Charly y el fin de la inocencia
Esa tarde vi por primera vez a Charly García. Aunque no sabía quién era ese joven alto y desgarbado en el casi clandestino mundo del rock en la Argentina. Después de todo, yo era un párvulo a punto de cumplir 14 y podría decirse que aquella fue su primera aparición para un público masivo.
En diciembre de 1972, el predio que hoy ocupa el estadio Malvinas Argentinas, en los fondos del barrio de Chacarita, era apenas un descampado bastante descuidado que había sido un desarmadero de aviones de la Fuerza Aérea y, en ese momento, futuro campo de deportes del club Argentinos Juniors. Al menos eso decía el cartel, bastante despintado y maltrecho.
Eso sí, ya en ese entonces llevaba ese nombre patriótico. Podría decirse que no era lo único que tenía en común con lo que sería su destino: el 2, 3 y 9 de diciembre de aquel año albergó a los principales grupos y solistas del rock en la tercera edición del Festival B.A. Rock. Allí se juntaron bandas y músicos ya curtidos como Litto Nebbia, Arco Iris o Pappo’s Blues con debutantes, al menos en un recital de esa magnitud, como León Gieco y Sui Generis.
“Un grupo también muy flamante de la nueva camada”, los presentó Osvaldo Daniel Ripoll, director de la revista Pelo y organizador del festival.
Muy lejos aún de la flota de teclados electrónicos, García tocó en un piano vertical tradicional. “Vamos a hacer un tema que se llama ‘Canción para mi muerte’, que dada la letra se podría interpretar de otro modo que no es la muerte, se podría interpretar como una mujer, pero es ‘Canción para mi muerte,’ o sea, se trata de una muerte”, explicó, con la frescura de sus 21 años.
Ya saben, B.A. Rock pretendía emular la explosión de música y amor libre de Woodstock (aunque aquí las tres jornadas eran interrumpidas al caer la noche, no eran tiempos para tanta libertad, después de todo). En plena adolescencia, y cuando apenas empezaba a rasgar una guitarra (luego vendría el Conservatorio Nacional), yo estaba más feliz que un niño en un parque de diversiones. “Y prepararás la cama para dos”, la última línea del estribillo de aquel himno no podía ser más provocadora para mis oídos.
Imágenes grabadas en el alma: antes de la presentación oficial en el Teatro Coliseo, Charly y Nito anticipan en Canal 7 (ni ATC ni TV Pública, pero el mismo canal) algunos temas de su segundo disco. García empuña un guitarrón Gibson (otro sueño del pibe) y desgrana “Confesiones de invierno”, rebeldía (¿y resignación?) pura. Un año más y el hombre que anticipa el futuro está, ahora sí, rodeado de teclados y músicos en Pequeñas anécdotas sobre las instituciones. Un soplo más y, en 1975, el Adiós. ¿Adiós?
No, en todo caso, el fin de la inocencia de todos nosotros. Tanto que al año siguiente todo se volvería mucho más oscuro.
No vi a La Máquina y, tal vez lo imperdonable, tampoco a Serú. Hace unos años mi hijo descubrió, gracias a internet, que la superbanda de García y Spinetta Jade habían tocado una misma noche en Obras. “¿Cómo que no estuviste?”, casi me acusó. No supe qué decir.
Como la vida también se trata de reparar, fuimos juntos al Concierto subacuático, aquel megarrecital en Vélez para festejar el regreso de Charly de su propia oscuridad y, de paso, su cumpleaños 58. El miércoles 23 el canal Olga reunió a varios de sus amigos y otros músicos de distintos espacios para festejarle los 73. Esta vez no pudo ser de la partida.
La lógica del escorpión, su último disco, sigue dando que hablar. Entre la corrección política de “es otra maravilla de Charly” y “no me gustó para nada, está acabado”. Es difícil tomar partido en esta para mí. Sí me pareció repetitivo de los últimos tres discos, y claro que me duele escuchar su voz cascada y casi ininteligible.
Tal vez tenga que esperar un tiempo. A veces no es fácil seguir al hombre que “solo” tiene “esta pobre antena que me transmite lo que decir/esta canción, mi ilusión, mis penas/y este souvenir”. Menos fácil aún es resignarse al paso del tiempo. El de Charly, y el nuestro.
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