Claves para enfrentar la pobreza
Uno de los fenómenos más tristes que se han dado en nuestro país en los últimos 20 años es nuestra inhabilidad para reducir los niveles de pobreza, hoy similares o peores que los de hace dos décadas. Es triste y sorprendente al mismo tiempo, porque durante esos años ha habido una disminución de la pobreza tanto en el mundo como en nuestra región. En las últimas dos décadas, en Chile bajó a un tercio, y en Brasil cayó a la mitad. El segundo caso sí es realmente inédito, porque la economía brasileña durante estas dos décadas creció mucho menos que la argentina.
Aunque se trata de un tema muy complejo, me concentro en tan sólo tres aspectos que son un comienzo para abordar la problemática. Esos tres temas son la progresividad del gasto (si el gasto público va a los ricos o a los pobres), los incentivos de los programas sociales (si generan o no incentivos para salir de la pobreza) y el rol trascendental de la educación pública.
En términos de progresividad del gasto, el gobierno de Cristina ciertamente ha significado un retroceso. Aumentó los impuestos más regresivos, como la inflación y los impuestos al trabajo, y derivó los recursos públicos, primordialmente, a financiar subsidios a las clases medias y altas del área metropolitana o a una burocracia estatal (incluyendo empresas públicas) creciente. Éste no había sido el patrón con Néstor Kirchner, quien había aumentado fuertemente las retenciones, el impuesto a las ganancias a las empresas y la recaudación del impuesto a las transferencias bancarias, todo lo cual tenía un sesgo mucho más progresista. Pero, claro, si les cobramos a los que menos tienen y les damos a los que están más o menos acomodados, será difícil hacer muchos avances en la lucha contra la pobreza.
En términos de incentivos, la política social deber cuidar dos cosas: generar los incentivos para salir de la situación de pobreza sin promover una estructura clientelar que oriente el gasto para otros fines. El gobierno de Cristina ha combinado lo mejor y lo peor de la política social. Por un lado, ha tenido un acierto importante al implementar la Asignación Universal por Hijo (AUH), ya que es un programa potente y universal con bajos niveles de clientelismo y reglas claras que ha ayudado a subir los niveles de escolaridad (el cobro se condiciona a la permanencia de los hijos en la escuela). Por el contrario, el mismo gobierno ha desarrollado el programa Argentina Trabaja, que el año pasado tuvo un presupuesto de unos 5000 millones de pesos y que sirve primordialmente para mantener una estructura clientelar de militantes políticos que hoy suma unas 190.000 personas. Esta estructura puede mejorarse. Trabajos de economistas de la Universidad Nacional de La Plata indican que la AUH ha reducido sensiblemente el grado de formalización en el grupo beneficiado (recordemos que la AUH se pierde si se consigue empleo). En los Estados Unidos, Bill Clinton hizo un cambio radical en la política social: los programas de ayuda, generalmente de cinco años, sólo podían mantenerse durante los últimos tres años si el beneficiario conseguía trabajo. Es decir, en otros países, los beneficios se mantienen sólo si se consigue trabajo; aquí los beneficios se mantienen sólo si no se consigue un trabajo. Más aún, como la política social tiene programas buenos y no tan buenos, también hay margen para transferir recursos de los programas clientelares a los universales mejorando aun más la calidad de la política social. Transformar el Argentina Trabaja en un Argentina Trabaja en Serio y en Blanco, usando los recursos para subsidiar a quienes consigan un trabajo formal, redundaría en una mejora en la efectividad de las políticas.
Pero el elemento más transformador de una sociedad en su lucha contra la pobreza es la mejora de los niveles educativos de toda la población. Y es en esta dimensión donde reside la diferencia más evidente con Brasil y Chile. Brasil es el que ha mostrado las mejoras más importantes en sus niveles educativos en los últimos años. Para ello, ha implementado un sistema de evaluación educativa con un objetivo sencillo: llegar en su bicentenario a los niveles educativos de los países desarrollados. Las evaluaciones tienen para ello una utilidad concreta: a las escuelas que andan mejor que el resto se les da más libertad de acción. A las que andan peor que el resto se les dan más recursos. En la Argentina, en cambio, se pasó de gastar el 2% del PBI en educación, durante los años 80, a gastar un 4% en los 90 y un 6% en los 2000. Pero este extraordinario aumento de los recursos no se ha visto acompañado por una mejora en la calidad educativa. De hecho, por primera vez en nuestra historia, y después de triplicar la participación del gasto en el PBI, en los 2000 ha caído la matrícula en las escuelas públicas.
A nivel nacional, hoy sólo el 50% de los chicos en edad de terminar el secundario lo terminan, y de ellos sólo el 50% comprende textos. En otras palabras, sólo uno de cada cuatro de nuestros hijos está preparado para acceder al mercado laboral. Y en la ciudad de Buenos Aires, que tiene mejores indicadores que el resto del país, un examen de lógica matemática a chicos que terminan el secundario dio un 78% de aplazados, mientras que un test de pedagogía tomado a los docentes en la misma temática reporta un 66% de resultados insatisfactorios. El diagnóstico es sencillo: chicos que no terminan, chicos que terminan y no saben, y un sistema que ha dejado solos y sin capacitación a los maestros.
Mejorar el gasto o mejorar los incentivos de los programas sociales contribuye a paliar los problemas de pobreza. Pero si se los quiere resolver, la única manera es mejorar los niveles de educación de la población. La Argentina supo hacerlo a fines del siglo XIX y lo está haciendo Brasil hoy. El tema es central porque en el estancamiento de la calidad educativa reside la clave del estancamiento en nuestros niveles de pobreza.
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