Campaña electoral, ESI y ciencia: cuando es un riesgo ceñir la mirada
Economía, inseguridad, educación, salud… Temas centrales de los debates y discursos de los candidatos en estos días preelectorales, preocupaciones inescapables de una sociedad herida. Pero a veces resulta útil (y, diría, necesario) atender a otros aspectos de lo que esos candidatos dicen. Cuestiones que pueden pasar inadvertidas por considerarse “menores”, marginales o irrelevantes. Sin embargo, al igual que en muchos textos importantes, son esas notas al pie las que dan las claves para entender y captar la concepción de un individuo o un grupo acerca del mundo y de la existencia. Es que los diversos aspectos de la realidad no son compartimientos estancos, sino facetas interrelacionadas que se condicionan mutuamente.
En lo personal, me asombra escuchar ciertas declaraciones de boca de una aspirante a la vicepresidencia: que la ESI (educación sexual integral) solo podría darse en las escuelas si atiende estrictamente a lo biológico –al sostener que esa materia está teñida por la ideología del docente o en militantes políticos para hacer adoctrinamiento– o que el Conicet (“o como se llame ese organismo”) debe ocuparse exclusivamente de las ciencias duras y dejar de dedicarse a “pavadas” o “macanas” tales como el análisis de determinadas situaciones sociales, textos literarios, movimientos culturales y otras “nimiedades”.
Hay varias curiosidades en tal discurso: quien lo profiere, Victoria Villarruel, es una abogada, es decir, una profesional del Derecho, ámbito en el que la llamada “ficción jurídica” es una función clave, ligada inextricablemente a la producción literaria que durante siglos y milenios ha construido los fundamentos de los textos legales.
En cuanto a la educación sexual, confieso que me corre un escalofrío por la espalda cuando escucho semejantes aseveraciones. Más allá de los infinitos y bienvenidos debates al respecto, es indudable que la sexualidad es un hecho donde se imbrican lo social, lo subjetivo, lo biológico, lo familiar, lo identitario… y podríamos seguir. Es que en el terreno de lo humano, esos aspectos están ineludiblemente presentes y entramados. Para decirlo en sencillo: ni solo biología ni nada de biología. Somos seres complejos. Nuestra condición es, precisamente, esa mezcla, esa inextricable composición que nos aleja de lo natural y nos sumerge en el universo multiforme y cambiante de la cultura. Desde los albores de los tiempos nos hemos preguntado qué somos, cuáles son nuestras determinaciones, qué nos define… Si buena parte de nuestra constitución es de orden orgánico, ese organismo que somos no es un dato crudo: está “cocinado” por lo cultural. Como dice el jurista Pierre Legendre, “el derecho realiza la tarea de ligar lo biológico, lo social y lo inconsciente”. Una profesional de esa disciplina debería saberlo.
La humana no es, en efecto, “nuda vida”, vida desnuda (ni muda). En tanto seres de lenguaje, necesariamente nuestra existencia estará atravesada por múltiples condicionamientos y rasgos que van mucho más allá de lo orgánico. No somos animales. Ni leones ni moscas… Legendre otra vez: “No es suficiente producir carne humana; es necesario instituirla”.
Tengamos siempre presente las lecciones de la historia. El nazismo fue el movimiento que quiso retrotraer la condición humana al terreno biológico. Recordemos sus propuestas de eugenesia, su darwinismo social, su valoración de la “raza”, su búsqueda de pureza que se apoyaba en métodos pretendidamente científicos para determinar la filiación en términos exclusivamente genéticos. Esas posturas que le hicieron decir al citado Legendre que el nazismo puso en escena una “concepción carnicera de la filiación”, es decir, un rechazo absoluto de la multimilenaria obra de la cultura, de la transmisión por la palabra, de las instituciones que legitiman diferentes modos de herencia y paternidad. La genealogía, en efecto, es un nudo crucial de lo humano.
“¿Qué es un padre?”, se preguntaba Freud, y daba así comienzo –hace ya más de un siglo– a una de las más extraordinarias “pavadas” que la mente humana haya creado: el psicoanálisis. Basta con recorrer apenas algunas páginas de la historia y del derecho, de la literatura, de la sociología, la antropología y otras “macanas” semejantes para advertir que la determinación de cuestiones tales como la paternidad, la filiación, la identidad, la familia y la sexualidad han sido, son y seguirán siendo objeto de preguntas siempre vigentes y de construcciones multidimensionales. Preguntas que no podrían responderse tan solo con un análisis de laboratorio, porque sus respuestas (siempre parciales, provisorias e insuficientes) deben necesariamente contemplar esa multiplicidad de aspectos en que consiste lo humano. Como afirma la rabina y filósofa Delphine Horvilleur: “No somos nuestro nacimiento pero tampoco somos solo nuestro deseo, la pura invención de nosotros mismos…”. En efecto: entre la reducción de nuestra existencia a la mera estofa biológica y el posible delirio de imaginar una identidad absolutamente autoconstruida se despliega un campo enormemente fructífero, de equilibrios metaestables y posibilidades creativas. En todo caso, lo que parece inadecuado y peligroso es buscar algún tipo de “pureza” que, como fórmula precisa y absoluta, nos defina. Todo sustancialismo es, potencialmente, racista y totalitario.
El nazismo, se sabe, tenía como blanco principal a los judíos: ese raro grupo que había confiado su milenaria subsistencia a factores tan endebles como la ley, los textos y la transmisión. La pertenencia se definía –y se sigue definiendo– mucho más por lo cultural (la adhesión a los preceptos y la inscripción en esa saga de lecturas y escrituras que conforman la tradición) que por la genética. El intento genocida de Hitler fue suprimir al judaísmo, lo que acertadamente Legendre llamó “la civilización de los intérpretes”. Es que la interpretación es el ámbito de la palabra, del pensamiento y la verdadera libertad, allí donde el peso de la biología se aligera y donde se abre el horizonte de lo posible.
Claro que los dichos de Villarruel no están desconectados de la ideología de su grupo político: uno de sus representantes se refirió a los homosexuales comparándolos con rengos, ciegos o discapacitados de diversas clases; otro (¡el referente del ámbito de educación!) habló de la superioridad de los alemanes y su capacidad organizativa que les permitió matar a millones de judíos, y el jefe de todos ellos expresa sin reparos sus ideas a favor de la venta de órganos, portación de armas y otras lindezas. No sin manifestar su intolerancia mediante insultos, descalificaciones y gestos violentos: el emblema que lo caracteriza es la motosierra. Como decía mi abuela, “Dios los cría y ellos se juntan”...
En el debate final de candidatos presidenciales el libertario insistió en el latiguillo que lo catapultó a la fama: la casta. Pero al parecer, ese hallazgo discursivo va perdiendo efecto, luce ya desvaído y vaciado de contenido, como todo eslogan que se repite sin nada valioso detrás. La ideología que promueve trae a la memoria la célebre frase de aquella revolucionaria francesa condenada a muerte quien, en su camino hacia la guillotina, se lamentó: “Libertad, libertad, ¡cuántos crímenes se cometen en tu nombre!”.
Resulta al menos paradójico que Villarruel pertenezca a un partido cuyo aspirante a presidente dice identificarse con lo judío. Esa cultura que se resiste a todo encasillamiento organicista y naturalista, una tradición que ha hecho de la diversidad, la justicia social y el respeto a la alteridad sus rasgos característicos. Ojalá los “mileinnials” sean capaces de advertir los peligros que anidan en un discurso que solo aparentemente enarbola la libertad como bandera.ß
Doctora en Filosofía