Carlos Menem, pasión, impunidad y desmesura
Encarnó el estereotipo argentino; pragmático, cálido, fabulador, le vendió al país un tour por el primer mundo como si fuera un pasaje de ida
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En abril de 2009, otro diario porteño me pidió que escribiera un obituario para Raúl Alfonsín. Consigné entonces que “Alfonsín no encarnó al estereotipo argentino: eso lo hizo mejor Menem. En la visión de Oliver Stone, Alfonsín no sería Nixon, sino Kennedy: reflejaba mejor las aspiraciones de su pueblo que su realidad”. Hoy toca recordar a nuestro Nixon, igual de pragmático, pero más cálido que el norteamericano: un fabuloso seductor, o más bien, un fabulador. El presidente que nos vendió un tour por el primer mundo como si fuera un pasaje de ida.
Como Nixon, que sacó a los militares de la ciénaga vietnamita, Menem sacó a los militares de la ciénaga política. El 3 de diciembre de 1990, primero, y el 31 de agosto de 1994, después, Menem cerró la transición democrática iniciada en Malvinas y coronada por Alfonsín. El indulto con que inauguró su gobierno fue tan inmoral como eficaz: al soltar a los criminales, Menem ganó legitimidad para reprimirlos. “Yo los indulté... pero les disparé”, le hace decir el periodista Martín Rodríguez en un epitafio anticipatorio. Primero, en 1990, Menem les disparó cuando se sublevaron; después, en 1994, les quitó la carne con la que cocinaban sus desaguisados al abolir el servicio militar obligatorio. Hoy los militares venezolanos y brasileños fiscalizan a sus gobiernos, mientras los argentinos están subordinados al poder civil. Menem lo hizo.
Abusando del calendario, podría definirse a Menem como un paréntesis entre dos gobiernos radicales. Fue, claro, mucho más que eso. Pero lo rodearon radicales porque él se encargó de hundir las candidaturas peronistas de Antonio Cafiero primero y de Eduardo Duhalde después. Tuvo socios poco recomendables, porque se aliaba con los peores para ganarles a los mejores. ¡Y vaya si les ganaba! Obtuvo todos sus cargos públicos por el voto popular. La dictadura lo hizo presidiario, no millonario.
Menem benefició pero no enamoró a la clase media: lo votaban con vergüenza. El voto menemista sorprendía cada vez que salía a la luz. En 1993, el riojano Erman González ganó inesperadamente las elecciones porteñas. En 1995, el propio Menem superó a José Octavio Bordón por veinte puntos y evitó, contra todos los cálculos, el ballottage. Aun en 2003, ya en el llano y con la convertibilidad explotada, ganó la primera vuelta. Renunció a participar en la segunda porque el amor no era tan fuerte.
¿Cómo afectó la década menemista al sistema de partidos? A primera vista, poco. En 1989, el peronismo llegó al poder con el 47% de los votos, y diez años más tarde lo abandonó con 38%. A la inversa, el radical Eduardo Angeloz obtuvo el 37% en 1989 y Fernando de la Rúa llegó a la presidencia con 48%. El bipartidismo en el espejo: dos partidos se alternaban en el poder sumando siempre el mismo porcentaje de votos, 85%. Pero por debajo algo estaba roto.
La ruptura más visible se dio en el peronismo. El Grupo de los Ocho, liderado por Chacho Álvarez, se abrió del oficialismo a fines de 1989, formó un bloque propio de diputados y, entre 1995 y 1997, se constituyó en el principal adversario del menemismo. Ya constituido como Frente Grande y luego Frepaso, buena parte de sus dirigentes transitaron por el gobierno de la Alianza y reingresaron al peronismo con Kirchner. Irónicamente, la muerte alcanzó a Menem como senador del Frente de Todos, brazo legislativo de un gobierno que no solo cobija a viejas figuras del Frepaso, sino que lo remeda en su capacidad de gestión.
Enfrente, mientras tanto, se rompía el radicalismo. La bomba de acción retardada que fue la convertibilidad terminó explotando en las manos inertes de De la Rúa. La consecuencia inmediata fue la candidatura presidencial de Leopoldo Moreau, que superó el 2% de los votos. En apoyo a la tesis del actual gobierno de que el Frente es de Todos, Moreau integra hoy en Diputados el mismo bloque partidario que integraba Menem en el Senado. Pero el estallido de 2001 tuvo consecuencias de mayor calado que la deserción de sus candidatos presidenciales: tornó inviables las candidaturas solitarias del radicalismo, generando incentivos para la formación de alianzas electorales. Las coaliciones de gobierno, sin embargo, tienen otro precio, y la Argentina todavía está aprendiendo a hacerlas funcionar.
Como en las olas del mar, la espuma creada por el menemismo ornamentó la superficie, pero no penetró en aguas profundas. Cuando Menem asumió, la UCR gobernaba solo dos provincias, haciéndose acreedora al mote de Únicamente Córdoba y Río Negro. En 1991, el radicalismo ganó cuatro gobernaciones; hoy controla tres. Es difícil pedir más estabilidad. Lo mismo ocurre con el peronismo, que gobierna dos tercios de las provincias –no importa cuándo leas esto, la política argentina es volátil en la Plaza de Mayo, pero estable en el territorio– y no hubo Menem, Kirchner o Macri que alterara esa regularidad. Al contrario, todos ellos llegaron a la cima desde una gobernación, a diferencia de los presidentes estadounidenses, que suelen llegar desde el Senado. Pero no demos ideas.
Muchos creen que el menemismo, más que un cambio político, impuso un cambio cultural: pizza con champagne, los descamisados del PJ con los oligarcas de la UCeDé. Y algo de eso hubo, porque las clases medias recién se rendirían a la seducción peronista cuando Kirchner les prometió combatir al pejotismo. Pero el cambio cultural fue una ilusión o, acá sí, un paréntesis. Véase si esta descripción no refleja al país kirchnerista: “La cultura política argentina muestra fuertes signos de estatismo. Ello se traduce en la adhesión de la población a políticas proteccionistas por parte del Estado y en el decidido apoyo a la acción estatal en áreas percibidas como próximas a sus realidades cotidianas”. El texto fue publicado por Edgardo Catterberg en su libro Los argentinos frente a la política, que data de… 1989. En este aspecto, el discurso de los Kirchner reflejó mejor a la sociedad: el estatismo no había muerto con Menem, estaba de parranda.
Sin embargo, explicaba Catterberg, el apego al Estado “no es de carácter predominantemente ideológico, sino pragmático y centrado en demandas de actuación estatal que apuntan a acciones concretas, directamente vinculadas con la satisfacción de necesidades individuales”. En eso consistió la habilidad de Menem, en conciliar los valores sociales de los argentinos con sus aspiraciones individuales. Años más tarde, Macri no lograría el mismo logro.
Sepulturero del siglo XX, Menem fue el precursor del peronismo del siglo XXI: combinó intuición con audacia. El peronismo original no escatimaba esos elementos, pero su fundador se caracterizó por el estudio y la organización: Perón había leído a los clásicos y escribía libros, Menem se vanagloriaba de leer a Sócrates. Carismático, Perón era sobre todo un racionalista; sus sucesores fueron fundamentalmente vitalistas, Menem el primero, Cristina la mayor.
El pensador alemán Max Weber esperaba de un político pasión, responsabilidad y mesura. Pasión para entregarse a una causa, responsabilidad para hacerse cargo de sus decisiones, mesura para no perder perspectiva. La pasión de Menem fue tan indiscutible como, contra Weber, su desmesura. Su fallecimiento sin juicio en los casos de Río Tercero y la AMIA no evita que algún día haya verdad, pero ya no habrá responsabilización. Como la luna, Menem siempre tendrá dos caras: consolidó la democracia y murió impune.
Politólogo, Universidad de Lisboa