Clarice Lispector, una obra y un misterio que crecen con el tiempo
La publicación de los Cuentos completos de la gran escritora brasileña confirma su sensibilidad para capturar emociones que nacen de la cotidianidad
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Habrá que tener fe, una vez más, en el poder autónomo de la literatura. ¿Cómo explicar, de otro modo, un fenómeno como el de Clarice Lispector? No solo produjo una obra impar en un contexto que en muchos aspectos actuaba en su contra sino que además –muy en particular– logró una circulación masiva y un reconocimiento inmenso posando su mirada en la silenciosa cotidianidad de la vida de las mujeres, y en una época, los años 60, de plena explosión feminista, en la que estaban subvirtiéndose –aunque luego recuperarían su vigor– la mayor parte de los valores tradicionales.
Cuando se piensa en Lispector suele acudirse a la idea de misterio. Ciertamente, algunos eslabones de su vida alcanzan para justificarlo, y ella misma supo alimentar ese vacío a partir de su naturaleza esquiva y su renuencia a conceder entrevistas. Pero en buena medida se trata de una reducción, o más bien un error de perspectiva: el misterio fundamental de Lispector reside no en su vida, sino en el brote milagroso de su obra, tan única que crea la ilusión de ser una isla y que hasta vuelve absurdo el ejercicio de imitarla. La escritura de Lispector, su estilo –esa palabra tan peligrosa, tan equívocamente manipulada–, parece surgido de una combinación de elementos que exceden el marco del lenguaje y alumbra fórmulas imposibles e insospechadas capas de sentido. Ese misterio –y un atributo resulta en verdad inseparable de otro– se replica en la construcción de sus personajes, o más precisamente en la profundidad y espesura de su mirada: se trata solo de observar, pareciera decirnos, de mirar con lupa y rascar la superficie, para que la materia narrativa surja inevitable; para que esas vidas en apariencia monótonas revelen, debajo de la piel, su excepcionalidad.
La publicación de los Cuentos Completos de Clarice Lispector, reunidos por vez primera en español para Latinoamérica por el Fondo de Cultura Económica –con una nueva traducción íntegra de la mexicana Paula Abramo–, ofrece en el conjunto algunas certezas más respecto de su obra, pero sobre todo termina por agigantar su misterio. Lispector, autora de novelas insoslayables como La pasión según G. H. y La manzana en la oscuridad, escenifica de manera abrumadora, colosal –junto a su amigo João Guimarães Rosa y el recientemente fallecido Rubem Fonseca, figuras centrales de la literatura brasileña del siglo XX–, también en sus cuentos, casi todas las grandes verdades poéticas de la literatura: no solo nos recuerda que la pelea de fondo siempre se establece en el terreno del lenguaje y de los procedimientos formales (“las grandes ideas son inútiles”, disparó alguna vez con impunidad Vladimir Nabokov), no solo demuestra el carácter único de cada individuo en la acumulación y articulación de todos sus detalles; al mismo tiempo, lleva al extremo la relevancia indiscutible del punto de vista, es decir, la idea de que una historia no se compone apenas de rasgos objetivos u objetivizables, sino también de los subjetivos, y que desde luego estos últimos son por lejos los más relevantes.En sus ficciones, por cierto, a veces da la sensación de que casi no hay otra cosa; eso que desde una perspectiva clásica suele denominarse trama es en ella a veces un frágil esqueleto, unas pocas estacas que funcionan como postas, mientras nos perdemos en la montaña rusa de los pensamientos y sentimientos –al fin y al cabo indivisibles– de sus protagonistas.
A propósito de esto, Lispector es de modo incuestionable una escritora moderna: es desde el predominio extremo de la subjetividad que se comprende el parentesco que los teóricos suelen sentirse tentados a establecer con Virginia Woolf y con James Joyce, aunque cada uno trabaje con herramientas bien disímiles. La conexión proviene también de una solo aparente deriva o falta de estructura de la narración, que en los tres casos es falsa y a la vez constituye –en lo visible– parte de su intrínseca singularidad.
Con todo, una anécdota de su infancia en la ciudad de Recife ilustra temprana e inequívocamente el efecto perturbador de su lectura, así como la intuición –o inevitabilidad– de un estilo. El mito dice que, ante la convocatoria abierta de un diario para recibir relatos escritos por niños, los suyos eran sistemáticamente rechazados. “No hay historia”, se excusaban. “Solo cuenta sensaciones”.
Producto de su inefable coquetería y su legendaria belleza –y de alguna que otra semilla ambigua que plantó la misma escritora–, hasta hace no mucho se dudaba de la fecha real de nacimiento de Clarice Lispector, allá en la remota Ucrania. A estas alturas todo parece indicar, sin embargo, que efectivamente nació como Chaya –o Haia– Pinjasovna Lispector el 10 de diciembre de 1920, en la ciudad de Chechelnik; su familia, de origen judío, huía de los pogromos que se sucedían en la Rusia ahora soviética, y de camino a Moldavia se habían detenido en Ucrania solo por necesidad, para que su madre, Maia, diera a luz. En torno a ella, que había sido violada y había contraído sífilis, se cierne uno de los tantos mitos sobre Lispector: al parecer, el embarazo de Clarice fue buscado conscientemente, como una supuesta cura para la enfermedad de su madre. Desde luego que el antídoto no funcionó: la larga decadencia de Maia culminó de manera inevitable y terrible cuando Lispector tenía diez años. La culpa jamás la abandonaría.
En el prefacio a estos Cuentos Completos, el crítico norteamericano Benjamin Moser –verdadero motor del proyecto, que en forma inverosímil fue publicado en inglés antes incluso que en portugués– propone aquel origen dramático como la piedra angular desde la que habría que juzgar la entera labor de Lispector, y desde luego el modo en que vida y obra se entreveran: la perspectiva de, en última instancia, una refugiada. Acaso podremos extender ese tamiz señalado por Moser –autor de una extensa biografía sobre Lispector, Por qué este mundo, y reciente ganador del Pulitzer con una biografía sobre Susan Sontag– a la figura posterior de expatriada. La escritora fue, en efecto, una suerte de extranjera perpetua en los diversos destinos a los que la arrastró, durante más de quince años, su matrimonio con el diplomático Maury Gurgel Valente, con quien se conoció en la Facultad de Derecho: primero Italia –todavía en plena Segunda Guerra Mundial–, después Inglaterra, Suiza y, luego de un intersticio en su amada Río de Janeiro, los ocho años –hasta que el matrimonio se disolvió en 1959– en Washington, en los que la amistad fraternal con el escritor Érico Veríssimo y su esposa Mafalda apenas logró mitigar su fervorosa nostalgia. Es que Brasil era su lugar de pertenencia –como le subrayó a Getúlio Vargas en una enfática carta, exigiéndole casi que le otorgara la nacionalidad–, y Río, su patria chica.
Había tenido que abandonarla muy joven, a los veinticuatro años, en circunstancias bastante paradójicas: acababa de publicar su primera novela, Cerca del corazón salvaje, que no solo tuvo un rápido suceso de ventas sino que la posicionó súbita y sólidamente en el medio (“el éxito temprano”, dijo alguna vez con dosis equivalentes de humor y afectación, “me robó el placer del sufrimiento profesional”). Desapareció entonces de la escena local casi de inmediato, convirtiéndose en un enigma que daba lugar a todo tipo de especulaciones –¿era un seudónimo?; ¿se trataba de un hombre?– que demoraron algún tiempo en ser sepultadas.
El relativo silencio de los años posteriores, y en particular el desierto casi absoluto de la década del 50 (con la excepción de un breve libro de cuentos que editó un sello universitario, y que hoy resulta inhallable), hicieron creer erróneamente que Lispector atravesó su dilatada estancia en el extranjero sumida en una sequía creativa. Pero lo cierto es que mientras criaba a sus dos hijos, y en buena medida gracias a las comodidades que la vida diplomática le dispensaba en cuanto a ayuda diaria –el mito, persistente, instala las imágenes de la irresistible Clarice con la máquina de escribir sobre la falda, como si no dispusiese de otro espacio y encerrara un sonajero en la mano menos hábil–, Lispector elaboraba gran parte de los libros que publicaría durante la década de 1960 y que, a partir de los cuentos de Lazos de familia, le depararían una pronta y ya definitiva “segunda consagración”.
En paralelo a su obra ficcional –los límites con frecuencia resultan difusos–, también incursionó en diversas variantes del periodismo o la crónica, a veces por necesidad –sobre todo en los años inmediatos a su separación–, casi siempre con placer. Se han vuelto célebres las columnas que escribía para diversos periódicos sobre temas “femeninos” (el sello Rocco las reunió quince años atrás bajo el título hoy políticamente incorrecto de Solo para mujeres) con distintos seudónimos, incluido el nombre de la famosa actriz Ilka Soares, con quien dividía honorarios. Estas columnas deben ser observadas como una especie de estudio de campo; no en contraste con su obra “seria”, sino como un complemento, un primer acercamiento a esos seres –el ama de casa común que puebla sus relatos– que a cada momento oscilan entre la puerilidad y los abismos, entre la represión y el hallazgo.
Por otra parte, los textos inclasificables –el genérico “crónicas” funciona apenas como un guiño– que publicó en el Jornal do Brasil entre 1967 y 1973, es decir cuando ya era una celebridad consumada, cubren un espectro anchísimo –del capricho o la postal casi desganada al retrato lúcido o la reflexión honda y sensible–, y no por casualidad muchos son reversiones de cuentos o darían pie a otros. El ojo de Lispector se revela rotundo como siempre, a veces hasta cruel, pero nunca abandona la elegancia. Escribe, por ejemplo, el 4 de octubre de 1969: “Incluso en Camus, ese amor por el heroísmo. ¿Entonces no hay otro modo? No, incluso comprender ya es heroísmo. ¿Entonces un hombre no puede simplemente abrir una puerta y mirar?”.
El desembarco de los Cuentos Completos de Clarice Lispector prueba que su narrativa breve –aunque los mejores relatos, como “La legión extranjera” o “La imitación de la rosa”, posean cierta extensión– corre a la par de sus novelas. Una lectura orgánica, más allá del gozo evidente de hallarse frente a un objeto literario que a cada momento revela su magnitud, permite trazar una línea repleta de sinuosidades y notas intermedias entre los esbozos iniciales de genialidad –en particular en “El triunfo”, donde ya puede atisbarse la plenitud posterior– y el fragor de las últimas e inacabadas piezas.
Quizá lo que más impacte o sorprenda de Lispector sea su penetración psicológica; el rastreo de las contradicciones, de los oscuros placeres, de los descubrimientos amenazantes en la intimidad de la experiencia cotidiana, y cómo esa complejidad se manifiesta en el lenguaje. No hay presupuestos en su escritura, ni construcciones ociosas.
Los personajes de Lispector sufren una constante oscilación interna, un despliegue y repliegue del ánimo y de la consciencia. El extraordinario “Devaneo y embriaguez de una muchacha”, el cuento que abre Lazos de familia, tematiza ese movimiento enfermizo, en ese caso potenciado por la borrachera literal y metafórica de la protagonista, una mujer que en un fin de semana de inusual soledad pierde, a partir del recuerdo de un episodio en principio insignificante, el rumbo. Ese mismo subibaja frenético se da en “Amor”, en el que el encuentro fugaz con un ciego trastoca todas las certezas de la protagonista, y algo similar sucede –aunque con otro recorrido– en el magnífico “La legión extranjera”, en el que otra mujer se debate entre la bondad y el orgullo, la entrega y la reticencia, en última instancia las diversas formas del amor, el miedo y el odio. Solo una lectura superficial, desenfocada, negligente, podría pasar por alto la intensidad de cada instante lispectoriano: siempre ocurren demasiadas cosas, solo que muy escasamente se traducen en acciones.
Ese zigzag constante, ese vértigo emocional al que nos somete Lispector, encuentra su punta de lanza en lo descriptivo. Nadie construye espacios en blanco como ella, trabajando siempre en clave –digamos– oximorónica, siempre en tensión. “Bajo los pies la tierra era blanda, Ana la aspiraba con deleite. Era fascinante, y sentía asco”, dice en “Amor”, y la frase obliga a volver una y otra vez para agotar –fallidamente– su sentido. En “La imitación de la rosa”: “Y darle las rosas sería casi tan lindo como las rosas mismas. Y además se libraría de ellas”. En “Los desastres de Sofía”: “No lo amaba como la mujer que algún día llegaría a ser; lo amaba como una niña que intenta torpemente proteger a un adulto, con la cólera de quien aún no ha sido cobarde…”
Entre las muchas razones por las que podríamos aplaudir la llegada de este excepcional libro, una debería ser la de abrazar el misterio como cualidad indispensable a toda gran literatura. No el misterio como enigma, sino como desdoblamiento de lo común, como una plegaria que invita a la profundidad. Si hay un misterio en Lispector –o uno por encima de los otros–, es el del alumbramiento constante: una luz que a cada momento proyecta su sombra y obliga a perderse en el camino.
Datos biográficos de Clarice Lispector: nació en Ucrania en 1920 y se estableció en Brasil desde niña con su familia. Considerada una de las más importantes escritoras brasileñas del siglo XX, estudió derecho en Río de Janeiro y empezó a colaborar con diarios y revistas locales. En 1944, con Cerca del corazón salvaje, su primera novela, obtuvo un resonante éxito de ventas y de crítica. Su vasta obra, en la que se interroga sobre el papel de la mujer en la sociedad, comprende novelas, cuentos, crónicas y poemas. Murió en 1977, en Río de Janeiro.