Elegía
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Conocí al doctor René Favaloro en 1978. Una noche, en un programa de televisión, un médico, un cardiocirujano creador del by–pass, dijo: “Los jóvenes deberían leer a Luis Franco y a Martínez Estrada”. Me sorprendió.
Yo había escrito recientemente el libro Conversaciones con Luis Franco. Decidí hacérselo llegar. Muy pocas personas conocían -conocen- a este escritor, uno de los más importantes de nuestra América mestiza.
A los dos meses el doctor me invita porque quería conocerme. Al llegar al sanatorio en el que él trabajaba, su secretaria, su brazo derecho, Graciela Cordero, amablemente me dijo que el doctor me concedía una entrevista de quince minutos. Le respondí que aceptaba el tiempo que él dispusiera.
La conversación duró casi dos horas. Allí nació nuestra amistad. Atentamente lo escuché hablar de su vida en los Estados Unidos, en la Cleveland Clinic, su lucha, su sacrificio constante. Recordó su infancia, la época de médico rural en Jacinto Aráoz, la Sicilia de sus ancestros.
Luego comenzaron los acercamientos sensibles a una cultura humanista. Conversábamos de Pedro Enríquez Ureña, Lugones, Hudson, Cunninghame Graham, Thoreau, Sarmiento, Arturo Marasso... Y los temas históricos, los tiempos de demagogia, los años de dictadura. Yo le contaba de mis padres, de la Guerra Civil Española, de Galicia.
La cercanía cimentó una amistad fraternal. Se fue haciendo de a poco, con la indudable sinceridad y la constancia de dos hombres que creían en la integridad, la ética, la solidaridad. Junto a él, sentía a diario su permanente actividad, su lucidez y sobre todo su espíritu docente. En ese ámbito descubrí a los investigadores, su universo desinteresado y emblemático. Y en ellos encontré nuevos amigos.
He podido crecer en lo espiritual, pues entre otras cosas me hizo comprender el dolor, la enfermedad, la desprotección del ser humano en momentos cruciales. Pero también los adelantos de la ciencia, la abnegación, los problemas sociales que afectan a nuestro país.
Hablamos del general Paz, de San Martín, de Artigas. Él de sus sobrinos, yo de mis hijos. A su lado accedí a páginas de nuestra historia. Con inocencia, nos deslumbraba una cita de Montaigne o de Kant.
Sus manos y su mente configuraban una entidad, superando las contradicciones del destino. Soñó y proyectó un mundo más noble. Sin corrupción, sin injusticia, sin hambre. Contra la insensatez. En este hombre lo artístico y lo científico se proyectaban en una auténtica búsqueda dolorosa.