Canceladores correctos vs. libertarios incorrectos
Un futbolista uruguayo es acusado de racista por tuitear un cariñoso –para los rioplatenses– “gracias, negrito”. Encumbradas universidades desinvitan a académicos por sus posiciones políticas o nacionalidades. En pos de la corrección política y el respeto a los colectivos históricamente invisibilizados, disminuidos y sojuzgados se pretende reescribir la historia, cambiar los cuentos infantiles –ningún lobo se come a Caperucita–, voltear estatuas de los que alguna vez hicieron algo relevante, pero que hoy han caído en desgracia. Vivimos en estado de alerta, cualquier traspié puede transformarnos en persona non grata, echados, excluidos, eliminados, cancelados. No se reprueban las conductas, sino las personas; no lo que se dice o hace, sino lo que se es.
Nadie duda de que el racismo y la xenofobia, el grooming y la pedofilia, la homofobia, los femicidios y otras conductas deleznables deben ser erradicados. La visibilización social de quienes los padecen desde hace tanto tiempo abre esperanzas para la constitución de una sociedad inclusiva y respetuosa. La cultura de cancelación fue una rebelión de denuncia y visibilización de los colectivos débiles, silenciados y subyugados, para que pudieran hacerse oír, denunciar su sometimiento y fueran protagonistas sociales con los mismos derechos que todos.
Su horizonte era la justicia transformadora, un dispositivo que debía seguir cinco pasos: asumir lo hecho, aceptar sus consecuencias, reconocer el daño, reparar a la víctima y cambiar. Luego, al hacerlo público tendría un poder ejemplificador ante conductas impropias naturalizadas, que así podrían cambiar.
Pero este propósito de la cultura de cancelación desbarrancó en un vuelco dramático, olvidando el objetivo de cambio, reducido a juicios populares sumarios, acusaciones, castigos y exclusiones.
La justicia transformadora funciona en pequeñas comunidades donde todos se conocen. La reprobación del amigo, el vecino o familiar estimula el cambio de visión con una capacidad modificadora ejemplar. La participación de los millones de usuarios anónimos, de gente dispar, retroalimentada y homogeneizada en las redes sociales diluyó aquellas buenas intenciones. Los likes son la medida de su poder e influencia, generan adicción y urgencia. Sin tiempo para pensar, los textos deben ser breves, contundentes y sin matices, provocativos, porque hay que “pegarla” para generar adeptos. Estos pescadores insaciables usan la eficaz carnada de emociones, venganzas y odios, desconocen, y no les importa, la intención fundante de la cultura de cancelación, es más, la subvierten y traicionan. El efecto manada es arrollador con ideas extremas y dicotómicas, sin sutilezas ni diferencias. Ya no es una opinión, es la persona misma. Se está de uno u otro lado. Aquel propósito ético se transformó en una lucha binaria, violenta, extremista y autoritaria en manos de estas brigadas que optaron por la caza de brujas, el castigo y la hoguera de la exclusión.
Pero no contentos con eso también buscan lavar culpas del pasado. El afán inquisitorial llegó también a los muertos en un juicio descontextualizado que no busca el cambio –imposible porque están muertos–, sino borrarlos de la historia.
La esclavitud era considerada natural hasta hace poco. Las familias de políticos e intelectuales de nota tenían esclavos, basta ver los textos proesclavistas de Aristóteles y Tomas de Aquino, John Locke y Voltaire. ¿Tiramos sus libros?
El machismo y la relegación de la mujer a objeto paridor y vigía de las hornallas son parte de nuestra cultura occidental. El pater familiae era el amo de sus sirvientes, es decir, esclavos, hijos y esposa. ¿Cancelamos a Gandhi, Mandela y Luther King porque golpeaban a sus mujeres?
La reacción no se hizo esperar. El acusado es silenciado, echado, cancelado, pero sigue acá. Muerto el perro la rabia sigue viva. El incorrecto seguirá igual, pero, como no es tonto, se cubrirá con un chador o una escafandra para no ser descubierto. La magra cosecha de los canceladores radicales es silencio, hipocresía y resentimiento. Los fanáticos extremistas del “otro lado” acusan a los canceladores de policías del pensamiento y de la palabra, dictadores y violadores de los ideales de la libertad de expresión. Los acusados se rebelan contra la rebelión, el perro rabioso muestra los dientes. Todo se enreda, se confunde y embarra cuando levantan orgullosos la bandera de la incorrección política y se proponen como la fuerza de liberación contra la radicalización del ejército de canceladores. Los extremos invitan a los extremos. Es enloquecedor.
El fantasma orwelliano hecho realidad, Big brother is watching us! Los correctos canceladores y los incorrectos libertarios nos tienen prisioneros. Se está de este o del otro lado. La derecha y la izquierda ya no son la partición de aguas. Antes existía el destierro salvador. Ahora no hay donde ir.
Me sumo a los bienintencionados del principio en un llamado a recuperar el tino de señalar, reprobar y estimular la revisión de conductas con la potencia formativa de un cambio real que no estimule extremismos fanáticos de ambos lados.
Las actitudes y conductas de los misóginos, homófobos, machistas, femicidas, antisemitas, xenófobos, supremacistas blancos parecen reproducirse sin freno. Sin embargo, una de las consecuencias bienvenidas de este movimiento es que las antaño minorías silenciadas tienen voz y presencia y hoy, diferentes expresiones de lo humano, están integradas a la normalidad. Esta conquista ya está lograda.
Se ha incurrido en extremismos, arbitrariedades y oportunismos, proceso que sigue todo cambio cultural que requiere ajustes, acomodaciones y aprendizajes. Es necesario encontrar nuevas maneras para hablar sin ensordecer, iluminar sin enceguecer, en suma, dialogar y volver al propósito original de integrar todas las voces, alternativas y diferencias con el mismo patrón equitativo en la sociedad humana. Y que cambie lo que tiene que cambiar.
Todos coincidimos en que no está bien comer carne humana, pero comer al caníbal no erradica el canibalismo, lo refuerza.
Psicóloga y escritora