Ciudades empobrecidas: ¿falta de plata o falta de ideas?
Agenda: ¿cuánto tiempo dedica un intendente bonaerense a la planificación urbanística y a la evaluación de proyectos innovadores, y cuánto a la rosca política, al canje de favores y a la burocracia administrativa?
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Si examináramos la agenda de un intendente bonaerense, ¿cuántas horas veríamos dedicadas a la planificación urbanística, a la evaluación de proyectos innovadores y al análisis de ideas reformistas? ¿Y cuántos espacios se verían –en cambio– reservados a la rosca política, al canje de favores y a la burocracia administrativa? A juzgar por lo que se ve en las calles de la mayoría de las ciudades, podemos intuir un enorme desequilibrio en favor de “la rosca” y en detrimento de las ideas. Nos hemos acostumbrado a vivir en ciudades empobrecidas, pero no solo por la pobreza material (que ha crecido hasta convertirse en una tragedia social), sino por la ausencia de proyectos creativos y hasta de audacia y ambición para mejorar la calidad de vida en el espacio urbano.
Las agendas de los intendentes son un territorio vedado a los contribuyentes. Pero si escuchamos sus discursos nos costará identificar ideas que nos sorprendan y se alejen de los lugares comunes. La desesperación por asegurarse reelecciones indefinidas (expuesta sin disimulo hace pocas semanas) no parece dejar mucho espacio para pensar las ciudades del futuro. Hablarle a un intendente de la revolución de los autos eléctricos, de los desafíos urbanísticos de un envejecimiento más lento de la población y del avance de las energías alternativas para el alumbrado público es hablarle de cosas que, por lo menos, parecen desconectadas de sus preocupaciones más visibles. Eso es lo que se advierte al recorrer ciudades en las que la recolección de residuos, el desarrollo inmobiliario, el transporte y el espacio público siguen funcionando con estándares y modelos del siglo pasado.
Una suerte de resignación e inmovilismo encuentra siempre coartada fácil en la crisis económica. Pero es llamativo el crecimiento que han tenido las burocracias municipales, donde los presupuestos engordaron con objetivos políticos. Por otra parte, es mucho lo que se podría hacer, en la escala local, con más creatividad que plata. Es enorme, también, el campo de posibilidades que se abriría a partir de un mayor incentivo al sector privado. Las ciudades más modernas e innovadoras del mundo crecen con Estados ágiles, permeables y creativos, no necesariamente con Estados ricos. No hace falta mirar a Bilbao y la revolución del Guggenheim. Basta observar modelos como el de Medellín (Colombia), donde el urbanismo moderno impulsó la integración social.
¿Cuánto podrían cambiar nuestras ciudades si empresarios, desarrolladores y creativos vieran en los municipios a un aliado y no a una máquina de impedir? ¿Cuántos horizontes se abrirían si las gestiones locales impulsaran concursos de ideas, alentaran a sus emprendedores y aprovecharan las reservas de creatividad y talento que anidan en sus comunidades?
No todo es igual, por supuesto. Hay experiencias inspiradoras, como la que ofrece Tandil, por ejemplo, donde una alianza virtuosa entre municipio, empresas e instituciones ha potenciado el desarrollo de un gran polo tecnológico. Con visión de futuro y reglas claras, lograron atraer talento, inversiones y oportunidades, hasta el punto de que se habla de Tandil como un “pequeño Silicon Valley”. Ciudades medianas como Pergamino u Olavarría también han logrado pujantes modelos de desarrollo en áreas vinculadas a las industrias agropecuaria y minera. Donde el sector privado es más vigoroso, la innovación fluye con mayor dinamismo. En ciudades más dependientes del Estado parece, en cambio, acentuarse la chatura.
Sería arbitrario, claro, meter a todas las administraciones municipales en la misma bolsa. Pueden valorarse experiencias interesantes en uno u otro municipio, pero ¿podemos hablar de modelos urbanísticos innovadores, proyectos realmente vanguardistas, ideas originales y transformadoras en las grandes ciudades bonaerenses? ¿O deberíamos reconocer cierta anemia creativa que deteriora, en los hechos, la calidad de vida en los centros urbanos?
Si se recorren ciudades como las de La Matanza, Quilmes, Bahía Blanca o Lanús, se advierten dificultades enormes para garantizar lo básico: higiene, seguridad, orden y mantenimiento del espacio público. A partir de ahí, pensar en una escala más ambiciosa suena a fantasía. ¿Cuánto hace que una ciudad como La Plata no aporta “ideas de exportación” en materia de planificación urbanística? Lo supo hacer en el siglo XIX y en parte del XX. ¿Cuáles son los aportes de este siglo para su propio desarrollo? Si se la mira de cerca se verá que ni siquiera ha podido mantener o transformar el patrimonio heredado. Se cumplirán cuatro años, por ejemplo, del cierre de un zoológico que supo ser una referencia en América Latina. No han podido reconvertirlo en ecoparque, ni en jardín didáctico, ni en museo al aire libre, ni en centro recreativo. En nada. Se esgrime falta de presupuesto: ¿abrieron opciones al sector privado?, ¿se consultó a la ciudadanía sobre destinos posibles para un espacio de ese valor histórico y patrimonial? Artistas, paisajistas, arquitectos y científicos podrían haber aportado sugerencias y propuestas: ¿alguien los convocó? Puede parecer una historia pequeña, pero describe una cultura de gestión que trasciende límites jurisdiccionales.
En una ciudad que no puede reconvertir un zoológico, el Estado, a través de la universidad, acaba de construir e inaugurar un hotel propio. Competirá en el mercado de los “tres estrellas”, con el argumento de que además servirá para que hagan sus prácticas los estudiantes de Turismo. ¿El próximo paso será crear un banco para que practiquen los estudiantes de Finanzas? ¿Y una fábrica de fideos para que se preparen los ingenieros en alimentos? Son preguntas que remiten a un interrogante de fondo: ¿cómo se concibe la articulación entre lo público y lo privado? Ahí tal vez haya una clave de la orfandad creativa que se observa en muchas ciudades, donde el peso de “lo público” y la mentalidad estatista parecen conspirar contra la innovación y el desarrollo.
¿La universidad dialoga con el sector privado, con el municipio y con otras instituciones? ¿Crece con sentido estratégico o con voracidad burocrática? Detrás de estos interrogantes asoma otro problema: muchas ciudades sufren una fractura entre los propios sectores públicos e institucionales, como si no hubiera una idea de desarrollo integral, sino, en el mejor de los casos, iniciativas y proyectos desarticulados. En la capital bonaerense, ¿no hubiera tenido más sentido estratégico un gran centro de convenciones, público-privado, que un hotel estatal?
Se supone que las “ciudades del conocimiento” (una categoría en la que La Plata supo brillar) deberían destacarse por su vitalidad creativa y por la interacción de la intelectualidad, el arte y las ciencias. ¿Cómo se conjuga eso con espacios adormecidos como el Teatro Argentino, o directamente abandonados como el Anfiteatro Martín Fierro? ¿Cómo se conjuga con las ruinas en las que ha quedado convertido el Centro Oncológico de Excelencia creado por el célebre cirujano José María Mainetti? ¿O con la ausencia de un museo interactivo o uno de arte moderno? El desarrollo del turismo cultural, de un polo médico-científico y de incubadoras de innovación tecnológica parece demandar del Estado inteligencia y voluntad; no necesariamente recursos.
Cuando las ciudades se muestran impotentes, resignadas y poco permeables a la innovación, se crea una atmósfera que no propicia el desarrollo. La pobreza de ideas alimenta, de ese modo, la pobreza material. No surgen proyectos nuevos, se cae en una inercia de “vuelo bajo”, se achican las oportunidades y se deteriora la calidad de vida.
Valdría la pena, entonces, examinar la agenda de los intendentes para ver cuántas reuniones tuvieron, por ejemplo, con Martín Migoya (la cabeza de Globant) o Eduardo Costantini (el creador del Malba y de Nordelta), y cuántas con “padrinos y punteros” partidarios. Por supuesto que la política es indispensable, y “la rosca” forma parte de ese ejercicio esencial. El problema es cuando se convierte en un fin en sí mismo, y solo está al servicio de conservar el poder, no de transformar las cosas.
Aun los pueblos chicos de la provincia son herederos de una generación que miraba al futuro con osadía, rompía moldes y se animaba a pensar y proyectar en grande. La arquitectura de Salamone (aun con justificada controversia) es testimonio de eso en el interior bonaerense; museos como el de Fangio, en Balcarce, reflejan ese espíritu; los parques diseñados por Thays también nos hablan de una cultura que creía en el largo plazo. Hoy hemos perdido esa ambición. ¿Es por falta de plata o por falta de ideas?