Ciudadanos en Red, el quinto poder de la democracia
Como volvió a mostrar el 8-N, la Web cambia las reglas del juego democrático. Se erosiona la autoridad y emerge un poder difuso en manos de una ciudadanía que no se siente representada. El desafío será lograr convertir las voces de la calle en votos y en escaños parlamentarios
La multitud que se volcó a la calle hace una semana tiene al menos dos atributos: es novedosa en cuanto expresa el inédito ascenso del ciudadano que multiplica su poder a través de las redes sociales, y al mismo tiempo certifica la continuidad de un modo de protestar cuyos antecedentes estallaron hace una década al conjuro del "¡que se vayan todos!".
Notemos que el primer aspecto de este fenómeno está en todas partes. No pocos observadores y protagonistas de la política advierten que las redes sociales están cambiando las reglas de juego de la gobernanza. Se erosionan los antiguos símbolos de autoridad; se acortan las distancias entre representantes y representados; emerge un poder difuso que hace que la herencia de las instituciones y reglamentaciones de las democracias se vaya desvaneciendo a un ritmo vertiginoso.
Ya hay quienes hablan de "redocracia", o gobierno tumultuario de las redes, de "ciudadanos rabiosos" que no se sienten representados por los sistemas de partidos, del predominio, en fin, de una visión de corto plazo construida a golpes de consignas sintéticas y de las brevísimas agrupaciones de palabras que registra Twitter. La escritura se transforma en pura instantaneidad. Para un joven –no importa la edad– entregado a estos menesteres, la reflexión que hace exactamente un siglo apuntó en un diario íntimo Manuel Azaña, admirable escritor y luego presidente de la República española, suena a cosa vetusta: "La escritura, lucha de la inteligencia contra el tiempo".
Es que la concepción del tiempo está mudando con la misma intensidad con que estas formas de comunicación invaden las relaciones sociales. Luces de la libertad y también de la imprevisibilidad. Prever lo que vendrá, lanzar un país en procura de consolidar metas compartidas de largo plazo: el desafío parece inmenso cuando estas nuevas ciudadanías, descontentas con lo que pasa, reclaman soluciones urgentes, ahora mismo, sin atender las exigencias del largo plazo.
Ha nacido entonces otra versión de la democracia participativa que, en el caso particular de nuestro país, no parece todavía encontrar dirección. Estos demócratas de nuevo cuño saben decir que no, rechazan la mala gestión, repudian la inseguridad, condenan corrupciones y enriquecimientos a la sombra del poder, demandan que no se reforme la Constitución para satisfacer ambiciones reeleccionistas.
Es un movimiento espontáneo a favor de recuperar derechos y manifestar el hartazgo que produce la mentira. ¿A través de qué mediaciones? ¿Con la asistencia de qué tipos de liderazgos? El tiempo corto en que vivimos, tan apabullante, tal vez conforme alguna respuesta. Por ahora, el asunto está pendiente, ofreciendo materia a una tendencia democrática que se abre paso y demanda maestría al arte de la política para perfeccionarla con buenas instituciones y costumbres.
Naturalmente, el escenario inquieta a los autoritarios. En China, a las redes sociales se las llama "fabricantes del caos", al contrario de los Estados Unidos de Barack Obama, una nación donde las redes sociales están modificando las reglas del acceso al poder aunque no hayan logrado desplazar viejas ideologías y nuevas fracturas en torno a valores. La mezcla de lo que cambia y permanece: éste es el perfil en nuestro país de los procesos políticos que se desenvuelven atenazados por autoritarismos e impulsos hegemónicos y por los cuestionamientos que instantáneamente se vuelcan sobre el espacio público.
Por momentos parecería que hasta las palabras que dieron forma al concepto moderno de democracia reciben el impacto de estas redefiniciones de la ciudadanía. No es ocioso recordarlas pues, desde que se pensó y practicó la democracia en las dos últimas centurias, dos adjetivos acompañaron invariablemente ese decurso. Como reza nuestra Constitución, la democracia debería ser a la vez republicana y representativa. Republicana para garantizar a todos, mediante la calidad de las instituciones, libertades, derechos y justicia; representativa para trazar un vínculo de confianza entre el pueblo soberano y los representantes elegidos en comicios periódicos y transparentes.
La democracia es por consiguiente un argumento histórico, siempre incompleto, entre esos ideales y la experiencia concreta del quehacer político. En esa experiencia puede acechar la declinación, tanto con respecto a los antiguos contenidos de la república y la representación como en relación con la repentina presencia, en esta década, de la democracia participativa de las redes sociales. Sería irrealista pensar que, en estos días, esas declinaciones posibles no sobrevuelan una circunstancia quebrada por hondos disensos.
Según el punto de vista que adoptemos, ya sea desde el lugar del Gobierno, de la oposición o de la ciudadanía que se proclama independiente, la decadencia de la democracia republicana puede llevar al autoritarismo, la decadencia de la democracia representativa puede conducir a la oligarquía y la decadencia de la democracia participativa puede desembocar en la anarquía y el faccionalismo (una pasión por las divisiones a la que somos propensos).
Tres desviaciones que están entre nosotros a la orden del día. En cuanto al componente republicano, asistimos a la acción diaria de un oficialismo enceguecido, convencido de que las realidades que lo interpelan son producto de conspiraciones y relatos fraguados por los medios de comunicación, indemne a la crítica y a la apertura al diálogo, encerrado en palacio, arremetiendo contra la Justicia, proyectando su discurso en abundantes escenografías mediáticas, apuntalado por una férrea disciplina parlamentaria y un fuerte apoyo popular ahora en descenso.
En cuanto al componente representativo, una porción del sistema de partidos ubicada sobre el flanco de la oposición contempla, entre esperanzada y preocupada, el desarrollo de ese "quinto poder" de la democracia en forma de redes y se pregunta si será capaz de articular proyectos sugestivos de vida en común con la virtud suficiente para rehabilitar el circuito de confianza entre representantes y representados.
Por fin, en cuanto al componente participativo, unas multitudes crecientes en número hacen valer su legítimo propósito de llamar la atención y controlar al gobierno en funciones. El control, la indignación de la calle estallan cuando sucumben los controles institucionales. Esa ciudadanía que no se resigna al silencio y no se siente interpretada más que por ella misma debería, sin embargo, reconocer que jamás podría gobernar directamente una sociedad compleja, fragmentada y desigual como la nuestra.
Debemos pues combinar principios. Aunque la fraternidad de quienes participan en las movilizaciones infunda en ellos el sentimiento del autogobierno, la democracia del siglo XXI está también obligada a ser republicana y representativa, a que los ciudadanos elegidos nos gobiernen y respondan por sus actos, y a que la alternancia detenga el deterioro que conlleva el ejercicio ilimitado e irresponsable del poder.
Ésta es la situación. Sería aconsejable que la amistad cívica se imponga sobre el antagonismo y la crisis. Pero a esta disposición del ánimo, para ser eficaz, debería complementarla una estrategia consistente en convertir las voces de la calle en votos y escaños parlamentarios. Se habla a menudo de la renovación presidencial de 2015 cuando en rigor se olvida que el primer paso habrá que darlo en las elecciones intermedias del próximo año. En esa encrucijada se sabrá si la oposición, y no sólo el oficialismo, podrá orientar el rumbo del descontento.
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