Construyamos la Argentina del diálogo y la unidad nacional
La experiencia de los últimos años nos deja -entre muchas otras- una gran enseñanza: la grieta no es el camino. Dividir a los argentinos, exacerbar diferencias, caer en reduccionismos de blanco o negro y apostar a los antagonismos no conduce a una Argentina previsible y constructiva, sino todo lo contrario: nos empuja hacia un mayor estancamiento. Nos condena, además, a una cultura política primitiva, reñida con el diálogo y con la búsqueda de consensos esenciales.
La delicada situación que atraviesa hoy la Argentina nos impone más que nunca el desafío de encontrar puntos de acuerdo. Debemos tener la sensibilidad y el talento necesarios para leer la voluntad ciudadana con humildad y sin rigideces. Es una obligación que nos cabe a todos los que tenemos responsabilidades políticas e institucionales. Debemos mirar por encima de la grieta, tender puentes y actuar con prudencia y equilibrio. Se trata, en definitiva, de hacernos cargo. Lo contrario implicaría someter a la Argentina a más tensiones y desencuentros. Eso lleva, inexorablemente, a una zona de oscuridad e incertidumbre que genera mayor sufrimiento.
La propia ciudadanía espera de sus dirigentes serenidad y autocrítica, con una mirada de largo plazo. Quienes hemos ejercido cargos de responsabilidad en los últimos años debemos animarnos a una profunda reflexión que ponga en revisión nuestras acciones, creencias y actitudes. Acá no está en juego la suerte de un sector político, mucho menos de sus dirigentes. Está en juego la Argentina. Entre todos debemos asumir un compromiso por el país. Debemos hacerlo sin mezquindades ni especulaciones oportunistas. Para eso, tendremos que examinar nuestras experiencias y frustraciones con genuina vocación de aprendizaje.
Los triunfos y las derrotas nunca tienen explicaciones unívocas. Nuestra democracia, además, nos enseña que las de vencedores y vencidos son categorías siempre provisorias, lo que debería acentuar la humildad de todos los dirigentes. Los comportamientos electorales muestran que nadie puede arrogarse la propiedad de los votos y que todos los gobiernos y espacios políticos están sanamente sometidos a evaluación permanente. La ciudadanía no extiende cheques en blanco ni asume compromisos incondicionales. Entenderlo a tiempo es, quizás, uno de los principales aprendizajes que debemos hacer todos los dirigentes.
La unión de los argentinos es una de las mayores asignaturas que tenemos pendientes. En su búsqueda debemos aceptar algo elemental, que, sin embargo, cuesta incorporar a nuestra cultura política y quizá, también, a nuestra propia cultura ciudadana: la verdad no está de un solo lado; mucho menos la razón y la ejemplaridad. Empeñarse, entonces, en cavar trincheras y acentuar desencuentros es, sin ninguna duda, el peor de los caminos para enfrentar los inmensos y complejos desafíos que tiene el país. Por supuesto que eso no implica eliminar las diferencias ni renunciar al ardor del debate, que nutren -naturalmente- a la democracia. Pero debemos reivindicar el diálogo y defender la política como una noble herramienta para la construcción de consensos, de puentes y de entendimientos que nos conduzcan a un futuro mejor.
Cultivar la artesanía del diálogo, de los vínculos, del entendimiento con el otro, de la cercanía genuina con el ciudadano es una de nuestras obligaciones. Debemos practicar la vocación de escucha; una escucha que no debe ser "para la foto" ni limitarse a los tiempos de campaña. Tiene que ser una escucha comprometida y consecuente, para entender los problemas profundos de un país teñido de contrastes y apremiado por urgencias.
La apertura y la amplitud son valores esenciales para tejer la unidad nacional. Entre otros desafíos, esos valores obligan a combatir un virus que mucho daño ha hecho a diferentes gobiernos: el de la obsecuencia. Es un virus que infecta a la política y que lleva a muchos dirigentes a trabajar "por el jefe" en lugar de hacerlo por la gente. Defender la política implica, entre otras cosas, pelear contra el eco y la uniformidad que promueve la obsecuencia, aceptar las rebeldías y respetar los liderazgos construidos sobre trayectorias políticas y comunitarias.
La unidad nacional exige un profundo pluralismo. Exige ensamblar verdaderos equipos transversales y exige, fundamentalmente, proyectar el futuro a través de políticas de Estado, de compromisos perdurables, de acuerdos de largo plazo y de la continuidad de líneas de acción que pongan al país a salvo de los bandazos y la soberbia fundacional de cada ciclo político. Debemos concebir el Estado desde una filosofía institucional; no con una lógica de apropiación. Sobre estas cosas debemos proponer un amplio y fecundo diálogo entre la dirigencia.
Para cambiar la cultura política de la Argentina será indispensable examinar a fondo nuestros propios fracasos; los de todos. Quizás encontremos un punto de partida en el reconocimiento de que esta Argentina que nos duele y nos provoca angustia no es responsabilidad de un único sector político. Cometeríamos un grueso error si revoleáramos culpas con ligereza y apostáramos a lavar las responsabilidades propias para cargárselas al adversario, sin reconocerle -además- ningún mérito ni acierto. Esa lógica nos ha conducido hasta acá. Nos ha conducido a un país que arrastra desde hace décadas gravísimos problemas estructurales. Y que se ha desbarrancado en la grieta de los antagonismos y las confrontaciones sin explorar el arduo pero trascendental desafío de ceder en beneficio de grandes acuerdos nacionales. El país se merece que alguna vez aprendamos de nuestros propios errores. Y que seamos capaces de concebir un gran pacto por el futuro, quizás inspirado en aquel modelo histórico de la Moncloa.
Cada recambio institucional abre otra oportunidad. Ojalá entendamos que está en juego el destino no de unos o de otros, sino del conjunto de los que habitamos esta nación. Actuemos con responsabilidad y sin ventajismo. Pongamos todos el hombro. Pensemos juntos en la Argentina. Pensémosla con coraje, con generosidad y con visión de largo plazo. Pensémosla con la humildad que nos exige la ciudadanía.