Solo cuando acabe la cuarentena recuperaré mi privacidad
La pantalla de computadora donde se trabaja, confabulada con el celular, puede quitarnos la posibilidad de estar solos en nuestra propia casa
Me gusta irme de casa porque eso supone la oportunidad de regresar. Incluso en los viajes largos que emprendí de joven, el hecho de volver, la vuelta en sí misma, era para mí una parte fundamental de la experiencia. Después de algunos meses de estar a merced de lo que proponía el camino, cambiando con frecuencia de techo y de gentes, el retorno a lo conocido establecía una suerte de equilibrio entre el afuera y el adentro, entre el riesgo y la seguridad, entre lo ilimitado y mis propios confines. No hay duda de que necesitaba ambos polos, pero alguna vez llegué a pensar que viajaba solo para poder volver a casa. En otra escala, lo mismo me sucede cuando, en tiempos normales, regreso a mi hogar después del día de trabajo. Me gusta estar en casa, en suma. Soy de esos que pueden pasarse el fin de semana entero adentro sin ninguna necesidad ni voluntad de salir.
¿Qué hay en casa que no hay afuera? En primer lugar, está la gente que quiero. No hay pose ni careta que sobre ellos tenga algún efecto y eso es liberador. Están también mi sillón, mis libros, mi música, mi suéter más viejo y cómodo, mi mate y hasta las ojotas del verano aquel que me gusta usar incluso en invierno. Esas cosas conforman mis hábitos, pero hay algo más. Mi casa me ofrece la posibilidad de entablar una relación directa, mano a mano, sin intermediarios, con el tiempo. En casa, lejos de exigencias y demandas externas, paso a ser propietario del tiempo, al menos del que me toca, y eso me permite acompasar mi ritmo al suyo. Cuando eso sucede, me visita una módica sensación de plenitud. La evidencia de que estoy vivo y mi vida es mía. Esta recompensa puede llegar de muchas maneras: en una conversación sin pretensiones ni prisas, en el vuelo de los pájaros que cruzan el atardecer, en una buena serie que me atrapa o en un libro que no he de soltar hasta llegar a la última página.
Este tipo de intimidad es para mí un refugio sagrado. Por eso pensé que la pandemia que hoy mantiene al mundo en la incertidumbre ofrecía, al menos en este aspecto, una oportunidad. Con la vida pública detenida y las calles vacías, con la gente obligada a permanecer en sus casas, muchos podrían aprovechar el tiempo vacante para disfrutar o redescubrir las bondades de la introspección y el cultivo de los afectos privados. En los medios aparecieron decenas de columnas invitando a tal cosa y hasta creo que yo contribuí con una. En mi caso, me dispuse a sacar de este modo algún rédito del coronavirus. Tenía que seguir trabajando, por supuesto. Pero por fortuna mi trabajo comprende en buena medida una serie de actividades que están entre las que más me gustan: escribir, leer, editar, enseñar. Sin embargo, confieso que nada viene saliendo según lo esperado. Si se me permite exagerar apenas un poco, diría que estoy esperando que termine la cuarentena, entre otras cosas, para recuperar mi intimidad.
La bendición de tener mucho trabajo tuvo un efecto previsible: me ha tocado hacer el aislamiento obligatorio en la pantalla de una computadora. Y esta pantalla, confabulada con la del celular, puso mi intimidad en suspenso. Me ha quitado el tiempo de estar solo en mi propia casa y ha metido al mundo entero dentro de ella. Por allí me llega el trabajo y por allí lo devuelvo hecho, pero también, a lo largo del día, por allí entran los mensajes de los compañeros de labor, los comentarios de los grupos de amigos, las noticias de hermanos y sobrinos, el bombardeo de videos y memes sobre el virus, las breaking news de los grandes medios, las recomendaciones de espectáculos online y de clases de yoga a distancia, el aviso de un cumpleaños por Zoom al que no se debe faltar y la última gracia del caniche de la vecina. Atrapado en las demandas de la Red, en la que todos comparten todo con todos, ya no hay donde escapar. Y el tiempo de la máquina, inhumano, bestial, impersonal, acaba con el propio con la eficacia de un tsunami que barre un pequeño y humilde poblado costero.
Aun en tiempos de cuarentena, la intimidad parece solo una aspiración inalcanzable. La necesidad de conjurar los temores que produce la pandemia ha hecho que buena parte de la población mundial no se despegue de sus celulares en todo el día y descargue sin descanso sus pulgares sobre el teclado. La avalancha mediática llega por estos días al paroxismo. Ya no es posible estar solo. No hay privacidad. La tecnología de las comunicaciones, que tanto hace por acercarnos a los afectos que están lejos, ha terminado por matarla. Rodeados como estamos de pantallas y celulares, la intimidad en su sentido esencial ya no forma parte de nuestra cultura. No tiene cabida en ella. A lo sumo, los nostálgicos podemos salir a conquistarla en una lucha desigual contra el entorno.
Como se ve por estos días, la Web vende su propia idea de intimidad. Es aquella que está hecha, paradójicamente, para ser exhibida. Y no podía ser de otro modo: para la vida online, todo lo que no pueda ser mostrado en una pantalla -lo anónimo- no existe. Se agradecen los videos de músicos como Bill Frisell o Joe Lovano tocando en pantuflas en el living de su casa (aquí el lector puede poner a quien guste), pero algo muy distinto es la intimidad prefabricada de muchas celebridades que venden desde su habitación una naturalidad simulada mientras ofrecen consejos para no aburrirse durante la cuarentena. Para la Web, la privacidad solo existe como producto mediático. Vamos perdiendo la capacidad -y el sentido- de estar a solas con la propia intimidad.
El mundo se había vuelto un lugar extraño e incierto mucho antes de que la pandemia lo confirmara. Globalización y tecnologías de la comunicación mediante, la vida se ha convertido en una carrera desbocada sin otro fin ni objetivo que maximizar la producción de bienes y servicios para alentar la rueda de un consumo que, en lugar de satisfacer los deseos, los multiplica. No somos sujetos de esa carrera que parece emancipada de la voluntad humana. En esa dinámica, cada vez más, la fuerza ciega de la máquina nos lleva de las narices.
Con un afuera cada vez más amenazante y ajeno, el refugio de intimidad que podría reportarnos la vida privada y familiar se torna indispensable. ¿Adónde si no conseguir la calma para salir del torbellino y encontrar sentido, algo que ya no proveen como antes ni la cultura ni la religión? Ahora ese refugio último corre peligro. La pandemia, en lugar de devolvernos a la intimidad, puso en evidencia otra amenaza: la migración final de la vida a las pantallas. En estos días en que el planeta se ha detenido, la mudanza forzada de muchas actividades del mundo físico y presencial al espacio de la Web, entre ellas el trabajo y la enseñanza, alientan hipótesis inquietantes. ¿Acaso el mundo virtual va a terminar liquidando la realidad?
Hasta cierto punto ya lo ha hecho. Pero, en su voracidad, va por más. Las limitaciones al mundo físico que impone la pandemia es el campo de pruebas perfecto para su expansión. "Lo que no sea virtual puede dejar de existir", dijo un experto en tecnología a este diario, consultado por los cambios que provocará el Covid-19. Espero que ese día no llegue nunca. No me gustaría vivir en un mundo liso, sin texturas ni matices, estandarizado, que tiende a homogeneizarlo todo. La realidad virtual es un sucedáneo de la experiencia real, que nace de nuestro roce directo con la aspereza del mundo. ¿A cuántas cosas habremos renunciado sin darnos cuenta el día en que todo lo que no sea virtual deje de existir? A la intimidad, seguro. Más que mis libros, el viejo suéter o las charlas con mi gente, más que el calor de la vida doméstica, la intimidad es para mí una cierta posibilidad de relación con el tiempo que queda cancelada por la mediatización de la vida que impone el consumo tecnológico.