Carta a un peruano
Me tomo la libertad de escribirle porque soy un historiador mexicano que quiere al Perú. Estoy convencido de que su país se juega la vida en las próximas elecciones. Desde hace muchos años he estudiado los populismos latinoamericanos y sé bien que su mezcla letal de culto a la personalidad, dogmatismo ideológico, mentira propagandística e irresponsabilidad económica destruye a los países, no por unos años, no por un período: los destruye para siempre. Y no quiero que eso ocurra con el Perú.
Tampoco quise que ocurriera en Venezuela. En 2009 escribí El poder y el delirio, donde expliqué las razones por las que creía que ese régimen hundiría a Venezuela en la crisis más severa de su historia. Pero nunca imaginé la dimensión de la tragedia: hoy Venezuela, el país más rico del mundo en reservas petroleras, es, junto con Haití, el más pobre de América. Y no solo eso: es una dictadura feroz, un Estado forajido. Cinco millones de venezolanos han debido emigrar de su patria, un millón de ellos al Perú. Encuéntrelos usted, y formule una pregunta muy sencilla: ¿lo que el comandante Hugo Chávez prometió al llegar al poder es similar a lo que promete el profesor Pedro Castillo? Verá usted que sí, que las promesas son las mismas. Y los resultados, tarde o temprano, créame, serán los mismos.
No soy ciego a los dolores históricos del Perú. Lo visité por primera vez en 1979. Entonces, conocí el retraso de la región andina frente a la costa, la postración y pobreza de sus mayorías indígenas, la omnipresencia (en el idioma, en el trato social, en las disputas políticas) de terribles enconos étnicos. Poco después la democracia peruana desplazó a los regímenes militares, pero para entonces su país había caído en el horror de la guerrilla Sendero Luminoso y el precipicio del populismo económico.
Pasaron diez años hasta mi siguiente visita. “No hay límites para el deterioro”, leí en un libro de Mario Vargas Llosa. Y era verdad: un ejército de niños pordioseros invadía las zonas comerciales de Lima, los militares patrullaban las calles en espera del siguiente acto de sabotaje, los secuestros y asesinatos se habían vuelto noticia diaria, los cambistas agitaban sus fajos de “intis” devaluados.
Y, sin embargo, el Perú despertó. Frente a ese drama, Vargas Llosa proponía un programa de liberalización que acotaba el papel económico (no social) del Estado. Su derrota fue dolorosa, pero su proyecto fue adoptado en alguna medida por Alberto Fujimori. La desaparición de la guerrilla fue un alivio, pero nada justificó jamás el carácter dictatorial y corrupto del régimen de Fujimori.
El Perú merecía amanecer al siglo XXI con otro horizonte. Y pareció que apuntaba. Soy testigo de la esperanza que concitaron Alejandro Toledo, Alan García y Ollanta Humala, Pedro Pablo Kuczynski, y la terrible decepción que dejó cada uno por motivos diversos y un denominador común: la corrupción. Y, sin embargo, a lo largo de ese mismo período, el desarrollo del Perú fue sorprendente.
Deploro los pésimos gobiernos y la irresponsabilidad e ineptitud de la clase política. Sé muy bien que la pandemia ha empobrecido de nuevo, dramáticamente, al Perú. Y sé que muchas de las viejas llagas siguen abiertas o se han abierto aún más. Pero su país necesita recobrarse, ganar tiempo. No todo está perdido, por eso sería suicida perderlo todo. Keiko Fujimori está a años luz de ser una candidata ideal, pero es la candidata posible para que el Perú no se precipite al abismo donde se encuentra Venezuela. Si triunfa, además de mostrar que puede gobernar con absoluta transparencia y rectitud, debería propiciar el debate público, que es la mejor vía para el surgimiento de nuevos liderazgos.
Sí hay futuro para el Perú. Sí hay ideas innovadoras para atender a la población más necesitada. Sí hay vías para que lleguen al poder nuevas generaciones. Por eso le pido que vote por ese futuro posible.