de qué de todo lo nuevo será meramente transitorio y qué características conformarán eventualmente la nueva normalidad. Esta pandemiano es como un terremoto (que suelen ser intensísimos, pero relativamente cortos) ni como un huracán (que gracias a la tecnología son posibles de detectar con tiempo suficiente para desplegar algunos esfuerzos que permitan acotar los daños materiales y el número de víctimas). Por el contrario, esta crisis se despliega en una interminable cámara lenta: nuestros viejos hábitos y las formas de vida que conocíamos y nos definían agonizan sin que seamos capaces ni siquiera de pelear por defenderlos. Y mientras están en riesgo nuestros derechos fundamentales y avanzan los componentes más autoritarios e invasivos del poder estatal, quedamos en manos de líderes que, en conjunto, hace demasiado tiempo que son una parte central de nuestros principales problemas.
Ya casi no quedan esquemas institucionales lo suficientemente afianzados y resilientes como para seguir moldeando los comportamientos de nuestros gobernantes de forma de evitar que, muy a menudo, avancen en decisiones más que alocadas. Esto le agrega una cuota no menor de vértigo, en especial en los numerosos casos de liderazgos que se concebían a sí mismos como transformacionales y que venían confrontando con sus respectivos establishments. Estos líderes antisistema (Trump en EE.UU., AMLO en México, Bolsonaro en Brasil) promueven en sus sociedades, cada uno a su manera, más turbulencia e imprevisibilidad. El coronavirus profundiza esta dinámica caótica, cuyas consecuencias desastrosas son aún imposibles de mensurar.
Existen crecientes rumores de golpe de Estado en Brasil y abiertos (y reiterados) desafíos a la investidura presidencial en México. Pero lo que más sorprende es ver un presidente de la hasta ahora principal democracia occidental que incita a la desobediencia civil de sus seguidores en un Estado clave desde el punto de vista electoral como Michigan, en el que su popular gobernadora, Gretchen Whitmer, impuso una cuarentena, como en la mayoría del mundo civilizado. "Queremos ir a la peluquería"; "queremos volver a jugar al bowling", gritan los partidarios de Trump, enfrentados con personal de la salud que se planta, arriesgando sus vidas, frente a los imponentes SUV que bloquean las carreteras e impiden la circulación de ambulancias. Esas imágenes lamentables giran por el planeta y no hacen más que alimentar el desconcierto respecto del futuro de lo que hasta ahora creíamos que eran los componentes elementales de una sociedad desarrollada: la democracia, el sentido común y la mera concepción de libertad.
La misma pandemia generó reacciones inversas, o al menos muy diferentes, en otros países. Chile, por caso, venía atravesando desde octubre uno de las peores etapas de su historia contemporánea, con una crisis política y social muy aguda, incluidos saqueos y una caída estrepitosa en la imagen de su presidente, Piñera. Obligado por las circunstancias, y para descomprimir una situación terminal, iba a llevarse a cabo este domingo un plebiscito para determinar si la ciudadanía apoyaba una eventual reforma de la Constitución de 1980, dictada a medida de Pinochet. Por la pandemia, fue postergado para el 25 de octubre. Pero desde su inicio, Piñera, que escuchaba a diario voces que reclamaban su renuncia, encontró inesperadamente la oportunidad para reconstruir su liderazgo, reforzar de a poco su autoridad y hasta incrementar marginalmente su popularidad. Parecía desahuciado, pero gracias al virus volvió a ocupar el centro de la escena política.
La Argentina, que padece una inestabilidad política e institucional crónica y tiene un aparato estatal elefantiásico, quebrado e incapaz de brindar los bienes públicos esenciales, curiosamente presenta al menos hasta ahora un escenario mucho más parecido al de Chile que al de Brasil. Esta anomalía ya constituía un tema de interés desde mediados del año pasado, pues mientras varios países de la región experimentaban situaciones sumamente complejas, todo el proceso electoral y la alternancia en el poder se desarrollaron en un contexto de sorprendente parsimonia, a pesar (y con la excepción) del descalabro económico que se fue profundizando e influyó en el resultado de los comicios. Durante el primer trimestre, el Presidente discurrió sin presentar una agenda clara de gobierno, incluido un plan económico, y su autoridad comenzaba a flaquear por los evidentes problemas de gestión de un gabinete tan fragmentado como heterogéneo, su propia afición al microgerenciamiento y las permanentes dudas respecto de su autonomía que generaba la presencia de Cristina.
La pandemia parece haberle dado al Presidente una oportunidad soñada para reinventar su liderazgo, redefinir una agenda y tener por fin un foco en el que concentrar los esfuerzos. Fernández, que en su discurso de asunción y en el de apertura de sesiones ordinarias había fracasado en comunicarle claramente a la sociedad cuáles eran las prioridades de su administración, de pronto encontró en la salud pública el ancla a partir de la cual estructurar su administración. Muchos sospechan que la verdadera prioridad de su mandato era, por razones obvias, imposible de develar: solucionarle los problemas legales a quien lo había convocado para encabezar la fórmula del Frente de Todos. También los de su familia y un número relevante de los funcionarios más caracterizados de un gobierno del cual el propio Fernández había sido primero jefe de Gabinete y luego uno de sus críticos más feroces, precisamente debido a los escándalos de corrupción cuyas derivaciones judiciales ahora estaba encargado de solucionar.
También la pandemia sirve, perversamente, para esconder buena parte de esa escoria debajo de la alfombra. Pero no constituye un subterfugio a la medida de cualquier desvarío. El caso de Ricardo Jaime, que confesó en sede judicial haber recibido coimas (al respecto, sigue siendo indispensable, para no olvidar la profusa cleptocracia que imperó en la larga década K, el libro El rekaudador, de Omar Lavieri), no logró evitar la indignación pública, ante su solicitud de prisión domiciliaria. Entre los múltiples riesgos que enfrenta Fernández, incluida la peligrosa tentación de precipitar otro default producto de la inmadura tozudez de su novato ministro de Economía, está aferrarse demasiado a una inflexible narrativa de la excepcionalidad que trae consigo la pandemia. Soluciones transitorias que no se ajustan a los contextos y al devenir de las preferencias de los ciudadanos terminan transformándose en problemas tanto o más graves que los que contribuyeron a remediar. Es tal vez la principal lección que puede extraerse de la malograda experiencia de la convertibilidad.