Capitalismo y Estado en China
Las estadísticas disponibles son contundentes en cuanto a mostrar el estancamiento económico de nuestro país, con las consecuencias inevitables de pobreza, desempleo e informalidad, entre otras carencias. Las causas o condicionantes de estos resultados son varios y derivan de diferentes dimensiones de la dinámica de nuestra sociedad. Uno de ellos, poco tenido en cuenta, aparece instalado en nuestra cultura política y alimentado tanto en slogans populares como en pretendidas “elaboraciones” de nuestra intelectualidad progresista. En ambos casos se da por “probado” que el capitalismo es una de las principales causas de nuestros problemas, y que la función del Estado es la de ponerle frenos, lo que termina desalentando las inversiones productivas.
De poco sirvió el ejemplo de los países que se desarrollaron con la incorporación del capital privado lograron modernización, democracia y un mejor nivel de vida de sus ciudadanos; pero ahora los resultados de la experiencia China ponen en jaque todos aquellos prejuicios disfrazados de ideologías. La incorporación de capital privado a la dinámica de China, lejos de perjudicar el bienestar de su población, ofrece resultados que llaman la atención de todo el mundo. En ese país hubo un Estado que se ocupó tanto de la producción de riquezas como de su distribución equitativa. Por un lado, ofreció atractivos y garantías para las inversiones de capital privado que llevaron a ese país a nivel de superpotencia mundial; y por otro, preocupado por una distribución equitativa de la riqueza creada, hizo que esa misma sociedad haya eliminado en un corto período de tiempo la pobreza y la miseria, y que su presidente Xi Jinping proclamara recientemente “la necesidad de regular los ingresos (personales) excesivamente elevados”; y que “se ha convocado a las grandes empresas a un mayor esfuerzo de devolución a la sociedad de sus ganancias extraordinarias…”
De esa experiencia China se desprenden algunas enseñanzas que los intelectuales que suelen citar a Marx no deberían pasar por alto. La primera, que el capitalismo es una categoría que se circunscribe a la dimensión estructural productiva de una sociedad, que no determina lo que ocurre a nivel superestructural, donde la fuerza política que conduce el Estado es la que decide cómo se distribuyen las riquezas que emanan de ese modo de producción. La definición del capitalismo como un proceso que se limita a lo estructural productivo surge del capítulo de El Capital que habla sobre “cómo el dinero se convierte en capital”. Se trata de un proceso mediante el cual el dinero compra diversas mercancías (entre ellas una que se llama “fuerza de trabajo”), y cuyo resultado es una mercancía nueva que vale más que la suma de lo pagado por el conjunto de las mercancías utilizadas en ese proceso (mayor valor que diera lugar a la idea de “plusvalía”). Proceso que comienza y termina en la producción de mercancías, y que no incluye siquiera los actos del otro proceso económico referido a la circulación de la mercancía producida; mucho menos las decisiones políticas que se tomen con relación a esa mercancía producida. El hecho de que en los inicios del capitalismo el Estado estuviera en manos de la misma burguesía productora de mercancía alimenta esa confusión; sin embargo no debe confundirse una coincidencia puntual en un momento histórico con una determinación estructural inexistente.
Una segunda conclusión, presente ya en la anterior, es que la distribución de la riqueza es responsabilidad de la fuerza política que opera el Estado. A lo que debe agregarse que una buena distribución resulta insuficiente para combatir la pobreza, sino se incrementa el volumen de lo producido, ya que si este es reducido como consecuencia de un Estado que no se ocupó de incentivar las inversiones privadas, aún bien distribuido no alcanza.
Sociólogo