Capitalismo: el malestar de un sistema en entredicho
Por izquierda y por derecha, crece un cuestionamiento al sistema capitalista que es también búsqueda de sentido
Algo anda mal con el capitalismo. Por izquierda y por derecha, por escasez y por abundancia, el sistema es cuestionado desde frentes diversos, a veces difíciles de armonizar.
Varios de los síntomas de este malestar podrían agruparse bajo el eslogan tradicional del escepticismo capitalista: poco crecimiento, mal distribuido.
Bajo este paraguas encontramos a los profetas del estancamiento secular, la hipótesis con la que Alvin Hansen describía en 1938 los efectos de la depresión de los años 30, y que economistas como Larry Summers usan para señalar que hace años la economía mundial crece poco y mal. Incluso en los años dorados de la Gran Moderación de principios de los 2000, cuando crecía a tasas altas al eludir los ciclos económicos, cebada por una burbuja que terminó en una profunda crisis global. Todo lo cual alimenta la presunción de que este estado de cosas podría no ser transitorio sino el preámbulo de una nueva y desalentadora normalidad.
¿Por qué no crece la economía mundial? Hay varios (¿demasiados?) sospechosos de este crimen: la demografía (el envejecimiento de la población, que implica que haya menos trabajadores por habitante, lo que a su vez implica menor producto por habitante); la revolución digital (o su fracaso: según el economista Robert Gordon, estas innovaciones son menos productivas que las de revoluciones anteriores); el sobreendeudamiento del mundo desarrollado (la contracara del gasto fiscal para compensar tanto estancamiento); el exceso de ahorro, asociado a la revolución digital (que reduce la inversión en bienes de capital) o a la creciente concentración de ingresos (en manos de un 1% de ricos, que consumen proporcionalmente menos que los pobres).
Por un carril paralelo corren las hipótesis que ponen el foco en la creciente inequidad de ingresos. La profecía divergente de Thomas Piketty, según la cual el porcentaje de ingresos del 1% más rico crecerá sin límite (hasta que los ricos se apropien feudalmente del producto o pierdan todo en las llamas de la revolución). O el gráfico del elefante de Branco Milanovic, que muestra que la variación del ingreso de la población mundial por nivel de ingreso inicial tuvo en los últimos años forma de vírgula (o de perfil de elefante), lo que algunos interpretan como un empobrecimiento de las clases medias de los países desarrollados a manos de las nuevas clases medias de los países en desarrollo (léase, China).
En este grupo podríamos incluir también al econopesimismo de los tecnooptimistas, que advierten que la sustitución del trabajo por la máquina concentraría el ingreso en capitalistas y trabajadores calificados, profundizando el exceso de ahorro y el estancamiento y, en última instancia, frenando el progreso tecnológico. ¿Para qué innovar si nadie compra? (Hay algo intrínsecamente paradójico en esta distopía tecnológica que se devora a sí misma.)
Por último, no podemos dejar de mencionar al pesimismo financiero del tipo que empujó a los Occupy a las calles de Wall Street, y que hoy se resigna a Hillary reconociendo la dificultad de desarmar el lobby corporativo sin romper todo, y la necesidad de convivir con un sistema democrático que es West Wing por fuera y House of Cards por dentro. El sistema no funciona y no hay nada que hacer, parecería decir el neurótico posideológico: relájate y sufre.
El escepticismo capital
Pero no todo es nihilismo radical ni revancha tardía del antisistema trasnochado: el escepticismo capital viene también en color rosa y talle XXL.
En un artículo en The Guardian (compartido nada menos que 495.000 veces) Paul Mason nos vende el post-capitalismo -estadio superior del capitalismo, que en paz descanse- como el retoño natural de tres grandes cambios traídos por la tecnología de la información: la reducción de la necesidad de trabajar, la creciente dificultad de los mercados para manipular precios y el advenimiento de la producción colaborativa.
La relación entre los últimos dos cambios y el fin del capitalismo es al menos ambigua y ha sido cuestionada. La abundancia de información digital está lejos de eliminar la formación de precios en economías del tipo "ganador-lleva-todo" que conducen naturalmente a la concentración de mercado. Por algo hay un solo Google y un solo Facebook. Y la sharing economy dista mucho de ser un kibutz digital; de hecho, las economías de red asociadas a las plataformas de intermediación como Uber o AirBnb ya producen jugosas rentas, que podrían elevarse aún más cuando terminen de eliminar a la competencia.
El veredicto sobre la menor necesidad de trabajar es más complejo. En el mundo feliz de Mason (remake remozado de una vieja utopía keynesiana), la máquina hace lo que nosotros no queremos hacer y de este modo nos libera. Pero el trabajo ("el sudor de tu frente") es necesario por una variedad de razones que van más allá de ganar el pan: la dignidad humana, la socialización, la creación de sentido y realización en vida de las personas, sobre todo para el creciente número de agnósticos que no contamos con el repechaje del paraíso. El desempleo (el "no trabajo") es, en última instancia, degradante y desalentador, protesta Steve Denning.
Sin embargo, basta un poco de introspección e historia para advertir que el trabajo como ocupación regular y remunerada es una construcción cultural. Nace hace relativamente poco, de la mano de la revolución agrícola y la acumulación capitalista, con el fin de satisfacer necesidades básicas, como, por ejemplo, comer. Y si no trabajar hoy tiene connotaciones culturales negativas, en el pasado solía ser un atributo positivo, y clasista: el rico, el aristócrata, no trabajaba (al menos eso surge de las películas de época).
Hay una línea delgada entre lo que hoy llamamos trabajo y el hobby, el voluntariado, el trabajo en el hogar. Una línea que no se relaciona con el esfuerzo o con el fruto sino con formatos culturales en constante evolución. Sólo en nuestras cabezas programadas para el "yugo" puede el ocio creativo ser degradante; nuestros hijos del milenio seguramente disentirían.
Pero una economía en la que las máquinas producen suficiente para todos y en la que los seres humanos viven en un continuo spa no es económicamente realista si no encontramos la manera de distribuir ingresos para que todos accedan al spa. ¿Será ahí donde molesta el capitalismo? ¿O será la impaciencia de la clase media ante la persistencia de la pobreza y la lentitud de la movilidad social?
Porque, más allá de los argumentos positivos, el malestar del capitalismo contiene una dimensión cultural, una búsqueda de sentido. Milanovic sostiene que la inequidad se mueve a largos ciclos, sube y baja con guerras y enfermedades, pero también con la tecnología y la educación. Y uno imagina y espera que, a estas alturas de la civilización, la sociedad pueda resolver los ciclos de manera más civilizada, con políticas de redistribución que funcionen como estabilizadores automáticos e incruentos.
Visto de este modo, los cuestionamientos al capitalismo no son sólo esperables y legítimos sino también necesarios: son la manera de recordarles a los actores del sistema que el sistema no funciona en piloto automático, que necesita de vez en cuando volver a manual para corregir los desvíos y moderar su sesgo darwinista.
El autor es economista y escritor