Caso Ciccone, mucho más que una mordida
La causa en la que se investiga al vicepresidente es el síntoma de una voracidad insaciable y de una corrupción estructural, que el kirchnerismo puso en marcha con el desmantelamiento de los organismos de control
El caso Boudou no es un hecho aislado, sino la culminación de un comportamiento que atravesó todos los años del kirchnerismo.
Cuando Néstor Kirchner asumió como presidente, su ministro de Planificación, Julio De Vido, nombró síndica adjunta en la Sindicatura General de la Nación a su propia esposa, Alessandra Minicelli. El hombre que manejaba un abultado presupuesto estatal sería controlado por su propia consorte. Temprano mostró el gobierno kirchnerista su desprecio por la ética pública. Tras tan lucida designación, los Kirchner vaciaron los organismos anticorrupción, colocando en ellos a funcionarios adictos, un destino del que sólo se salvó la Auditoria General de la Nación ,dirigida por Leandro Despouy, porque la ley establece que la presida un representante de la oposición. En los últimos diez años se han abierto 700 causas por corrupción, pero sólo ha habido tres condenas. En cambio, un fiscal, Campagnoli, que se animó a investigar a Lázaro Báez, empresario amigo y beneficiario del poder, debe estos días comparecer ante un jury. El perseguido es el que investiga.
La corrupción es estructural al kircherismo porque los Kirchner han basado su carrera pública en el axioma según el cual para hacer política hay que tener plata. Para ellos, la caja es el valor central, y su historia, desde que se establecieron en el Sur, lo demuestra. Todo esto ha sido dicho muchas veces, y quien esto firma lo ha repetido en tantos artículos que hasta da un poco de vergüenza la reiteración. Sin embargo, las denuncias de corrupción no alcanzaron a influir en las decisiones políticas tomadas por la sociedad. Es que en la Argentina impera la blandura ética, heredera de un legendario lema brasileño, inventado por el político Ademar do Barros, cuyos partidarios, en las campañas para comicios por la alcaldía y luego gobernación de San Pablo (que ganó), lo presentaban así: "Rouba mais faz" (roba pero hace). Ese relativismo ha calado tanto en la sociedad que un escritor, por cierto muy crítico con el Gobierno, hace poco calificaba a las protestas contra la corrupción como "honestismo". Un término evidentemente despectivo. En 1983, Raul Alfonsín exageraba así: "Con la democracia se come, se cura y se educa". Era cierto, aunque no bastaba. Protestando contra la corrupción, alegan algunos hoy, no se avanza en la historia.
No alcanza sólo con denunciar la corrupción, pero sin confrontar con la corrupción ningún otro avance será posible, porque la corrupción pervierte cualquier sistema político y puede colapsarlo.
Resta por ver cuándo la sociedad se cansará de mirar con paciencia vicios como el robo de los dineros públicos ahora que ése y otros desafueros acompañan no ya el crecimiento sino las penurias materiales de amplias mayorías.
Boudou, políticamente, es una rémora del cristinismo rampante. El dedazo lo consagró en las viejas épocas de gloria: en aquel 2011 en el cual, cabalgando sobre el huracán necrofílico -Néstor, que acababa de morir, era elevado al altar de Padre de la Patria- resplandecía la idea de la Cristina Eterna. Después, todo cambió. Murió Chávez, Bergoglio fue Papa, la economía empezó a fallar. En 2011, un vicepresidente lindo, rockero, y sobre todo piola, les pareció una brillante idea a los estrategas de pacotilla. Ahora, la careta cayó y Boudou se transformó en un anacrónico malandra. Eso pasa cuando se hace política con miras cortas.
La supuesta apropiación de la fábrica de papel moneda para convertirla en un negocio privado es más grave que el típico acto de corrupción en el cual un funcionario lucra aprovechando su situación en el Estado. El caso Ciccone no fue sólo una mordida. Fue el síntoma de un hambre insaciable. Fue un asalto en regla a la sociedad.
El Gobierno no puede soportar una justicia inquisitiva, típica de los finales de época. Cuando los jueces perciben el cuesta abajo, se ponen rigurosos. No es nuevo el fenómeno. Oscar Salvi procesó al devaluado Massera cuando aún había uniformados en la Casa Rosada, pero la salida del poder estaba cercana para el siniestro Proceso. Jorge Urso, con prudencia, esperó a que Menem bajara del trono para detenerlo.
La Argentina tiene a su vicepresidente imputado y a punto de ser procesado por delitos de corrupción: ¿puede haber un hecho más simbólico de la decadencia nacional? No es el único. La Universidad de Buenos Aires, el lugar que convocó, en su momento, a las grandes mentes de América, de Mariátegui a Vasconcelos, ha retrocedido siete puestos en el índice que elabora la consultora global QS para medir la calidad académica de las universidades del mundo. En la calle, se viven formas atroces de indignidad: por ejemplo, se lincha a supuestos ladrones. Mientras Brasil es capaz, con todas sus fallas y defectos, de organizar un Mundial de fútbol, o sea un evento de alcance universal, en la Argentina ni siquiera se ha podido jugar normalmente una final de ascenso (hubo que llevar el partido a cien kilómetros). Es que campan por sus fueros los delincuentes que la Presidenta idealiza como "héroes del paraavalancha".
La prensa oficial defiende a Boudou con un argumento ad hominem: la Justicia decidirá en su momento, dicen; mientras tanto, calificar a un acusado es lincharlo. En lógica, argumentar ad hominem quiere decir juzgar las personas, no los hechos. Los kirchneristas hicieron de esta práctica su biblia. A Ernestina de Noble, por ejemplo, la crucificaron no por sus ideas o prácticas del periodismo, sino como "apropiadora de niños robados"; finalmente, una fábula. A Boudou, dicen, se lo persigue porque él le arruinó el negocio a las cajas de jubilación privadas. Ocultan, interesadamente, que la Justicia en este país es pública. Los medios de comunicación ventilan la vida pública y por lo tanto las pruebas de los procesos son examinadas por la opinión pública. La Justicia es abierta al pueblo. Fue el reclamo de los kirchneristas cuando querían reformar el Poder Judicial, acusándolo de ser una cueva cerrada. La prensa adicta al poder no dice una palabra de las pruebas contra Boudou, evidencias tangibles que serán oportunamente evaluadas en sede judicial, pero que las investigaciones periodísticas exhiben día a día. Esa prensa oficialista, cual púdica doncella, clama: "¡Hay prejuzgamiento!"
Aun si Boudou le hubiera arruinado el negocio a poderosas empresas, nada borraría el delito que se le imputa.
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