¿Consagraremos la impunidad?
Todo parece indicar que, en diciembre próximo, un presidente no peronista entregará el bastón de mando habiendo terminado en tiempo y forma su mandato. Lo hará entre cánticos opositores, por cierto, y un alborozo hasta hace poco insospechado.
Una confusión entre medios y fines quizá sea parte de la explicación. En efecto, cada vez que el Presidente expresó su convicción de estar transitando por el camino correcto, tal vez debió decir que el norte al que dirigía sus pasos era el correcto, lo cual no necesariamente significa que el camino escogido lo fuera.
La inserción de la Argentina en el mundo, la defensa de los valores republicanos, el combate a las mafias, la modernización del Estado, la provisión de infraestructura... Presumo que buen número de los votantes que le dieron la espalda el 11 de agosto comparte con el Presidente estos anhelos que, en definitiva, hacen a la existencia de un país normal, con voluntad de progreso, confianza en sus instituciones y condiciones mínimas de concordia ciudadana.
Sin embargo, el Gobierno se encerró en sí mismo y se empeñó en imponer su voluntad a una realidad que creyó maleable, pero que siempre limita nuestra creatividad, e inexorablemente se venga cuando se la desestima. Paradójicamente, esa fue la actitud (mezcla de arrogancia, desprecio por los hechos e imprevisión) que caracterizó al gobierno anterior provocando la derrota del binomio Scioli/Zannini.
Se eligieron mal las metáforas. No solo se confundió el norte con el camino. Además, se interpretó que retroceder era lo mismo que desistir de seguir caminando. La experiencia enseña, en cambio, que es una acción responsable y prudente cuando la ruta está plagada de obstáculos y la búsqueda de una alternativa se vuelve necesaria precisamente porque queremos llegar a destino.
¿Es tarde para lamentarse? Lo más probable es que sí. Los errores cubrieron de polvo los aciertos y se votó en consecuencia. ¿Adónde nos dirigimos? Es el interrogante que a muchos nos angustia a estas horas. Imaginemos que, desbancando a los sectores más radicalizados de su frente electoral, Fernández se convierta en un gran estadista y que, refractario al populismo de ayer y sin soja a 600 dólares para solventarlo, lograra estabilizar la moneda, renegociar la deuda, inyectar confianza en los inversores, disminuir la pobreza y reducir el déficit fiscal. Más aún, supongamos que encontrara aire para encarar las reformas estructurales que la Argentina necesita. El país levantaría vuelo y hasta veríamos cumplidas las previsiones de quienes creen que solo un gobierno peronista tiene margen para protagonizar transformaciones de envergadura, conteniendo a los sindicatos y a la tropa propia.
¿Seríamos un país mejor? Desde el punto de vista económico, sin duda lo seríamos. Nuestras deudas sociales comenzarían paulatinamente a saldarse y algunas de nuestras crispaciones se atenuarían. ¿Seríamos más dignos? No lo creo, en la medida en que el precio a pagar por todo ello termine siendo la impunidad. ¿Resulta acaso imaginable un escenario en el cual, con Fernández electo, prosperen las causas contra la expresidenta y otros exfuncionarios y empresarios procesados por diversos delitos contra la administración pública?
Fernández prometió hace poco que no perseguirá judicialmente a Macri. "No voy a hacer lo que ellos hicieron" -afirmó-. "La política se hace debatiendo en las calles, no en los tribunales". Nadie podría estar en desacuerdo con esta declaración. Pero, ¿cómo debemos interpretarla en pleno contexto preelectoral? ¿Quiere decir que para Fernández procesar o incluso condenar a alguien por cohecho agravado, enriquecimiento ilícito, lavado de activos, encubrimiento, etcétera, es un acto de carácter político? ¿Qué otro sentido, figurado o no, deberíamos asignar a sus palabras?
En cuanto a nuestros jueces federales, ¿podremos esperar de ellos otra cosa que no sea acomodarse a los nuevos tiempos? ¿O los veremos resistir con integridad a los embates que sufrirán si perseveran en sus fallos? ¿Estamos dispuestos a resignar nuestra dignidad al consentir sin más la corrupción, o a aceptarla con naturalidad como un virus que se replica, pero del que no hemos sabido inmunizarnos? ¿Cómo honraremos a nuestros muertos, esos testigos silenciosos de nuestras acciones, si permitimos que un manto de olvido se eche sobre delitos que explican muchas de nuestras privaciones? ¿Qué mentiras contaremos a nuestros nietos para justificarnos?
Como la esperanza es lo último que se pierde y "ocupa los sitios -en la bella expresión de Kovadloff- donde nada, en apariencia, la invita a florecer", tendremos que depositarla en la propia sociedad para que, superado el enojo que expresó en las urnas, se deje llevar por razones más elevadas y no decline sus exigencias de justicia. Para ello, ante un resultado que prácticamente se descuenta, es importante evitar que el frente ganador alcance quorum propio en el Senado, con vistas especialmente a la futura composición del Consejo de la Magistratura y al nombramiento o remoción de futuros jueces. Procuremos, sobre todo, que la aclamación no ocupe el lugar del debate democrático y el consenso generado entre mayorías y minorías. Como escribió Rousseau, cuando hay aclamación, "no se delibera más, se adora o se maldice". Nuestros jueces, por su parte, tan celosos de sus prácticas corporativas y sus privilegios fiscales, tendrán entonces la oportunidad de redimirse y demostrar por qué y para qué la salud de la República y del buen gobierno republicano requiere de su independencia.
Profesor en Teoría Política