China, los talibanes y la cuestión musulmana
Se profundiza el tembladeral político en Estados Unidos por el estrepitoso fracaso en el retiro de tropas de Afganistán. No solo implicó una fuerte caída de la imagen de Joe Biden, sino que además insinúa una potencial ruptura con el establishment político y mediático de Washington, que viene criticando con inusitada ferocidad a un gobierno súbitamente debilitado, en particular a un presidente que luce cada vez más endeble. En este contexto, la comunidad internacional observa con mayor interés las reacciones de Pekín. Hasta hace poco, China reprobaba la presencia de tropas estadounidenses en Afganistán: recriminaba de manera continua su “imperialismo” e instaba a retirarlas. Ahora, censura el carácter “abrupto” de la salida. En el lenguaje sutil de la política internacional, el cambio discursivo refleja la creciente preocupación por la seria crisis en Afganistán y las costosas consecuencias que podría generar en términos de inestabilidad y nuevos focos de conflicto en una zona del mundo históricamente muy complicada.
En especial, esto involucra la región autónoma uigur de Xinjiang, en el extremo noroeste de la República Popular China, que arrastra un duro conflicto étnico y religioso y es estratégica para la Iniciativa de la Franja y la Ruta, con la que China se propone reconfigurar la geopolítica y la geoeconomía internacionales. Produce más del 80% del algodón de gigante asiático y se están desarrollando ambiciosos proyectos de infraestructura y energía interconectados con sus vecinos de Asia Central y del Sur. Se trata de uno de los pocos lugares con nevadas naturales, por lo que Pekín está intentando utilizarla como subsede de los Juegos Olímpicos de Invierno del año próximo. Esto genera controversias por las repetidas quejas de muchos países de Occidente sobre violación de los derechos humanos. Recordemos que los uigures son un grupo étnico musulmán que vive principalmente en esa región y que comenzó a manifestarse de manera significativa en 2009, a través de enfrentamientos esporádicos con las fuerzas de seguridad, intensificados entre 2013 y 2015. Representan aproximadamente la mitad de la población de esa zona, que tiene en total 24,8 millones de habitantes. El gobierno lleva tiempo ofreciendo –con bastante éxito– incentivos económicos para que los han –el grupo étnico mayoritario en China– emigren allí: un 40% de los habitantes de Xinjiang, en especial en la capital, Urumqi, pertenecen ese grupo.
El gobierno argumenta oficialmente que busca combatir el “terrorismo, el separatismo y el extremismo religioso”. En efecto, calificó de actos terroristas tres incidentes violentos ocurridos en 2014 y supuestamente llevados a cabo por uigures contra civiles. Desde 2017, la “sinicización”, una nueva política nacional, incluyó asimilación forzada y detenciones masivas con el objetivo deliberado de reducir las influencias de las culturas y de los idiomas uigures, islámicos y árabes. Se impusieron restricciones a la vestimenta, al aseo personal, a las costumbres tradicionales y hasta a la adhesión a las reglas de alimentación islámicas (conocidas como halal). La vigilancia, en simultáneo, aumentó de manera drástica: mayor cantidad de policía local, cámaras, recopilación de datos biométricos con fines de identificación, control más estricto de internet y hasta el establecimiento de “centros de reeducación”.
El retiro norteamericano de Afganistán produjo un vacío de poder que la victoria talibana está llenando solo de manera parcial. Más aún, podrían surgir nuevas alianzas con grupos extremistas islámicos, lo que implica un mayor peligro de ataques terroristas, tanto en la región como en Occidente. Grupos como Estado Islámico, Al-Qaeda y otras milicias más pequeñas afincadas en Paquistán (un aliado clave de China) pueden tener mucho más protagonismo y convertirse en una pesadilla. Por su parte, el Movimiento Islámico del Turquestán Oriental, al que Pekín considera una amenaza directa a su seguridad, tiene presencia activa en la provincia afgana de Badakhshan, en la frontera con Xinjiang. Esta agrupación tiene el objetivo de establecer un Estado islámico independiente en esa zona. Por eso, el ministro de Asuntos Exteriores chino, Wang Yi, instó inmediatamente al nuevo gobierno de Afganistán a adoptar políticas “estables y sanas” con respecto a la comunidad musulmana. Al mismo tiempo, solicitó a los talibanes que cortaran lazos con el terrorismo. Algunos observadores señalan otra amenaza latente: las crecientes tensiones entre Afganistán y sus vecinos podrían favorecer el ingreso de combatientes radicales jihadistas a China a través de fronteras porosas y turbulentas.
Rusia coincide con este objetivo: estabilizar una región limítrofe y que constituye un área de influencia y proyección para sus intereses estratégicos. El gobierno de Moscú promueve una agenda bilateral a través de sus conexiones político-militares con las antiguas repúblicas soviéticas y sus dos bases en Kirguistán y Tayikistán (esta última, con 6000 efectivos rusos). El Ministerio de Defensa de este país informó que debieron reforzarse ante las crecientes amenazas de los talibanes. Los territorios liderados por Vladimir Putin y Xi Jinping difieren en su aproximación a los asuntos regionales, pero no en los resultados esperados: a través de diferentes medios, esperan acercarse a los mismos fines, que son la estabilidad y la contención de los grupos terroristas islamitas más extremos y del narcotráfico, que constituye uno de sus principales mecanismos de financiamiento.
Otro tema de preocupación es la energía. Xinjiang es muy rica en minerales e hidrocarburos: se encuentran allí la quinta parte de las existencias chinas de petróleo y las principales reservas de carbón y gas natural. El portavoz talibán Suhail Shaheen destacó en una entrevista que el gasoducto Turkmenistán-Afganistán-Paquistán-India (Tapi) constituía un proyecto prioritario de largo plazo. En la actualidad, Turkmenistán envía la mayor parte de su producción de gas a China a través de una infraestructura de exportación que atraviesa Uzbekistán y Kazajistán y que consta de tres líneas. La ruta hacia China funcionaba al máximo de su capacidad antes del coronavirus. La compañía rusa Gazprom prohíbe a Turkmenistán el tránsito de su gas hacia Ucrania y el resto de Europa. Turkmenistán precisa de la estabilidad en Afganistán para aumentar la producción en Galkynysh –uno de los mayores descubrimientos mundiales de gas– y abastecer así la creciente demanda china.
Moscú y Pekín podrían desplegar de ahora en adelante un papel más activo en la Organización de Cooperación de Shanghai (OCS). Este ente intergubernamental nació en 2001 y es integrado por China, la India, Kazajstán, Kirguistán, Rusia, Paquistán, Tayikistán y Uzbekistán, con otros cuatro observadores interesados en adherirse como miembros de pleno derecho (Afganistán, Belarús, Irán y Mongolia) y seis “asociados en el diálogo” (Armenia, Azerbaiyán, Camboya, Nepal, Sri Lanka y Turquía). A diferencia de gobiernos considerados patrocinadores, como Irán o Paquistán, la relación de China con el nuevo gobierno en Kabul será más ambigua, compleja y potencialmente oscilante. No puede plantearse como un simple juego de suma cero en el que Estados Unidos queda humillado y toda pérdida de Washington es automáticamente considerada una ganancia para Pekín. La geopolítica mundial del siglo XXI –en este caso, los intereses y valores que compiten, confrontan y se entremezclan en Asia Central– es mucho más enmarañada: interactúan cadenas globales de valor, rivalidades por áreas de influencia y actores gubernamentales y privados (compañías multinacionales y estatales) cuyos intereses se entrecruzan y superponen de maneras laberínticas y contradictorias.