Cien años de soledad. La novela que inventó América Latina
Cuatro escritores vuelven a leer la novela de Gabriel García Márquez a 50 años de su publicación
Cincuenta años después de su publicación, en 1967, cuatro escritores releen el libro más influyente de Gabriel García Márquez y, entre la memoria personal y la reflexión, recuperan un universo vivo y un imaginario que contribuyó a reubicar la región en la circulación global de la literatura
La novela "fantasy" mejor escrita
Claudia Piñeiro
Escritora
¿Cómo se valora una obra literaria cincuenta años después de ser publicada? La pregunta clave podría ser: Cien años de soledad, ¿sigue viva hoy? La perspectiva de la crítica, la de los lectores, la de la historia o la del mito pueden llevar a distintas conclusiones.
No soy crítica literaria, así que bajo ese punto de vista me declaro incompetente. Pero busco la opinión de uno de los más grandes, Harold Bloom, y a lo largo del tiempo aparecen ciertas contradicciones. En su famoso El canon occidental, menciona a García Márquez cuando habla de la “multitud de importantes figuras” que surgieron de lo que llama ”la matriz” de Alejo Carpentier para constituir una literatura latinoamericana del siglo XX –que declara más vital que la norteamericana–. En 2000 le exige a un periodista del diario El Tiempo de Colombia que aclare que él nunca dijo que García Márquez fuera “repetitivo”, que lo considera uno de los grandes latinoamericanos y que Cien años de soledad es uno de sus mejores libros. Sin embargo, en 2013 dice en una entrevista con El Universal de México que “el realismo mágico es un disparate, una idea tonta”, y remata con que “Juan Rulfo es más interesante que el tardío García Márquez”, comparando una obra casi única con los destellos finales de un escritor prolífico.
Desde el punto de vista de la historia de la edición, hay varias perlas que abonan el mito de Cien años de soledad. Por ejemplo, que el borrador haya llegado desde México al escritorio de un editor en Buenos Aires, Paco Porrúa, en dos paquetes de correo, uno primero y otro al tiempo, porque el autor y su mujer no tenían plata suficiente para el envío completo. Que el primer paquete enviado era la segunda parte porque se equivocaron al ensobrarlo. Que la novela tuvo un boca a boca que hizo que, a días de publicada, todo Buenos Aires hablara de ella y medio Buenos Aires la leyera. ¿Qué novela de un autor desconocido y sin una apuesta fuerte de marketing agotaría hoy una edición tras otra? El de Cien años de soledad es uno de esos casos en lo que todo podría haber salido mal pero salió bien. Empezando por que el correo haya logrado que un paquete de hojas despachado en una punta del continente llegara a la otra. Para quienes vivimos en América Latina, no deja de ser realismo mágico.
Y por fin el punto de vista del lector, lo que verdaderamente define que la obra siga viva. ¿Puede un lector de hoy sumergirse con el mismo gusto que lo hicimos nosotros en Macondo y la historia de soledad de los Buendía? Tomo el libro y leo: “Muchos años después, frente al pelotón de fusilamiento, el coronel Aureliano Buendía había de recordar aquella tarde remota en que su padre lo llevó a conocer el hielo”. Y esa sola frase me emociona, me intriga, me sujeta. Sigo y compruebo que para mí la novela vibra, está viva. ¿Lo estará para el resto? ¿Lo estará para nuevos lectores? Yo no soy un nuevo lector, mi lectura no es virgen, incluye el texto y el mito. Tal vez lo que necesita Cien años de soledad para renacer con bríos en el siglo XXI es que la adopte un booktuber y le cuente a miles de seguidores que encontrarán en un solo libro toda una saga familiar, un mundo mágico donde las tormentas pueden durar cuatro años, los bebés tener cola de cerdo o los objetos moverse si un personaje se concentra lo suficiente. Que un extraño mal obliga a anotar el nombre de todo lo que los rodea porque poco a poco van olvidando las palabras. Que llegan al pueblo unos extraños gitanos a pregonar que “dentro de poco, el hombre podrá ver lo que ocurre en cualquier lugar de la tierra, sin moverse de su casa”, ¡pero no usan Internet sino una lupa gigante! Y por sobre todo, ojalá el booktuber lo diga, que esta “fantasy” está mucho mejor escrita que ninguna que hayan leído hasta ahora.
Un estilo propio, metódico y regular
Luis Chitarroni
Escritor y editor
Después de cincuenta años, los puntos altos del libro permanecen donde los lectores supimos encontrarlos, pero su clave de bóveda y su órbita, sin duda, resultan enigmáticas. El mundo cambió menos que los lectores: aparte de haber menguado, y mitigado su curiosidad, no buscan ni encuentran lo mismo.
El comportamiento retórico de Gabriel García Márquez fue tan regular y metódico que, aunque se tratara de una falsa atribución, podríamos seguir hablando, más que en cualquier otro caso, de Su estilo. Cuando se publicó, Cien años... parecía reunir todos los requisitos que la crítica exigía para hablar los próximos diez años, desde la aparatosidad retórica, capaz de desvelar a los lingüistas, hasta la genealogía de los Buendía, amenazada desde el comienzo por la endogamia, ideal para el análisis estructuralista. Un contemporáneo un poco más joven le rendía admiración casi inmediata, como ocurrió con Mario Vargas Llosa, que le dedicó al colombiano un extenso ensayo hoy en apariencia extinguido como libro: Historia de un deicidio.
El programa de construcción de Cien años..., escrita durante dieciocho meses entre 1965 y 1967 en México, milagro de trabajo e inspiración, de constancia e ingenio, y ejemplo cautivo en la obra del asombroso maestro que García Márquez fue, no es óbice, sin embargo, para que las variaciones temáticas siguieran sorprendiéndonos: un libro tardío como El general en su laberinto (1989) eximiría a cualquier otro escritor de evidencias concluyentes.
“Todo el mundo tiende a no leer más que aquello que todo el mundo podría escribir”, había detectado Valéry en las primeras décadas del siglo XX. La afanosa artesanía de Cien años..., obra de un oficio sostenido hasta los cuarenta años con una asombrosa versatilidad, a poco dejó provocar curiosidad o asombro. En una de sus fórmulas sentenciosas estudiadas para la espontaneidad coloquial, Octavio Paz la descartó en Solo a dos voces: “Periodismo y poesía diluida”. Era fácil distribuir epigramas de desdén sin una novela como proyecto, y es fácil, asimismo, el contagio: las colonias de opinión están dispuestas siempre a compartir la pereza. A fines de esa misma década, entre intelectuales cool, un libro tan exitoso y popular como Cien años... era ya una peste.
En términos comparativos, de las novelas que emergen en eso que se pergeña sobre la marcha, y que entre Primera Plana y Emir Rodríguez Monegal dieron en llamar boom de la novela latinoamericana, ninguna puede arrimársele. La única novela de una identidad y un entrenamiento de lenguaje e imaginación que podía empardarla, Tres tristes tigres, se publicó el mismo año de 1967, en la ciudad de Barcelona, y es completamente distinta. Cuenta por omisión la Revolución cubana en una especie de larga noche única aunque no unánime. Quien la escribió, Guillermo Cabrera Infante, era también un periodista exiliado con mucho oficio, que había aprendido lo mejor de Borges, creído un tiempo en esa revolución, pero que abjuró luego de ella de manera editorial y que, a fines de los años 60 vivía ya en Inglaterra, desde donde mandaba a Primera Plana notas fulgurantes sobre ese crepúsculo que se llamó el “swinging London”.
Crónica de un joven clásico
Ana María Shua
Escritora
Enero de 1968. A los dieciséis años, mis padres me habían mandado a Europa en un viaje supuestamente cultural. Ahora, con otros veinte chicos, comandados y protegidos por la señora Preuss, cruzaba los Alpes en un micro de turismo. Mientras los demás adolescentes charlaban y se divertían, yo, como siempre, leía.
Leía un libro que estaba causando furor en Buenos Aires, una novela de moda, pero también elogiada por la crítica, que había vendido cincuenta mil ejemplares al mes de publicada. Era Cien años de soledad.
La señora Preuss nos incitaba a mirar por la ventanilla: “ ¡Miren! ¡Los Alpes!”, nos decía, escandalizada. Pero lo que yo veía por la ventanilla no eran más que montañas nevadas, como los Andes pero más chicas. En Macondo, en cambio, pasaban cosas nuevas, insólitas, extraordinarias. Nunca antes había leído algo así. Nunca nadie me había contado una historia de esa manera y no sabía que era posible. Levantar la vista para mirar por la ventanilla me parecía una estúpida pérdida de tiempo, una fractura en la perfección de la magia.
Nadie me había dicho todavía que eso se llamaba realismo mágico. El estilo de García Márquez todavía no había sido bastardeado, imitado hasta la náusea y sobre todo, no se había convertido en obligatorio, y por lo tanto justamente detestado por los escritores latinoamericanos. Hasta casi hacernos olvidar ese primer momento de originalidad y maravilla.
En 1967 Cien años de soledad fue una revolución. Después se convirtió en una carga. Hoy es un clásico.
Se puede empezar a leer por cualquier parte. Todo vale. Historietas, novela rosa, sagas juveniles, libros menores y contemporáneos, libros buenos y malos, libros cualquiera. Pero los libros hablan de otros libros. Y tarde o temprano, el que lee mucho termina por preguntarse qué habrá escrito ese tal Shakespeare, por qué tantos libros mencionan a Dickens o a Cervantes, quién era el doctor Fausto, que hizo de especial Madame Bovary para que todos se acuerden de ella, por qué lloraba Werther, cómo y por qué volaba Remedios la Bella, que tendrá de Divina esa famosa Comedia. Así, en una mezcla enmarañada de títulos con autores y personajes, los clásicos aparecen y se imponen a los ojos del lector.
Y cuando se empieza a buscarlos, a leerlos deliberadamente, además del placer que deparan (por algo son clásicos, por algo cruzaron las barreras del tiempo y el espacio), uno se da cuenta de que está iniciando una etapa parecida al momento milagroso en que aprendió a leer, y los signos sin sentido que le ofrecía el mundo, en los carteles, las vidrieras, las pantallas, se transformaron en palabras, nacieron al significado. Entonces se empieza a relacionar, a entender alusiones, y la literatura, que ya era placentera, se vuelve mágica, un juego de referencias y sobreentendidos al que se puede jugar con el autor.
Es obligatorio y a veces difícil recordar que Cien años de soledad no es un libro garcíamarquezco. Que su autor estaba creándolo todo: un mundo y una forma de contarlo. Como en cualquier clásico.
La puerta a un mundo recién hecho
Carlos Gamerro
Escritor, crítico y traductor
Hay pocos autores que, como Gabriel García Márquez en Cien años de soledad, sean capaces de franquearnos la entrada, cada vez que abrimos el libro, a un mundo prístino, nuevo, recién hecho. En este momento, me vienen a la mente apenas otros dos: Homero y Tolstoi. “El mundo era tan reciente que muchas cosas carecían de nombre, y para mencionarlas había que señalarlas con el dedo”, leemos en el primer párrafo. Parecería que el narrador mirara el mundo por primera vez, y todo en él es vívido, brutal e inocente. No quiere decir que todo sea armónico o sin conflictos: es un mundo que incluye las interminables guerras civiles en las que participa el coronel Aureliano Buendía, las matanzas de los trabajadores del banano, las pasiones que cíclicamente arrasan el orden de la familia; pero el hombre no está solo en un cosmos hostil o, peor, indiferente; vive en un mundo hecho para él, en una realidad sin fisuras donde lo maravilloso y lo cotidiano se funden en un continuo.
Cien años de soledad es la primera novela latinoamericana que no parece derivar de, y ni siquiera dialogar con, modelos europeos o norteamericanos; de hecho no parece surgir del arte sino de la realidad –de la naturaleza– misma. Se trata de una ilusión del arte, por supuesto, ya que este efecto de lo primigenio depende de uno o dos escamoteos: artísticamente, en el de los precursores locales, como Arguedas, Rulfo, Carpentier o Faulkner (Faulkner pertenece tanto a la literatura latinoamericana como a la estadounidense); históricamente, en el de los indios, que parecían no existir cuando los Buendía llegaron a las selvas primigenias y por lo tanto no debieron ser masacrados para hacer lugar a éstos. Más aún, es una novela que se convirtió en modelo para las europeas, no siempre con los mejores resultados, como lo prueban las a veces grotescas incursiones en el realismo mágico de los autores del norte; pero mucho más importante, fue una novela que creó un eje sur-sur o tercer mundo-tercer mundo: a partir de ella las literaturas dependientes se convierten en interdependientes y la de Colombia puede influir en la de la India o en la de Nigeria sin pasar por “relevos” norteamericanos o europeos.
Otra puerta que Cien años de soledad nos abre da al jardín perdido de la familia extendida: esa densa y caliente red de tatarabuelos, padres, hijos, nietos, tíos, sobrinos y primos, abuelos, bisabuelos y tatarabuelos muchas veces puede ahogar en sus tentáculos la individualidad y la autonomía de sus miembros. No debe ser casual que para recuperar una vivencia análoga, los estadounidenses deban recurrir a la mafia italiana (lo más parecido a Cien años de soledad que ha dado su cultura es la saga de El padrino), ni es casual que una de las novelas más celebradas de la lengua inglesa en los últimos tiempos, Los hijos de la medianoche de Salman Rushdie, responda al modelo de la novela de García Márquez no sólo en el recurso al realismo mágico y a la alegoría, sino también en circunscribirse a un árbol familiar que, como las higueras tropicales, más bien parece un bosque. Cien años de soledad es un hermoso título, pero nunca me pareció muy adecuado: nadie está solo en esta novela, todos los personajes forman parte de una gran familia y esa familia, que es también América Latina, es el centro del mundo.