Acuerdo Unión Europea-Mercosur, una tercera oportunidad histórica
La posibilidad de superar el estancamiento que nuestra economía arrastra desde hace décadas se presenta nuevamente; que la ignorancia y la falta de visión no vuelvan a malograrla
Las oportunidades para resolver grandes nudos históricos como el de nuestro desarrollo económico, trastornado desde hace ocho décadas, ocurren solo esporádicamente. El acuerdo UE-Mercosur constituye la tercera posibilidad para superar el sino paradojal de economía semicerrada que nos legó el siglo XX. Recorramos las instancias anteriores. La Argentina fue un país cuyo destino se jugó en su capacidad de atraer contingentes inmigratorios destinados a lubricar la producción de alimentos para la Europa industrial. Fuimos el producto de la última ola excedente procedente de las industrializaciones tardías del sur del Viejo Mundo. La procedente de nuestro desarrollo agropecuario entre las últimas décadas del siglo XIX y la crisis de 1930 fue impresionante. Los inmigrantes arribaron masivamente debido a los salarios diferenciales respecto de sus países de origen. A la larga, un escollo para nuestro desarrollo industrial.
Aun así, se generaron espacios para un desarrollo manufacturero vigoroso a partir de las materias primas que exportábamos en gran escala. Pero nuestro ingreso tardío en el mercado mundial lo tornó decepcionante para una clase dirigente que aspiraba a coronar la expansión primaria mediante otra industrial según los parámetros del mundo desarrollado de la época. No obstante, su ritmo prosiguió acelerándose durante la Gran Guerra y los años 20, debido a la prosperidad de nuestras clases altas y medias, que demandaban productos muy sofisticados equivalentes a los de la ya entonces potencia dominante: EE.UU.
Estos hallaron en la Argentina un destino dilecto para sus inversiones manufactureras de bienes electrónicos, farmacéuticos y de automotores por la densidad de nuestro mercado pese a su estrechez cuantitativa. Pero a diferencia de Europa no podíamos financiarlas mediante nuestras ventas por la sencilla razón de que ellos también las producían. La contradicción pasó desapercibida mientras el multilateralismo comercial siguió vigente. Pero la Gran Depresión de 1929 desnudó sus rigores añadiéndoles otros como el bilateralismo con Gran Bretaña sancionado por el Tratado Roca-Runciman de 1932. La vieja Europa industrial, que había hecho posible a la Argentina como Estado nacional, nos cerró las puertas. Sin exportaciones no era posible importar; al menos en las cantidades precedentes. Y como todo el mundo de la época, no nos quedó otra opción que el cierre semiautárquico.
La coyuntura supuso un impulso reforzado para nuestro desarrollo industrial; la intensidad de trabajo y la provisión de materias primas locales abundantes fueron útiles para atenuar el desempleo y activaron las economías regionales. Ello explica el protagonismo del rubro textil -producíamos lana desde mediados del siglo XIX y algodón en el Chaco y Formosa desde la primera posguerra- y de la construcción -el portland de Olavarría- para la realización de las grandes obras públicas de aquel tiempo, como la red caminera o la infraestructura de la capital para contener al parque automotor, acrecido durante la década anterior. El estímulo procedió de los tipos de cambio diferenciales estipulados por el Estado a los importadores según las compras de bienes argentinos por sus países de origen. Se trató de una industrialización de curso diferente al anterior a la crisis; pero que resulto útil para reconvertir a los quebrados agricultores de la pampa húmeda en obreros industriales.
Muy pocos advirtieron los peligros de este desarrollo espontáneo y socialmente virtuoso: un mercado interno denso, pero cuantitativamente limitado y desprovisto de materias primas cruciales como hierro y carbón, que debían importarse a costa de nuestras debilitadas exportaciones primarias. Fue el ministro de los presidentes Justo y Ortiz, Federico Pinedo, quien planteó en 1940 una solución posible a este problema estructural cuya irresolución podía depararnos problemas de difícil resolución política y social: un tratado de libre comercio con Brasil avalado por EE.UU. Se procuró así hallar un desemboque sustituto de Europa para nuestras exportaciones primarias y para industrias no competitivas respecto de aquellas que nuestro vecino empezaba a esbozar merced a los insumos de los que carecíamos. Luego de un plazo prudencial el acuerdo debía corroborarse con un arancel cero para exportaciones e importaciones.
El tratado fracasó junto con un plan orientado a conferirle viabilidad macroeconómica al país para cuando llegara la posguerra. A la debilidad de un oficialismo conservador en descomposición y de una oposición radical sistemática se le sumó la desconfianza militar en nuestra asociación con un limítrofe que encarnaba una de las hipótesis de conflicto internacional. Según su perspectiva estratégica, había que replicar a ese riesgo desarrollando una industria pesada para la producción de armamentos. Lo que siguió fue lo que el equipo de Pinedo temía. La industria prosiguió su curso ingenuo y protegido por el Estado, tornándose cada vez más dependiente de los recursos de un agro estancado.
A eso se sumaron las demandas redistributivas de las clases trabajadoras inauguradas por el peronismo. Perón apostó demasiado a la preservación de las condiciones internacionales de renovada, pero breve excepción para nuestras exportaciones en la posguerra. Supuso un inminente conflicto entre EE.UU. y la URSS, que no ocurrió. Todas las contradicciones de nuestro desarrollo industrial se agravaron durante las cuatro décadas siguientes, generando una economía semicerrada de ciclos de crecimiento breves y espasmódicos seguidos por crisis brutales. Ambos impulsados por una puja distributiva que se retroalimentó con la crisis de legitimidad política de los 60, la violencia de los 70 y la pobreza endémica desde los 80. El correlato más gravoso de nuestra versión local del proteccionismo fue su enorme costo fiscal financiado mediante inflación o deuda (o ambos) cuando los recursos públicos genuinos se agotaron.
Una segunda oportunidad procedió en los 80 del Mercosur. Una remake, con las obvias salvedades históricas del tratado propuesto por Pinedo en los 40. Durante los 90, la alianza nos permitió ampliar nuestro mercado asociándonos con un vecino ya transformado en potencia industrial. Pero el Mercosur reprodujo el cierre de sus dos economías cardinales frustrándose como plataforma para conquistar nuevos mercados internacionales. No obstante, desde mediados de los 90 Menem le encomendó a un sector especializado de nuestro servicio exterior tratativas silenciosas como para asociar el Mercosur con la Unión Europea. Las gestiones atravesaron a todos los gobiernos siguientes, interrumpiéndose durante el segundo de la presidenta Kirchner. Macri les volvió a dar impulso llevándolas a buen puerto en junio de este año.
El acuerdo requerirá de una agenda exigente para lo que contaremos con el generoso plazo de casi dos décadas hasta arribar al arancel cero. Sus resultados pueden ser múltiples según la calidad de las negociaciones y de los acuerdos; y del compromiso en sus beneficios de la mayor cantidad de actores posibles. La perspectiva de retornar a un mercado de 500 millones de consumidores de alto poder adquisitivo constituye la oportunidad de desarrollo y crecimiento sostenidos que dé una vuelta de página a un aislacionismo de un siglo. Ojalá que la ignorancia y la miopía no vuelvan a malograrla.
Miembro del Club Político Argentino