Cándido López, a cien años de su muerte
Por Juan José Cresto Para LA NACION
EL 31 de diciembre de 1902, a las 7 de la mañana, murió en Buenos Aires el pintor Cándido López. Tenía 62 años, legaba a su patria, la nuestra, un rico tesoro histórico y artístico. No tenía otros bienes, ya que la pobreza lo acompañó toda la vida. Su legado espiritual es aún más trascendente porque la obra en su conjunto tiene unidad temática sobre la Guerra del Paraguay, en la que había participado como teniente segundo en el Batallón de San Nicolás, y donde había perdido su brazo derecho.
Cándido López fue un ejemplo paradigmático como artista y como ser humano. Nacido en Buenos Aires, en el barrio de Monserrat, hizo aquí la escuela elemental y el colegio secundario, pero su vocación por el dibujo y la pintura lo llevó a estudiar con Carlos Descalzo y Baldassarre Verazzi.
Así, una mañana vio a un mendigo en la acera de la Recoleta, entonces el asilo de ancianos desvalidos, y pintó su primer cuadro importante, El mendigo , que durante muchos años estuvo extraviado y, aun con cierto deterioro en uno de sus ángulos, hoy se conserva en el Museo Nacional de Bellas Artes, en Buenos Aires. Tenía sólo dieciocho años. A partir de allí se inició como retratista con un muy buen nivel artístico y a los veintidós años tuvo oportunidad de hacer el retrato del presidente de la República, de medio cuerpo.
Se hallaba en San Nicolás, en aquel 16 de abril de 1865, cuando la invasión paraguaya cambió su vida. El país quedó estupefacto, como el mismísimo presidente lo dijo en Buenos Aires a la multitud que acudió a su domicilio. Una corriente de odio invadió a la Nación.
López se alistó voluntariamente, mientras el litoral entrerriano, indignado por las muertes de la heroica ciudad uruguaya de Paysandú, no deseaba mezclarse en una guerra aliado a Brasil. En San Nicolás, el comandante Juan Carlos Boerr convocó a los ciudadanos civiles para formar un batallón de voluntarios para la Guardia Nacional. Allí se enroló el joven pintor, de 25 años. Todo lo abandonó para marchar al Norte tórrido y peligroso, a una guerra que no tendría ni tregua ni cuartel. Lo incorporaron con el grado de teniente segundo. Llevó, sí, sus lápices, sus bastidores, sus papeles, su arte. Su modesto batallón integraría el Primer Ejército del general Wenceslao Paunero. Cuenta Yaben que salió de San Nicolás con 800 ciudadanos voluntarios y regresaron solamente 83, entre los que se contaba como inválido el propio López.
Su regimiento -y por lo tanto él mismo- tuvo en la guerra participación decisiva. Estuvo en la batalla de Yatay, rendición de Uruguayana, acción de Paso de la Patria. Intervino en el asalto de la fortificación de Ytapirú, en el combate de Estero Bellaco del Sur, el 2 de mayo de 1866, en el pasaje y cruce de los esteros del campamento de Tuyutí, el 20 de ese mes y año, y , sobre todo, en la cruenta batalla de ese nombre, el día 24. Luchó en los combates de Yataití-Corá, Boquerón y Sauce, los días 10, 11, 16 y 18 de julio. Finalmente intervino en Curupaytí.
En los días previos, López estuvo varias veces en el campo de batalla, lo recorrió desde diversos sitios y en todos ellos tomó notas y realizó bocetos sobre los preparativos de ambos bandos, hasta que el 22 de septiembre de 1866 se lanzó con miles de sus camaradas al ataque infructuoso de las fortificaciones paraguayas, donde varios millares de argentinos dejaron la vida. López recibió en la mano derecha el impacto de una granada que le hizo perder mucha sangre, y con el brazo sangrante en alto, desprovisto de arma, lo vieron sus camaradas seguir su marcha inútilmente hacia las inexpugnables trincheras enemigas. Por fin, ya no pudo seguir y se tiró debajo de un árbol. Un asistente le alcanzó un pañuelo para detener la hemorragia, pero la metralla segó la vida de ese fiel soldado. Entonces López se guareció en una zanja. Aun así, quiso avanzar, pero fue trasladado a la retaguardia. El médico militar Lucilo del Castillo debió amputarle dos veces el brazo hasta cortarlo por arriba del codo. Recibió desde entonces el mote de "el Manco de Curupaytí", con el que se lo conoce en la historia del arte.
Guerrero, y condecorado
Yaben hace un análisis pormenorizado de sus premios. Dice: "Cándido López ostentó sobre su pecho bizarro las siguientes condecoraciones: medalla de plata por la batalla de Yatay, medalla de plata por la rendición de Uruguayana, cordones de plata por la batalla de Tuyutí, escudo de plata por el asalto de Curupaytí, medallas de plata acordadas por la Legislatura de Buenos Aires a los primeros que formaron parte de la Guardia Nacional de la provincia que marchó a la guerra y concedidas por la Nación a los que participaron en la campaña, y las medallas conmemorativas otorgadas por el Brasil y el Uruguay por la misma causa".
Después de la guerra, su vida económica no fue fácil. Cargado de hijos, con una sola mano y una magra pensión estatal, debió volver a la pintura, pero de naturalezas muertas, a las que despectivamente les decían "pintura para el comedor". Vivió un tiempo en Buenos Aires y en ciudades de la provincia: San Antonio de Areco y Baradero. En esta última localidad encontró un verdadero mecenas en la persona del doctor Norberto Quirno Costa, abogado y hombre público, que después fue vicepresidente de la República. En su casona estuvo viviendo seis largos años en los que pudo dedicarse de lleno a la pintura de las batallas de sus recuerdos.
En Areco estaba la vieja estancia criolla de sus antecesores, que él debió vender, en tanto que edificó más tarde una casa en 1888. Cuando pasó a Buenos Aires, vivió en la calle Güemes 3838 de la numeración nueva y allí falleció. Sus restos descansan en el Panteón de Guerreros de Paraguay, donde han recibido hasta hoy el homenaje de las generaciones que lo sucedieron.
Los cuadros exhibidos en 1885 fueron adquiridos por el Congreso de la Nación por ley del 22 de septiembre de 1887 y se hallan hoy en el Museo Histórico Nacional.
Cándido López pintó 52 cuadros que, por gestión de Quirno Costa, expuso en el Salón de las Artes del Club Gimnasia y Esgrima, el 18 de mayo de 1885. Mitre, testigo y protagonista le escribió: "Sus cuadros son verdaderos documentos históricos por su fidelidad gráfica y contribuirán a conservar el glorioso recuerdo de los hechos que representan". En efecto, tienen movimiento y vida. Los ejércitos marchan, andan, y en los campamentos hay actividad. Todo indica la presencia de un artista que, para suerte de la posteridad, estaba allí, humildemente trabajando, sin estridencias, casi subrepticiamente, y uno no sabe si admirar más al artista, al hombre o al soldado modesto y obediente que siente dentro de sí la necesidad de expresar sus sentimientos por medio del lápiz y del color. Como muy bien acota José León Pagano, "Cándido López no sabe de teorías, no es el continuador de nadie, ni nadie lo continúa a él; no es creador de procedimientos ni fundador de una escuela, ni inventor de un estilo. Su concepto del paisaje es único y personalísimo, el medio se complementa con la acción".
Fue un artista y un poeta de la pintura, cuyos cuadros admiran y enternecen. Dejó un legado histórico que honra a la Nación. No tiene escenas de crueldad y de muerte, sino miniaturas pacíficas de hombre ocupados. Europa lo admira, tanto como nuestro país, que le rinde homenaje en el centenario de su desaparición.
El autor es director del Museo Histórico Nacional y presidente de la Academia Argentina de la Historia.