Chalecos amarillos, obedientes y desaforados
PARÍS
Una amiga que hace años no veía pasó por París. Quedamos en vernos el sábado, olvidando, en el sabor del encuentro, que acá es día de revolución. El resto de la semana, la sociedad de consumo y los valores burgueses reinan sin cortes, pero los sábados de doce a ocho las calles son de los chalecos fosforescentes y las armaduras opacas de los CRS (Compañías Republicanas de Seguridad): nylons contra Robocops disputándose el corazón de París. Empezaba un nuevo capítulo de esta intriga sin líder que agita al país cada fin de semana con su bandera sin mangas y una tenacidad que solo conoce el fuego.
El metro estaba cortado. A mi amiga la hicieron bajar en la estación Opéra. Cuando vio los pasajes subterráneos atestados de gente, las escaleras convertidas en un inmenso embudo humano que tapaba las salidas, se sintió en casa. Pero cuando supo que toda la ciudad estaba cortada, en total desconcierto me dijo: "Debe ser por Pascuas".
No imaginó que se trataba del "Acto 23" de los gilets jaunes, como lo llamaron aquí, porque cada episodio aspira a efeméride. No de otro modo imaginó Robespierre las fechas patrias que el calendario revolucionario debía celebrar, rituales para controlar al pueblo. La revolución de los chalecos amarillos, tres siglos después, tiene horarios a los que, como al fisco, se les teme, padece y respeta. Pronto hará medio año que, obedientes al cuándo y desaforados en el cómo, los chalecos salen a incendiar el yugo los sábados y se levantan los lunes para volver al trabajo por un salario que no alcanza.
Son reglas como cualquier otra, con la diferencia de que en este país se respetan. O eso diría yo, argentina, pero no el juez suizo vestido con ropa de deporte de alta gama color naranja flúo que visita seis veces por año el barrio del Marais, que en la parada del colectivo me comentó: "No soporto estar más de una semana en París por lo salvajes que son los franceses; no saben lo que es la civilización". A él, la revolución, por más que tenga horarios fijos, le parecerá una conducta bárbara. A mí, en cambio, me resulta una paradoja de valores cívicos. Un aspecto casi mágico de estos tiempos: las mismas personas que manifiestan los sábados, pasean los domingos y hacen sus vidas los martes. Difícilmente haya alguno capaz de romper las vidrieras de Starbucks una tarde y estar a la siguiente pidiendo su "caramel macchiato grande" en Les Halles, aunque un orden tan riguroso no puede sino engendrar esquizofrenia. ¿Son los revolucionarios sabáticos en verdad personas comunes y corrientes los demás días de la semana o ser gilet jaune es una identidad 24/7?
Todo individuo debería tener derecho a cierto margen de maniobra cuando los tiempos queman. Baudelaire reclamó dos derechos: poder contradecirse era el primero. Me imaginé a vendedores, obreros y artesanos convirtiéndose cada sábado en superhéroes luminosos. El fuego parece definitivamente ser su súper poder. Dicen que el movimiento se está apagando, pero los últimos actos no fueron menos espectaculares que los primeros. Lo reducido no quita lo grandioso: el número de manifestantes bajará semana a semana, pero el fuego que los acompaña siempre está in crescendo. Arden motos, autos, adoquines: no importa cuán pobres, cuán viejos o gastados estén esos cuerpos por la opresión, cuando uno los ve sembrar el fuego parecen inmortales. En un video, se ve a un hombre de unos sesenta largos arrodillado en medio de la calle con los brazos levantados en signo de victoria; un pañuelo negro le tapa la boca y tres pelos grises le atraviesan la pelada. Detrás de él se alza un enorme fuego fatuo, furiosa la flama y azabache el humo que desprende. Está tan cerca de las llamas que me parece sentir el calor que le quema la espalda. ¿Qué sentirá ese señor un viernes a la noche?
Cuando oscurece, la revolución vuelve a su casa (el segundo derecho que exigía Baudelaire: poder irse). La ciudad torna de a poco a su naturaleza "bo-bo" (bourgeois bohème). Las vallas ceden, los Robocops se suben a sus autos y los turistas invaden las esquinas con su paso enajenado y lento de muñeco Michelin; de los chalecos solo quedan noticias en los diarios, hasta el sábado que viene, cuando, quizá, tomen la Bastilla otra vez.