Ciberutópicos v. ciberescépticos
Aunque la influencia de Internet en el origen de la revuelta egipcia fue uno de los hechos más destacados por los analistas políticos, entre los expertos se instaló una polémica que todavía divide aguas: ¿influyeron sustancialmente las redes sociales en la aceleración y el estallido de las protestas o sólo tuvieron un papel instrumental?Hernán Iglesias IllaPara LA NACION
NUEVA YORK
A mediados de febrero, horas después de la renuncia de Hosni Mubarak a la presidencia de Egipto, la cadena CNN entrevistó a Wael Ghonim, el empleado de Google que se había convertido en la cara visible del levantamiento. "Esta revolución empezó en Internet, empezó en Facebook", dijo Ghonim, que acababa de pasar diez días en la cárcel. "Lo he dicho siempre y lo vuelvo a decir: si uno quiere liberar a una sociedad, no tiene más que darle Internet."
Para Ghonim, la revolución que el mes pasado tiró a la lona a uno de los gobiernos más estables de Medio Oriente empezó en junio de 2010, cuando agentes policiales arrancaron de un cibercafé a Jaled Said, un emprendedor de 28 años, y lo molieron a palos en medio de la calle. Semanas después, miles de personas empezaron a subir material a "Somos todos Jaled Said", un grupo de Facebook. En su entrevista con CNN, Ghonim explicó que en los últimos meses cada video subido al grupo era reenlazado en más de 60.000 "muros" de Facebook y visto por cientos de miles de personas. Desde ese grupo de Facebook se coordinó buena parte de la gran manifestación en la Plaza Tahrir del 25 de enero, la primera de una serie de marchas pacíficas, seculares y apartidarias que terminarían, casi sin proponérselo, volteando al gobierno de Mubarak. "Me gustaría conocer a Mark Zuckerberg [el fundador de Facebook] y darle las gracias", dijo el ejecutivo egipcio aquel viernes a CNN.
Sus palabras, repetidas en árabe a la televisión egipcia y en su propio perfil de Facebook, podrían haber servido para dar por clausurado el apasionado debate que había tenido como locos en las semanas anteriores a los (así llamados) ciberutópicos y los ciberescépticos. No fue suficiente: a pesar de la elocuente definición de Ghonim ("Si quieren liberar a una sociedad, no hay más que darle Internet"), mientras los jóvenes egipcios aún arriesgaban el pescuezo enfrentando a las patotas de Mubarak, miembros de ambos bandos siguieron acusándose (los escépticos: "Decir que Facebook causó la revuelta es de idiotas") y defendiéndose (los utópicos: "¡Nadie dijo eso! ¡Sólo decimos que fue influyente!") en la web y en diarios de medio mundo.
¿Quién tiene razón? ¿Influyeron sustancialmente las redes sociales en la aceleración y el estallido de las revueltas de Egipto y Túnez (a las que también contribuyeron, por supuesto, las presiones macroeconómicas, demográficas y políticas)? ¿O sólo tuvieron un papel instrumental, exagerado luego hasta el delirio por un grupo de ingenuos evangelistas digitales? Una nota como ésta normalmente evitaría responderse esta pregunta: limitaría su rol a explicar las posiciones de cada uno de los grupos, citaría con la mejor buena voluntad posible sus argumentos y sugeriría, aunque sin decirlo explícitamente, que la verdad está en algún lugar intermedio entre ambos.
Sin embargo, después de un mes de lectura y sometimiento a la catarata de los argumentos, es imposible no percibir que, mientras los ciberutópicos han intentado descifrar un problema concreto (la centralidad o no de Facebook en el activismo egipcio), los ciberescépticos han dedicado una sospechosa cantidad de energía no a Egipto o sus activistas sino a burlarse y responderles a los utópicos, muy a menudo citándolos mal o con argumentos poco aplicables. Los ciberutópicos parecen obsesionados por Facebook y Twitter; a veces demasiado. Pero los ciberescépticos parecen a su vez obsesionados por descalificar a los ciberutópicos. La verdad, como casi siempre, probablemente esté entonces en algún lugar intermedio, pero es de sospechar que un poco más cerca de los utópicos.
El más famoso de los escépticos es Malcolm Gladwell, el popular periodista y escritor de la revista The New Yorker , que en octubre del año pasado publicó un artículo subtitulado "Por qué la revolución no será twitteada", donde resumía sus ideas. Gladwell llamaba "evangelistas" a los defensores de las redes sociales y apuntaba que en Irán, en 2009, la influencia de Twitter en las manifestaciones callejeras había sido sobredimensionada. La idea más importante del artículo era que los grupos políticos tradicionales (pre Internet) tenían lazos fuertes entre sí, y por eso sus acciones eran exitosas. En cambio, Facebook y Twitter, decía Gladwell, sólo generan vínculos débiles, incapaces de generar acción política.
A fines de enero, cuando empezó a parecer que Facebook sí había tenido un papel significativo y político en las revueltas de Túnez y Egipto, Gladwell escribió una notita en la web de The New Yorker donde insistía en sus argumentos: "Por favor -escribió Gladwell con sorna-, la gente ha estado protestando y volteando gobiernos desde mucho antes de la invención de Facebook". Este argumento pronto se volvió popular entre los ciber-escépticos: "Recordemos que los franceses tomaron la Bastilla sin la ayuda de Twitter y que los bolcheviques tomaron el Palacio de Invierno sin tomarse fotos y publicarlas en Facebook", publicó el Financial Times en un editorial ingenioso pero falaz incluso para un chico de diez años: que haya habido revoluciones antes de Internet tiene poca o ninguna relación con la influencia de Facebook o Twitter en las semanas calientes de El Cairo.
El más esforzado de los ciberescépticos es Evgeny Morozov, un inglés de origen bielorruso que lleva años refunfuñando contra los beneficios sociales de Internet y es el autor de The Net Delusion: The Dark Side of Internet Freedom ("La ilusión de la red: el lado de oscuro de la libertad en Internet"), que tuvo la mala suerte de ser publicado dos meses antes del estallido en Túnez. La tesis central de Morozov es que Internet no es ni mala ni buena, porque los gobiernos autoritarios pueden usar esas mismas herramientas (Facebook, Twitter) para hacer mucho daño. Así, dice Morozov, el partido virtual entre activistas y tiranos queda empatado o con ventaja para los gobiernos, que pueden espiar o censurar o aniquilar cualquier intento subversivo.
Cuando Ghonim y sus socios on line y off line le ganaron por goleada a Mubarak (que quiso suspender el partido "apagando" Internet, cuando ya era tarde), Morozov insistió: Mubarak cayó no por mérito de los activistas o de Internet, si no por su propia culpa, por no haber silenciado antes el runrún digital que venía sonando bajo sus narices. Si Mubarak hubiera sido un poco más autoritario y hubiera apretado como se debe las tuercas de la web, escribió Morozov, entonces la revolución de las redes sociales habría fracasado (quizás tenga razón Morozov, pero debe de ser bastante incómodo tener que hacer fuerza por la astucia de los dictadores para ganar una discusión).
La entrevista de Ghonim en CNN no clausuró el debate pero al menos sí lo corrió hacia un costado. El nuevo argumento de los escépticos pasó a ser que Facebook o Twitter fueron importantes en Egipto pero sólo como un instrumento de comunicación, una tecnología sin valor agregado. Como me dijo un académico argentino que vive en Nueva York: "Facebook fue clave en Egipto en la misma medida en la que fueron clave los ómnibus peronistas el 17 de octubre de 1945". Roberto Guareschi, ex editor general de Clarín y observador atento de los nuevos medios, escribió en su cuenta de Twitter algo parecido: "Los medios sociales son sólo una herramienta usada por la gente. El poder lo dirimen la gente y los poderes fácticos". Hace dos domingos, en el diario El País, el venezolano Moisés Naím, ex editor de Foreign Policy y un hombre criado en la importancia de la geopolítica, exageró los argumentos de los ciberutópicos y tituló su columna con una sentencia de la real politik : "Ni Facebook ni Twitter: son los fusiles".
¿Y los utópicos, entonces, qué dicen? Lo primero que dicen es que no son utópicos (el nombre "ciberutópicos" es un invento de Morozov) y que los escépticos los citan mal o directamente no los citan. En eso tienen razón. Casi todos los artículos contra Facebook o Twitter empiezan diciendo: "Se ha puesto de moda decir..." o "Como se repite hasta el cansancio..." y después citan una frase sin atribuir (o, si es un texto en la web, sin enlazar al original), normalmente exagerando la posición de los ciberutópicos. "Estoy podrido de la posición facilista de decir que Twitter provocó la revolución en Egipto", me dijo mi amigo académico en la misma conversación sobre los micros de Perón. Cuando le pregunté si se acordaba de al menos una persona que hubiera dicho eso, tuvo que admitir que no.
El planteo central de los ciberutópicos (con variantes entre ellos, porque no integran un bando homogéneo) es que las redes sociales ayudan a dar velocidad, autoridad y confiabilidad a las situaciones de insatisfacción. Clay Shirky, profesor de la New York University y famoso optimista tecnológico (también víctima favorita de Gladwell), resumió hace poco su posición de la siguiente manera: "Muy poco cambio político es posible sin la diseminación y adopción de ideas y opiniones en la esfera pública. El acceso a la información es mucho menos importante, políticamente, que el acceso a la conversación". Cory Doctorow, cocreador de Boing Boing, posiblemente el blog más famoso de Estados Unidos, escribió una reseña negativa del libro de Morozov en el diario inglés The Guardian: "Internet ha aportado muchísimos más beneficios a los disidentes y outsiders , quienes tienen menos recursos para empezar, que a los incumbentes y poderosos". En un país como Egipto, donde la prensa, la televisión y la radio estaban disciplinadas por Mubarak, Facebook fue una plaza pública virtual. Pero también dicen, como Jay Rosen, profesor de la New York University, considerado un gurú de las nuevas tecnologías, que nadie sabe bien todavía qué ha pasado en Egipto. De eso se ocuparán las inevitables tesis doctorales que se escribirán sobre el asunto en la próxima década. Y probablemente le darán la razón a Ghonim, que conoce el asunto de bastante cerca y sabe, mucho más que todos nosotros, de qué está hablando.
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