Círculos de la locura
El límite entre la locura y la lucidez es frágil y fantasioso. Baste mencionar el iluminador oxímoron "lúcida locura". En eso pensé esta semana mientras leía la formidable novela (¿o autobiografía novelada?) Sagrada Familia (Seix Barral), del poeta, periodista y narrador, Luis Frontera. En abril, Diana Fernández Irusta publicó en este diario una excelente nota sobre esa obra. No conozco al autor. El libro es la historia de una familia argentina asediada, desde comienzos del siglo XX, por la violencia, la autodestrucción y el desvarío privados y públicos. No se trata sólo de la demencia nacional, sino también de la mundial, particularmente de la española (Guerra Civil). Frontera muestra cómo la enajenación de una sociedad por medio de la política afecta los lazos más íntimos. Las trescientas páginas del libro no tienen nada de libelo o de literatura comprometida, aunque, claramente, Frontera tiene una trayectoria que lo liga a la izquierda. Pero es demasiado buen escritor para que eso perturbe lo que quiere contar; por lo tanto, en esos capítulos en los que abundan las situaciones desesperadas, también fluye el amor, la vida cotidiana y abunda el humor.
La Sagrada familia me hizo recordar tres contactos con la locura. Mis padres y yo hicimos en 1950 el primer viaje a Italia, yo tenía ocho años. En la primera comida, nos sentaron a una mesa redonda para seis personas. A mi izquierda, había un señor, muy callado, aunque a veces hablaba solo. Estaba vestido y peinado con descuido. Tenía un comportamiento raro. Después del café, nos levantamos y nos fuimos.
A la mañana siguiente, la mitad del barco comentaba los gritos que se habían oído durante la madrugada. Nos enteramos de que mi vecino de mesa había comenzado a lanzar gritos: "¡Soy Jesucristo! ¡Quiero un millón de dólares!". El capitán dio orden de arrestarlo. Los marineros lo encerraron en una celda. Hasta el desembarco, pasó el viaje en su encierro.
El segundo loco que conocí fue un tío materno. Lo apodaban "Tilo". Casi no se hablaba de él en la familia. Según el relato de mi abuela, se volvió loco cuando el esposo de una mujer de la que Tilo era amante lo descubrió con ella, le puso un revólver en la sien y estuvo a punto de matarlo. Desde ese día, perdió la razón. No sé cómo, yo era muy chico, salió durante un período del manicomio y fue visitar a mi madre a la casa donde vivíamos. Llegó una tarde, sin avisar. Mi padre no estaba. Era verano. Nos sentamos en el patio. La visita de Tilo se hacía larga. La charla entre él y mi madre no fluía. Por último, se puso de pie y empezó a dar vueltas a la mesa sin parar. Yo había oído, quizá en un radioteatro, que no se debía contradecir a los locos, por lo tanto, lo imité. Daba vueltas a la mesa, detrás de él. Tilo me vio. Le dio un beso en la mejilla a mi madre y otro a mí. Me acarició la cabeza y se fue.
El tercer loco de mi vida fui yo. En 1988, mi padre y mi madre estaban muy mal de salud (murieron a fines de ese año). Yo no daba abasto para ocuparme de ellos y trabajar. Ese año, la Argentina no pudo pagar la deuda externa, había recesión, inflación y desocupación. Las tres "-ción". El país estaba cayendo en la crisis que, en 1889, terminaría con el gobierno de Alfonsín. En un lapso muy breve, varios amigos míos en el extranjero y en Buenos Aires murieron de sida. A pesar de que yo no tenía síntomas de esa enfermedad, me había convencido de que estaba infectado. Me hice ¡dos! tests, que dieron resultado negativo. Estaba sano. Sin embargo, seguía creyendo, contra toda evidencia, que estaba enfermo. Había cruzado la frontera entre la lucidez y la demencia. Treinta y dos años después, la tormenta perfecta se repite. Hasta ahora, no me hice ningún hisopado para detectar COVID-19.