Cartas que hacen la historia
Hablan en francés y escriben en francés. Son padres, madres, esposas, hermanos, hermanas, hijos e hijas de Camerún. Dan testimonio de una pérdida, la de padres, madres, esposas, hermanos, hermanas, hijos e hijas que se lanzaron a la aventura de emigrar y no volvieron, y tampoco enviaron señales de vida. Nadie sabe si lograron llegar, si murieron en la tierra o el mar, si la vergüenza de un fracaso les impide tomar contacto o volver.
"Señales de vida" se llama la producción especial en la que el diario El País de España reunió los testimonios de familias camerunesas que buscan desesperadamente saber qué pasó con sus seres queridos. Hay fotos, audios, enlaces para poder restablecer el contacto.
"Hijo mío, es tu padre quien escribe?". Conmueve la letra esmerada sobre las hojas de un cuaderno usado o sobre las páginas de una de esas libretas de anotaciones que suele haber en la cocina. Conmueve porque esas hojas sueltas -rayadas, cuadriculadas- alcanzan para reconstruir lo que no está, evocan los días de escuela, las tardes en casa haciendo la tarea sobre la mesa, mamá y papá, los hermanos, toda esa vida que la ausencia trastocó.
Algún día esas cartas serán, como tantas otras, material para la historia de la inmigración. Buena parte de lo que hoy sabemos sobre la dimensión subjetiva de la epopeya migratoria tuvo como fuente la correspondencia entre los que habían cruzado los mares y el mundo que habían dejado atrás. Si la historia contabilizó olas y cantidad de ingresantes, si se dedicó primero a estudiar el proceso de modernización social y la construcción del país, las cartas -la microhistoria de la historia- se colaron entre los pliegues de las estadísticas y permitieron ver, detrás de las etiquetas, detrás de la categoría de inmigrante y sus generalizaciones, las trayectorias individuales, el dolor de la partida, la incertidumbre del nuevo lugar, los tropiezos de la escritura en la nueva lengua, los logros en la búsqueda de un trabajo o de un lugar para vivir, los esfuerzos por adaptarse a una nueva sociedad que no siempre los recibió amablemente.
Hoy predomina una memoria bastante idealizada de lo que fue todo aquello. La superficie tersa de un relato pulido que aceptó como imagen la del crisol de razas y olvidó las tensiones del momento, la violencia; que olvidó los desprecios, cuando las elites hablaban de la turba, la "plebe ultramarina", la "irritante mezcolanza de costumbres" mugrientas, groseras, charlatanas, que invadían las calles y alteraban la fisonomía propia de la ciudad.
Hay fotos del pasado que parecen reflejar el presente. Las migraciones del siglo XXI no tienen museos propios todavía, pero su historia se está escribiendo en las páginas de los diarios, en los discursos de los políticos, en las investigaciones académicas, en los registros de los organismos internacionales, en los libros y las películas que no pueden ser indiferentes a la peor catástrofe humanitaria de nuestro tiempo.
Y se sigue escribiendo también en clave personal, en los mensajes y las cartas que ahora mismo cruzan los continentes y algún día formarán parte del material de la historia. Pero las cartas de las familias de Camerún que buscan a los inmigrantes perdidos dibujan una trayectoria inversa: no están escritas por el que se fue y quiere contar su experiencia; escriben los que se quedaron y hablan de la ausencia: la angustia de la espera, los hijos que preguntan, los padres que sufren, el peso de la incertidumbre, el temor de lo peor.
Son cartas urgentes, una intervención sobre la realidad para intentar cambiar el curso de las cosas. Algún día también formarán parte de la memoria colectiva y serán fuentes valiosas para la investigación histórica, pero hoy son una operación de rescate, una botella al mar, una denuncia a cielo abierto.