Cerati, nada personal
Bogotá.- He vivido mi vida bajo el resguardo del cruel consejo de Carl Sandburg: "El pasado no es más que un balde de cenizas... Sigue caminando y olvida los post mórtems". Pero el jueves se murió Gustavo Cerati. Se murió el músico que definió mi primera juventud. Y me parece imposible no recordar.
El recuerdo funciona así: aquéllos eran días de una tristeza inconmensurable. Todos los medios de comunicación de Colombia conmemoraban el primer aniversario de la semana más trágica que había tenido el país en muchas décadas. El 6 de noviembre de 1985 los guerrilleros del M-19 habían tomado el Palacio de Justicia, y en la brutal retoma por parte de las fuerzas militares habían muerto todos los magistrados, varios empleados de la cafetería de la institución y visitantes, y todos los guerrilleros. Más de cien personas. Seis días después, el 13 de noviembre, con el estupor aún vivo en la piel por haber visto la terrible retoma en directo por televisión, fuimos testigos de la peor catástrofe natural que había sucedido en el país. El volcán del Nevado del Ruiz había hecho erupción y el temblor de la montaña fracturó el hielo y una avalancha de lodo y piedras cubrió el pueblo de Armero. Veinte mil personas murieron y el pueblo desapareció. Del horror de aquellos días, de la imagen televisada de una hermosa niña agonizante que duró tres días atrapada en el lodo antes de morir sin lograr ser rescatada, no nos habíamos recuperado. ¿Cómo es que ya había pasado un año de aquella doble pesadilla?
En Bogotá llovía todo el tiempo y en las emisoras de radio ponían una música espantosa. Qué fea era la ciudad. Camilo Sesto estaba aún en su esplendor, y en las fiestas se oía un chucu-chucu deprimente. Nunca llegaba buen cine a Bogotá. Nos conformábamos con lagrimear con Pelotón y estábamos convencidos de que Nueve semanas y media era una obra de arte. El presidente en el que habíamos creído ver una esperanza después del siniestro gobierno de Julio César Turbay había claudicado ante los militares y su intento de proceso de paz había naufragado entre el incendio que consumió el Palacio en la retoma. El narcotráfico estaba en su primer esplendor y el nombre de Pablo Escobar ya estaba en boca de todos, y yo conocía gente que había sido torturada y asesinada por la mafia, así como a jóvenes que ya pagaban penas monumentales por narcotráfico en cárceles de Estados Unidos.
Yo había estudiado en un internado en Escocia, y mis casetes de The Police y Blondie me consolaban de los aullidos de Whitney Houston y la euforia nasal de Lionel Richie. Para mí, sólo los británicos sabían qué era la música. Recuerdo que ya tenía un walkman y cantaba a grito herido sin tener que sufrir el cómico desafine de mi voz. Pero, por supuesto, sólo cantaba en inglés. Nada existía en español. Serrat y Silvio tenían su gracia, pero nada podía comparase con Boy George o The Smiths. Y lo recuerdo tan claramente porque fue en un walkman que escuché, por primera vez, ese triste año de 1986, una banda de rock argentina que puso patas arriba todo lo que yo creía que era posible en la música.
El casete me lo regaló un amigo argentino y nadie los conocía en Colombia. Y Soda Stereo se convirtió, de la noche a la mañana, en mi nueva religión. De pronto, sentí que ser moderno era posible en español. Recuerdo que en los bares a los que iba pedía como quien no quiere la cosa que por favor pusieran ese casete que tenía en el bolso. Y la gente se quedaba anonadada. ¿Qué es eso? ¿Quiénes son? ¿Quién canta? Y todo el mundo me pedía permiso para copiarlo. Y yo me sentía la chica más vanguardista de todo el territorio nacional. Dios mío, cuánto te adoré, Gustavo Cerati.
Por eso, cuando se anunció el concierto de Soda Stereo el 14 de noviembre en Corferias (un recinto espantoso en el que todavía se celebra la Feria del Libro en Bogotá), no podía ni respirar de la emoción. Sólo fuimos 400 personas. Hasta podría contar, si tuviera el más mínimo interés, qué ropa llevaba puesta. Y lo recuerdo porque fue tal mi emoción cuando Cerati, vestido todo de negro, comenzó a cantar, que yo, la tímida y regordeta chica de 20 años que era en ese entonces, me trepé al andamio de sonido que había en la mitad del lugar y me puse a bailar allá arriba, moviendo la cabeza y bamboleando el pelo largo, sin importarme, por primera vez en mi vida, qué pensaría la gente de mí. Por primera vez, fui capaz de liberar mi cuerpo y cantar a grito herido -creo que era la única que se sabía todas las letras- cada una de las canciones.
Entonces, hacia el final del concierto, por fin, Cerati comenzó a cantar mi canción favorita. Y comencé, casi en un estado de delirio, a corear "Estoy sentado en un cráter desierto, sigo aguardando el temblor", y de pronto, sin que mediara la voluntad, la imagen de la gente de Armero, del volcán, de la niña que no pudo ser salvada, se me confundió con cada palabra de mi canción favorita, y comencé a llorar, y la letra seguía diciendo: "Sé que te encontraré en esas ruinas", y el Palacio de Justicia destrozado, con espirales de humo subiendo a ese cielo panza de burro de esa desolada ciudad que era la Bogotá de ese entonces, se me atravesó de lleno, y seguí cantando, en un estado de pasmo, "hay una grieta en mi corazón", "un planeta en disolución".
Nunca olvidaré ese concierto. Nunca olvidaré ese caos emocional, la euforia y las lágrimas llenando mi cara en simultáneo. Tenía 20 años y aquel era el país en el que me había tocado crecer. Y Soda Stereo supo, sin saberlo pero a sabiendas, conjugar y liberarme al mismo tiempo de aquel melancólico destino.
La autora es periodista cultural, fundadora de la revista Arcadia de Colombia
Marianne Ponsford