Alfonsín, de la obsesión por el consenso a la grieta de hoy
Una extraña devoción por el sistema decimal, sobre la que ironizaba Borges, hace que el cumplimiento de una década nos obligue a evocar acontecimientos o personas. Esa propensión hizo que en estos días, al conmemorarse ayer los diez años de su fallecimiento, la memoria colectiva rescatara la figura de Raúl Alfonsín .
El recuerdo de Alfonsín induce, como si se tratara de un movimiento reflejo, a evaluar el estado de la democracia. La asociación entre ese líder y este régimen pertenece al sentido común de la sociedad argentina. Y tuvo su manifestación más turbulenta y dolorosa en la gran crisis de 2001. Entre los destinos simbólicos que eligieron las protestas callejeras uno fue, en la avenida Santa Fe, la casa de Alfonsín. En las noches más angustiantes de aquel colapso, una multitud llevó su queja a ese domicilio. Eran vecinos que, enfurecidos por el miedo, iban a pedirle cuentas al fundador del experimento que, en esas horas, parecía fracasar. Alfonsín respondió con la misma indignación por lo que consideraba un reclamo injusto. Eran escenas extrañísimas. Porque el agravio enmascaraba, incomprensible, un homenaje. Fue la forma más ingrata e infantil, pero también inapelable, de reconocerle a Alfonsín la paternidad de la democracia.
Esa distinción se asentaba en una verdad histórica. Alfonsín encarna la clausura de un ciclo de inestabilidad que se había abierto en 1930. Y la inauguración de otro que se promete, y se desea, eterno. Fue una divisoria de aguas en la existencia nacional. Pero también regional. El ensayo vacilante que encabezaba él en la Argentina fue la vanguardia de una transición que siguió después en Uruguay, Brasil, Paraguay y Chile. Aquel gobierno que se inició en 1983 fue un adelantado de la democratización sudamericana. Y esa democratización trajo, por añadidura, la pacificación.
Estas operaciones, que le asignan a Alfonsín un lugar eminente en la historia, demandaban una pedagogía. En él esta necesidad era consciente y obsesiva. Sabía que la saga que presidía estaba destinada a fracasar si no se asentaba en un conjunto de valores que cancelaran una inercia autoritaria. Cada época examina el pasado tras la lente de sus propias preocupaciones. Desde el mirador de este 2019 aquellos valores adquieren un significado interpelante.
Alfonsín tenía una obsesión por el consenso. Creía, con razón, que existe una incompatibilidad intrínseca entre democracia y polarización extrema. Dicho de otro modo: la democracia es inviable sin una base mínima de inclusión, de política y socioeconómica. Esa visión, en Alfonsín era una opción conceptual. Pero también expresaba una necesidad práctica. La república que a él le tocó gobernar, amenazada desde los cuarteles, hubiera naufragado sin un acuerdo con el rival electoral.
Las creencias y las urgencias de Alfonsín contrastan con las modalidades que ha adquirido la política a escala internacional. Él, como todo heredero de la Ilustración, pensaba que la vida pública debía organizarse alrededor de un debate racional que exige a cada actor abrirse a la posibilidad de que la visión de su interlocutor pudiera enriquecer la propia manera de pensar. Para una concepción como esta, no hay política sin negociación. Antonio Cafiero homenajeó, en aquel funeral lluvioso de hace diez años, el perfil de un presidente que intentó superar las antinomias absolutas: "Yo tuve dos maestros. Uno fue Juan Perón y el otro Raúl Alfonsín".
El interés de Alfonsín por encontrar coincidencias tenía una explicación muy concreta. Él debía resolver un enigma persistente de la etapa que había inaugurado: cómo gobernar con el peronismo enfrente. El intento de desatar este nudo lo ponía en la senda de quien había sido, primero, su mentor, y más tarde, su rival. El Ricardo Balbín del abrazo con Perón. Alfonsín intentó poner en un pentagrama lo que Balbín había tarareado. Imaginó un sistema de gobierno semiparlamentario que facilitara coincidencias esenciales forzando la designación de un primer ministro. Esta pretensión terminó de justificarse para él después de la derrota electoral de 1987. La figura actual del jefe de Gabinete es una versión atenuada de aquel dispositivo que Alfonsín había imaginado en los años 80.
No hay democracia sin racionalidad. No hay democracia sin negociación. Por lo tanto, no hay democracia sin argumentación. Sobre el trasfondo de esta secuencia lógica se entiende mejor el valor que Alfonsín le asignaba a la retórica. Confiaba en el potencial de la oratoria. Enamoraba con palabras. Creía que, como insiste Fernando Henrique Cardoso, "gobernar es explicar".
La necesidad de la negociación y, al mismo tiempo, el imperativo de fundar la acción en un principio racional y ético sometieron a Alfonsín a una tensión, por momentos, mortificante. Estaba necesitado del acuerdo y se sentía obligado a la coherencia. Debía lograr que la gobernabilidad pasara un examen de conciencia.
El paso de los años está demostrando que Alfonsín superó ese test al que se sometía. El éxito se identifica allí donde su actuación fue más controvertida. Las leyes de obediencia debida y punto final, y el Pacto de Olivos. En ambos casos, él se sintió compelido a rescatar la experiencia democrática de dos desafíos. Uno procedía desde fuera del juego político. Era el acoso militar por el juzgamiento de los crímenes de la dictadura, que se intentó resolver con aquellas dos leyes, posteriores al levantamiento de Semana Santa. El otro nació desde dentro de la competencia civil, y consistió en el intento de Carlos Menem por conseguir la reelección a través a través de un plebiscito.
Alfonsín promovió aquellas dos leyes restrictivas de la condena a criminales, que hoy se identificarían con la denominada "justicia transicional", a riesgo de desdibujar su perfil heroico. Era el presidente del inédito juicio a las juntas militares. Sin embargo, Alfonsín no se desviaba de su propia trayectoria. Esas dos normas cifraban una propuesta que él había formulado durante la campaña de 1983 y, con mayor precisión, en un discurso pronunciado el 24 de marzo de 1987 en Las Armas.
El Pacto de Olivos con Carlos Menem, que abrió el proceso de reforma de la Constitución, exhibe la misma combinación de coherencia y pragmatismo. Alfonsín acordó con Menem para evitar que la modificación de la Carta Magna fuera aprobada en solitario por el oficialismo peronista, con un método contrario a la propia Carta Magna. La democracia hubiera estado, de nuevo, ante el abismo.
La estructura de aquella reforma de 1994, que en esencia consistía en cambiar más tiempo, la reelección, por menos poder, había sido anticipada en el proyecto del Consejo para la Consolidación de la Democracia de 1985. Tres años más tarde, Alfonsín impulsó la misma propuesta, que suscribió con Menem, Cafiero y Eduardo Angeloz. El texto inicialado por los cuatro se conserva en el archivo de Ricardo Gil Lavedra .
Según cuentan colaboradores íntimos, cada vez que una transacción lo colocaba en una encrucijada ética, Alfonsín se regía por un criterio histórico: "Tenemos que decidir pensando en cómo seremos evaluados dentro de 30 años". El ejercicio le está resultando favorable. El transcurso del tiempo y las nuevas dificultades que enfrenta la democracia han enriquecido la imagen de Alfonsín. Su memoria está adornada, en un país estragado por la corrupción, por la virtud de la decencia. Su figura deja abierta la esperanza de construir una república pluralista, en la que cada facción no se constituya sobre el desconocimiento de la legitimidad de la otra.
Desde los desafíos e imperfecciones del presente, valdría la pena invertir la prueba. Conjeturar cómo Alfonsín mira este presente. Cómo examina la democracia cuya construcción colectiva lideró. Imaginar, y sentir qué efecto produciría en estos días, su voz recitando el Preámbulo de la Constitución. Determinar qué lugar encontraría en esta sociedad partida en dos.