Casi 40 años de democracia: algo para celebrar y mucho para mejorar
La democracia argentina nació, hace casi 40 años, con la convicción de que las elecciones periódicas no lo son todo. Que elegir a través del voto a quien nos representa en algunas instancias del poder público es una condición necesaria, pero no suficiente, para el tipo de gobierno que la Argentina se había comprometido a constituir. Salíamos de la peor etapa de nuestra historia con la convicción de que “nunca más” permitiríamos que nos gobernara alguien a quien no elegimos y que no podemos controlar. Pero nos comprometimos también a que los poderes públicos iban a ser dignos de nuestro acompañamiento si honraban la convicción complementaria de que “nunca más” se violarían derechos humanos, derechos que multiplicamos en el texto de 1994 junto con procesos para hacerlos efectivos.
Andando el tiempo nos dimos cuenta de que elecciones y derechos dependen de políticas públicas para hacerlos efectivos y que en la implementación de estas políticas se juega la presunción de validez, la legitimidad, en definitiva, de las decisiones públicas. En efecto, no es lo mismo más y mejor deliberación, más inclusión, más igualdad, más información, más competencia entre ideas y partidos políticos, que menos. A mayor y mejor deliberación, más presunción de legitimidad, más confianza y más cumplimiento.
Sin embargo, nos encontramos, a casi cuarenta años de esos compromisos, discutiendo todavía algunas cuestiones básicas.
Nuestro federalismo electoral presenta una enorme diversidad de reglas de juego que usualmente se modifican para aumentar la ventaja de los oficialismos. Cambiar las reglas de la competencia, como habilitar la propia reelección indefinida, no es la única forma: el uso estratégico del calendario electoral o de recursos oficiales para el financiamiento de campañas otorga ventaja sobre sus competidores. Así, la oposición enfrenta cada año electoral con incertidumbre, mientras que los oficialismos definen si despegar o no la elección provincial de la nacional según qué opción mejora sus chances de ganar.
En algún momento habíamos aceptado que la toma de decisiones sobre políticas públicas en la Argentina se había concentrado demasiado en el Poder Ejecutivo y que eso no era bueno para el aumento de la calidad deliberativa de las decisiones. El problema no solo consiste en la exclusión de la oposición, sino también de aliados del oficialismo o de los actores directamente afectados. La debilidad de los partidos políticos, la lógica de coaliciones electorales incongruentes entre distritos que muchas veces no se sostienen en el gobierno o lo hacen con altos grados de conflictividad, la integración de los gabinetes que no refleja la coalición electoral y las lógicas poco cooperativas de trabajo en el poder legislativo exacerban este mecanismo: las coaliciones electorales suman socios para maximizar las chances de ganar, pero luego no se traducen en coaliciones de gobierno, ni los gabinetes responden a intercambios por apoyo legislativo. Por su parte, el Congreso, durante los últimos 40 años, ha jugado un rol crucial en la preservación de la continuidad institucional de la democracia y sin embargo su involucramiento en la discusión, definición y control de políticas públicas ha ido menguando. Esto incentiva la toma de decisiones concentradas en el presidente o la negociación y construcción de mayorías caso por caso, con consecuencias negativas para la estabilidad y sostenibilidad de las decisiones.
La falta de confianza en las reglas del juego político genera un problema ulterior: la pérdida de legitimidad del sistema, la caída en la confianza pública que deberían merecer las autoridades y las normas de la democracia argentina. La percepción que predomina es que las instituciones de la democracia no dan respuesta a las demandas de los ciudadanos y que han perdido legitimidad. La versión más reciente del Latinobarómetro de 2020 revela que únicamente el 55,3% de los argentinos apoya la democracia, alrededor de 20 puntos porcentuales por debajo de la medición de 1995, año en que comenzó la encuesta (75,5%).
Fenómenos como la corrupción, la evasión impositiva, la informalidad laboral o el incumplimiento de reglas de convivencia son comportamientos sociales tolerados y muchas veces excusados como reacciones inevitables frente a un poder público que no cumple con sus compromisos. Así, el contrato social se quiebra y los conflictos no se deciden conforme los acuerdos de la democracia constitucional. Y cuando el derecho no decide, decide la fuerza del poderoso o el engaño del vivo.
A casi cuatro décadas del que fue el momento más luminoso de nuestra historia constitucional, todavía tenemos mucho que hacer en términos de educación, salud, seguridad, vivienda, crecimiento. Pero nada de lo que hagamos en esas áreas se sostendrá si no cumplimos con los acuerdos a los que lleguemos. Tradicionalmente suponíamos que la única forma de hacerlos cumplir era la amenaza de castigo. Si esa fuera la única herramienta que tuviéramos, la preocupación por el futuro estaría justificada. La amenaza de castigos, si bien tiene un rol de prevención o de reproche, no puede ser toda la política de cumplimiento de reglas a nuestro alcance. La sociedad civil en las familias, las asociaciones civiles, los medios de comunicación, los diferentes espacios de convivencia ciudadana deben estar al servicio de la formación de personas capaces de asumir los derechos y las obligaciones que nos hemos impuesto cuando dijimos “nunca más”, pero ahí no acaba la cuestión.
Las autoridades deben merecer la confianza de la ciudadanía, deben construir su legitimidad. La forma en la que ejercen el poder es clave. Así, la disposición a escuchar argumentos ajenos por más extraños o equivocados que parezcan, el respeto en el trato cotidiano, el esfuerzo no solo por ser imparcial sino también por parecerlo y la comunicación clara y transparente de tal forma que quienes deben guiar su conducta entiendan que lo que se les exige son virtudes esenciales de toda autoridad que aspire a ser obedecida.
Hace casi 40 años los argentinos desterramos la violencia y la usurpación del poder constitucional como formas de la política. Lo que nos queda es la construcción de una sociedad capaz de convivir en la diversidad de opiniones, robusteciendo el intercambio de ideas para decidir mejor. Siempre hablamos con orgullo de nuestra capacidad para la hospitalidad, de nuestro placer en ser anfitriones, de que siempre hay un plato en nuestra mesa para quien llega a cualquier hora a tocar nuestra puerta. De esa capacidad de aceptar a otros, de celebrar el encuentro en la diferencia, podrían surgir los recursos sociales que necesitamos para producir el cemento que nos una y así honrar el legado de nuestra transición democrática.
Doctor en Derecho e investigador principal de Instituciones Políticas del Cippec