Champagne en Marbella: otra postal de la cultura del poder
Las imágenes de Insaurralde en un yate de lujo se conectan con las de “Chocolate” Rigau frente al cajero automático de la Legislatura bonaerense
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La de “Chocolate” Rigau frente al cajero automático era la foto de una escena incompleta. El cuadro se terminó de componer ayer, cuando la modorra política de un sábado a la tarde se estremeció con la aparición de las imágenes que muestran a Martín Insaurralde, el jefe de Gabinete de Axel Kicillof, en un yate de lujo en el Mediterráneo. Una foto parece explicar a la otra, como si dialogaran entre ellas para desnudar el entramado más chocante y obsceno de la política bonaerense. Lo que se ve es mucho más que un despliegue vulgar de ostentación. Detrás de las imágenes asoma el punto ciego en el que se unen la “caja negra” de la Legislatura con la vida lujosa de algunos dirigentes. Y se descorre el velo, además, sobre una cultura enquistada en el oficialismo, en la que se combinan la falta de empatía y de responsabilidad con una actitud de indiferencia y una conciencia de impunidad que ya ni siquiera intenta disimularse.
“No nos importa nada”, parece ser el subtexto de una imagen que habla por sí sola. Y describe, así, una suerte de ideología practicada desde el poder. El “no nos importa nada” no solo remite a la foto de Insaurralde entre langostas y champagne, sino también a un ministro y candidato que reparte plata sin medir las consecuencias, o a una vicepresidenta que arrastra al Senado a vulnerar la Constitución en el intento de reponer a una jueza que responde a ella, o a un Gobierno que, a tres meses de irse, llena al Estado de militantes y parientes a pesar del congelamiento de vacantes y hasta contrata a una numeróloga como asesora en el Banco Nación.
Aún los viejos vicios, lucen exacerbados. Ya ni siquiera se apela a la simulación ni al cinismo. Tampoco se espera a que terminen las campañas para viajar a Marbella. Es como si se hubiera ingresado en una fase de obscenidad explícita y desinhibida, en la que la desconexión entre el poder y la sociedad ni siquiera se cubre con maquillaje.
Lo de ayer resultó tan chocante que la renuncia se hizo inevitable. Pero no hubo explicaciones ni reproches públicos desde la cima del poder. Hasta se le permitió la dimisión para eludir el despido. En la intimidad, lo que le cuestionan a Insaurralde es que hayan trascendido las fotos, no que haya emprendido unas vacaciones tan extravagantes como difíciles de compatibilizar con su declaración jurada. La política se entretiene con intrigas y conjeturas: ¿le tendieron una trampa? ¿hubo un pase de facturas? ¿tiene que ver con la interna? Parece ingenua, sin embargo, la pregunta fundamental: ¿cómo se explica que un funcionario público se dé lujos propios de una megaestrella del fútbol o el rock internacional?
El caso “Chocolate” exhibió el silencio estruendoso de toda la dirigencia política y también del gobernador Kicillof. Nadie se ha sentido obligado, al menos, a fingir indignación ni a anunciar, para la tribuna, una comisión investigadora. Tampoco hubo sutileza en la búsqueda de impunidad judicial, y se consiguió, a la luz del día, un fallo escandaloso de jueces que no titubean a la hora de rifar su trayectoria en el altar de la obediencia al poder. En el medio de ese espectáculo, que deja a la ciudadanía atónita, aparecen las fotos farandulescas de Insaurralde, el verdadero “dueño” de la Cámara de Diputados bonaerense en la que operaba “Chocolate”, presidida por un hombre suyo. Y vuelve a escucharse el silencio ensordecedor del Gobernador que remite, inevitablemente, a una trama de tolerancia y complicidades.
La de Insaurralde en Marbella es una de esas fotos que pintan una época y desnudan la ética del poder. Está llamada a integrar un mismo álbum junto a la imagen del festejo en Olivos en plena cuarentena, o la del gobernador de La Rioja, Ricardo Quintela, repartiendo billetes en barriadas humildes de la capital provincial. Son las últimas páginas de un álbum en el que también aparecen aquellas imágenes de López revoleando bolsos en el convento, las del hijo de Lázaro Báez contando dólares en La Rosadita o las de las anotaciones en letra cursiva de los cuadernos de Oscar Centeno. Todas trazan un “mapa federal” de un sistema carcomido por los vicios de la corrupción, la demagogia y los abusos de poder.
Hay que mirar de cerca la foto del yate para leer su simbología: al funcionario se lo ve de espaldas al paisaje, mirándose en el espejo de su propio disfrute personal, en una burbuja completamente alejada de la realidad, y en un alarde de indiferencia frente a las consecuencias de sus actos. Que el nombre del barco sea “Bandido” es solo un dato anecdótico que subraya los rasgos de un exhibicionismo explícito y aporta, de un modo casi bizarro, un eslogan a la ideología del poder: “No nos importa nada”.
En términos de cultura política, lo de Insaurralde tal vez se conecte también con el vacunatorio vip. Expresa una idea del poder asociado con los privilegios y completamente alejada del sentido de obligación, del valor de la ejemplaridad y de la noción de servicio público. Que esas imágenes aparezcan en la misma semana en la que se conoció el dato de pobreza, con un salto que la ubica por encima del 40 por ciento de la población, describe ese contraste dramático y desolador entre el poder y la sociedad.
Hay que detenerse en estas provocaciones para entender por qué han germinado en la Argentina sentimientos antipolítica que podrían bordear peligrosamente las posiciones antisistema. El desparpajo del poder, del que Insaurralde es un representante, no una excepción, ha socavado desde adentro los cimientos institucionales. Nadie ha hecho tanto daño al sistema, como muchos de sus propios representantes.
Hoy es el “Insaurraldegate”, ayer fue el “Olivosgate” o la infinita lista de “gates” que se tapan unos a otros. No se trata de piezas aisladas sino de engranajes de una desviación ética que ha herido a las instituciones. El propio sistema debería sanearse a sí mismo. ¿Tendremos la paciencia y la madurez ciudadana como para buscar un tratamiento serio, responsable e institucional frente a la gangrena de la corrupción? ¿O nos dejaremos arrastrar por la indignación y el desasosiego que alimentan las fotos de “El bandido? La Argentina debate su futuro, mientras el poder toma champagne en Marbella. No solo es triste y desolador: también puede ser peligroso.