El año era 1941. El guitarrista porteño Edmundo P. Zaldívar (h) trabajaba como compositor e intérprete para Radio El Mundo. Tocaba con el conjunto Motivos De Mi Tierra, en general canciones de inspiración cuyana y pampeana. En la radio decidieron remozar a la audiencia con alguna novedad y le encargaron una composición de aires norteños. El mercado local estaba dominado por el tango, en menor medida por el jazz y por la música característica. El folklore todavía estaba en gestación, pero ya empezaba a inventarse un lenguaje y un consumidor.
Zaldívar tenía 24 años. Nunca había estado en el noroeste del país. Había visto algunas fotografías, había oído algunas canciones y le habían contado algunas anécdotas. Acaso eso bastaba. Miró un mapa, lo recorrió con el dedo índice. Le pareció que la palabra Humahuaca se oía bien; la acción tendría lugar pues en esa localidad jujeña. Imaginó una tríada para representar a la Quebrada: erke, charango y bombo. La combinación no se apoyaba en ningún género asociado al incipiente folklore del noroeste del país. Ni de ninguna otra parte.
El muchacho pensó en escribir un huayno, pero viajaba en tranvía y el traqueteo del vehículo le proporcionó el ritmo que buscaba. Decidió que la composición sería un carnavalito. ¿Así sonaba un carnavalito? ¿Como un tranvía clavando los frenos de manera entrecortada? Así sonaría a partir de ese momento.
“El humahuaqueño” se volvió un éxito de hoy y de siempre. Primero se insertó en el mercado local; luego aportó su cuota de exotismo en diversos mercados internacionales. La radio, las grabaciones discográficas y los espectáculos teatrales la llevaron más lejos que a casi cualquier otra pieza de música argentina. Todos –bueno, casi todos, siempre hay espíritus incorregibles? la reconocen. Si no se la registra por el título que le dio el autor, sí como “El quebradeño” o “El carnavalito”. Lo que prueba, de alguna manera, la relación naturalizada de la canción con un espacio (la Quebrada) y un género (el carnavalito).
Finalmente, años después, Zaldívar llegó a Humahuaca. Lo recibieron con honores y gratitud. El decreto nº 3621-G con fecha del 30 de septiembre de 1954, a cargo del Poder Ejecutivo Provincial, declaró a “El humahuaqueño” baile y música regional de la provincia de Jujuy. Zaldívar murió el 7 de febrero de 1978 y está enterrado en el cementerio de Humahuaca; desde 1982, cada 7 de febrero se celebra el Día del Carnavalito.
Gestos modernos
La portada de la partitura para piano de 1943 es maravillosa. Bajo el título de “El humahuaqueño” se explicita su género, “carnavalito”, y bajo el género se anota su definición: “Danza típica indo criolla”. La mayor parte de la carátula la ocupa un retrato de Zaldívar. Es un hombre blanco que sonríe, mira de lado, lleva saco y corbata, bigotes y el cabello con fijador. Podría ser un cantor de tangos o un actor de cine, y nada, a priori, lo relaciona con el folklore jujeño. La imagen cuenta otra historia: un muchacho porteño subió a un tranvía para ir a la radio y compuso por encargo una canción que discutió cuáles eran los límites de una tradición y qué podía ser dicho o pensado en su nombre.
Al componer su canción, Zaldívar compuso un género; al producir un género, montó sus antecedentes: bailes, vocablos, referencias letradas, costumbres, paisajes, hábitos, contextos de actuación. Una vez dispuestos los antecedentes y asumidos como discurso legítimo, ya no había nada extravagante en la partitura para piano de una danza típica indo-criolla de la región andina central tejida en torno a un erke, un charango y un bombo. Ya era parte de una tradición.
No es que los carnavalitos no existieran antes de “El humahuaqueño”. El musicólogo Carlos Vega, tras sus investigaciones en Jujuy en los años 30, demarcó un carnaval “antiguo” y un carnavalito “moderno”. Al primero lo vinculó con las ruedas o rondas primitivas; lo caracterizó como “supervivencia prehistórica”. No servía de mucho, excepto como pieza de museo. Pero la música a la que identificó como carnavalito sí tenía una utilidad directa en el moderno Estado nacional. Podía entrar a los clubes, los teatros, las audiciones radiales y el sistema educativo.
Así se fabricó el folklore. Un musicólogo recogía canciones a las que vinculaba con culturas en extinción, le quitaba las partes complejas, alteraba su estructura para eliminar las formas asimétricas, prescindía de los instrumentos locales y la transcribía en una partitura para piano que se usaba en la clase escolar y en el espectáculo de ballet. Luego esta música, ya adaptada al gusto urbano, inserta en el mercado del entretenimiento de masas y en la industria de “ídolos populares”, componente del proyecto estético y moral de las élites conservadoras, libre de actores sociales e identidades históricas indeseables, pensada explícitamente como representación de otra cosa, volvía a los espacios que representaba y ocupaba el lugar de su representación.
Si se la coloca sobre este telón de fondo, no es tan raro que la canción más famosa de la quebrada se haya compuesto en un tranvía porteño. El folklore se produjo de ese modo. Tal vez no en tranvías, pero sí en lugares con tranvías y antenas de radio. En los centros, no en las periferias. En el presente, no en el pasado. En organismos estatales y grandes medios de comunicación, no en celebraciones incómodas para sus idearios de progreso y civilización.
Construir el mito
En 1959 o 1960 se publicó Carnavalitos, firmado por Edmundo P. Zaldívar (h) y su conjunto de Arte Folklórico y Nativo. A diferencia de la partitura para piano de 1943, en la portada del álbum ya no aparece el retrato del compositor. Ahora hay una ilustración en la que un grupo de personas con ponchos, polleras, trenzas y rasgos fenotípicos andinos bailan al compás de la música que tocan con instrumentos de viento y percusión. El suelo es verde y ondulado; por detrás se observa una pequeña montaña también verde. Décadas después, acostumbrados a la iconografía polvorienta y áspera que se asocia a la Quebrada, el verdor y la suavidad de la imagen resultan tan familiares como extrañas. Sin embargo, ya está todo ahí. Esa música, te dice la portada, pertenece al folklore jujeño.
Podés escucharla, consumirla, incluso identificarte con ella. Hay que mirar la tapa de Carnavalitos de Argentina, un álbum de 1957 para mercados internacionales firmado por Zaldívar (and his orchestra). Un muchacho toca la quena y una muchacha baila a su lado. Visten ponchos, sombrero, chullo y sandalias; son jóvenes y de piel clara. Pero en la imagen aparece otra pareja. Un hombre y una mujer, mayores, sentados a la mesa y ataviados para una salida nocturna formal en cualquier gran ciudad occidental de mediados del siglo XX, observan a los jóvenes mientras beben champaña. Presencian un espectáculo, un show.
El folklore es un artefacto propio de los modernos Estados nacionales; como tal, asume sus mañas. La principal, su origen objetivamente reciente en contraste con la antigüedad subjetiva que se le asigna. Es corriente que el folklore, en especial el del noroeste, se adjetive como ancestral, milenario e inmemorial. Se lo fabricó de ese modo: para que se hundiera en un pasado remoto y nebuloso, en ese tiempo mítico siempre maleable en el que se pierden todas las narraciones nacionales.
Durante el último siglo, el patrimonio de la Quebrada se ajustó a diferentes mecanismos de institucionalización. Existen innumerables leyes, decretos, ordenanzas, resoluciones, placas, monumentos, festividades, museos, celebraciones. El Día del Carnavalito es una de ellas. Dignatarios, músicos, bailarines y curiosos se acercan hasta la tumba de Zaldívar en Humahuaca. Por su ornamentación, el sepulcro parece dedicado más a una canción (y por su intermedio a un género musical y una región cultural) que a una persona. Una enorme fotografía, por sobre la tumba, muestra al compositor junto a la leyenda “El padre del Humahuaqueño”. Es una fotografía de estudio, con fondo neutro, tomada posiblemente hacia 1950. Zaldívar lleva poncho, gorro, sandalias y pantalones tres cuartos. Golpea una caja cuadrada. Parece la imagen de alguien disfrazado de coya para un acto escolar, un programa de variedades televisivas o la tapa de un disco de carnavalitos orientado al mercado internacional. En la fotografía Zaldívar no sonríe, pero parece estar pasándola bien.