Candidaturas en oferta
La política se parece a esos productos que cíclicamente aparecen con la etiqueta “Nueva fórmula mejorada”
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El cierre de candidaturas se parece mucho a esos días que la creatividad publicitaria llama Black Friday. Listas de candidatos y productos en liquidación eligen un momento solemne para presentar como novedoso lo mismo de siempre. En esos días, candidaturas y ofertas claman sin pudor que son todo lo que necesitamos. Ahí están, disponibles en cómodas cuotas, los productos en liquidación. En incómodas listas, las candidaturas de saldo.
A tono con el espíritu comercial, las postulaciones se ofrecen en una lista sábana: vote por los nombres que aparecen con foto en la boleta, y lleve los ignotos en promoción que van listados debajo. La prensa coincide en reforzar el carácter outlet de lo que aparece más allá del tercer puesto. Solo después de las elecciones se podrá comprobar si las bancas en liquidación valían tanto como las premium que encabezaban la papeleta. Pero, a diferencia de las compras del Cyber Monday, no admiten devolución.
En eso, los publicistas de postulantes a legisladores la tienen más difícil que los que venden zapatillas o televisores, productos que apenas se adquieren empiezan a invitar a su reemplazo. Aunque lo mismo piden ciertos legisladores, la ley los impone por cuatro años. A menos que cometan imprudencias como magrear a una rubia durante la sesión virtual, cualquier otro delito cuenta con fueros de protección.
Es más fácil convencer a alguien de renovar todos los años el teléfono que persuadirlo de que una candidatura puede salvar la patria
Siendo que en democracia los cargos electos tienen plazo fijo, ayudaría que se ofrezcan con garantía extendida. Ya que el puesto ofrece continuidad por cuatro años, las candidaturas deberían asumir que el cargo viene con los problemas. Y si no, que tengan la decencia de no ponerse en oferta.
La electoral es una propuesta tan sobrevendida como propensa a la inmediata decepción, como confirman los bajísimos índices de aprobación. El Latinobarómetro hace años detecta que apenas uno de cada tres latinoamericanos confía en sus legislaturas. En ese contexto, las publicidades electorales la tienen difícil. Es más fácil convencer a alguien de renovar todos los años el teléfono que persuadirlo de que una candidatura puede salvar la patria. Sobre todo, veinte años después del “que se vayan todos”.
La política se parece a esos productos que cíclicamente aparecen con la etiqueta “Nueva fórmula mejorada”, promesa que conlleva el reconocimiento de la mediocridad precedente. Lejos de revertir la desconfianza en la política, las candidaturas no saben comunicarse sin desmerecer al resto. Un partido contra otro. Leales contra traidores. Militantes de pedigrí despreciando a los recién llegados. Ni en Hot Sale se vendería algo de un rubro tan vapuleado.
Para compensar esas desventajas, las candidaturas se apoyan en el efecto gregario, esa inclinación humana a actuar como su grupo. Por eso los partidos sobreactúan lo que llaman “unidad” o “consenso”, que polarizan con la oferta electoral. Observa Daniel Innerarity en Política para perplejos que “En tiempos de incertidumbre, establecer alguna distinción nítida ofrece más ventajas psicológicas que políticas. Reconforta saberse en el lado bueno de la historia y sobre todo tener alguien sobre el que desplegar toda la ira.” Para ello, las campañas despliegan mecanismos de exclusión masiva y refuerzan la idea de casta que ofrece protección y pertenencia, y abrazan la militancia sin pena por su inevitable asociación con soldadesca.
A la casta responde esa obsesión de reforzar la dinastía adhiriendo el sufijo -ismo a cualquier nombre. La paradoja es que ese juandelospalotismo suele referir a agrupaciones irrelevantes para la humanidad, como confirma la inexistencia de movimientos mandelistas o gandhistas. Mientras las causas superiores no necesitan una marca personalizada, para la legitimación de un pelele es imprescindible.
La personalización de la política se explica por los mismos mecanismos con que se construyen las marcas de lujo: astronómicos costos de promoción, altas barreras de ingreso a la competencia. La pertenencia a la casta política intenta convertir la exclusividad en ventaja y a su portador, en parte de una elite. Pero en política lo caro puede ser también lo peor.
La inclusión de alternativas ciudadanas en listas es una conmoción para la casta política, que desprecia al que intenta ocupar un cargo de servidor público por primera vez. Si cualquier persona puede desempeñarse en un cargo público, no podrían justificar sus prebendas. Es una amenaza que puedan hacerlo mejor que los políticos tradicionales. A veces, las liquidaciones sirven para comprobar que hay teléfonos baratos que cumplen las mismas funciones que los carísimos. Solo hay que superar la inseguridad de vivir sin la ilusión de pertenecer al selecto grupo que ha gastado una fortuna. Así en el mercado como en la política.