Cambiemos la fábula por el sentido común
En una entrevista reciente, el presidente Alberto Fernández reivindicó la industrialización peronista asegurando que entre 1946 y 1955 "hicimos hasta autos y aviones" pero "todo esto se perdió". Según Fernández el peronismo "fue el primer modelo económico del país que pensó en la inclusión social y en el desarrollo equilibrado". En su opinión, durante ese período el país "tuvo una lógica de desarrollo, inclusión y distribución".
Me recuerdan aquella frase genial de Alberdi: "Acostumbrado a la fábula, nuestro pueblo no quiere cambiarla por la historia". Alberdi también advirtió que "si hacéis de la vida o historia de vuestro país un cuento o una novela, toda su política seguirá en ese camino ficticio y fantástico". Habría que agregar: y su economía avanzará por el camino de la decadencia
Estos comentarios me recuerdan aquella frase genial de Alberdi: "Acostumbrado a la fábula, nuestro pueblo no quiere cambiarla por la historia". Alberdi también advirtió que "si hacéis de la vida o historia de vuestro país un cuento o una novela, toda su política seguirá en ese camino ficticio y fantástico". Habría que agregar: y su economía avanzará por el camino de la decadencia.
Una de las ficciones desorientadoras a la que siguen aferrados muchos argentinos es que Perón fue quien "puso en marcha la industrialización" del país. Es un mito que Perón mismo se encargó de promover y que hoy circula en distintas versiones. La más benigna plantea que la industria que había existido hasta 1945 no era una "verdadera" industria. Según la más fantasiosa, si no hubiera sido por Perón la Argentina nunca se hubiera industrializado. Cualquiera de ellas implica tergiversar la historia. Esto podría ser inocuo si no fuera porque tiene efectos nocivos en el presente, ya que plantea que la única manera de desarrollar la industria es con proteccionismo y subsidios permanentes. Así lo demuestran los dichos del Presidente y las políticas de su gobierno.
En realidad, el primer automóvil argentino fue fabricado en 1911 por Horacio Anasagasti y el primer avión, en 1928 bajo la presidencia de Marcelo T. de Alvear. En cuanto al desarrollo económico, consiste en trasladar una proporción creciente de la población de actividades de baja productividad a alta productividad. El peronismo hizo justamente lo opuesto logrando algo inédito en el mundo: el subdesarrollo sustentable.
Aunque Perón (supuestamente) quería industrializar el país y conquistar su independencia económica, sus políticas contribuyeron al resultado opuesto. No es casual que quienes estaban más de acuerdo con ese objetivo en ambos extremos del arco ideológico las hayan descalificado duramente. Para el trotskista Milcíades Peña la industrialización peronista es como una "seudoindustrialización" y para el ultranacionalista Julio Irazusta se trató de una "farsa". Según Peña, la Argentina bajo el peronismo fue el país del "como si" en el que "pareció como si la población toda se tornase cada vez más próspera" pero "se descapitalizaba velozmente día tras día, y mientras se iba quedando sin medios de producción, se atiborraba de heladeras, de telas y de pizzerías". Según Irazusta, ningún gobernante se aplicó "tan audaz y venturosamente" como Perón "para desviarnos de la dorada oportunidad que ofreció la rueda de la fortuna en la última guerra mundial, malbaratando para ello la riqueza acumulada".
Según el economista cubano Carlos Díaz Alejandro solo la "miopía histórica" podía llevar a alguien a identificar a Perón con la industrialización del país. Los datos son irrefutables. En 1943 el valor agregado por la industria superó al del agro. Además se exportaba el 20% de la producción industrial. En aquel entonces Torcuato Di Tella, el principal empresario industrial del país, sostenía que la industria argentina "ya se había puesto los pantalones largos".
Gracias a las políticas del peronismo la industria argentina volvió a ponerse "los cortos". Además, la economía argentina se volvió estructuralmente dependiente de sus menguantes exportaciones agropecuarias y, por ende, su desarrollo quedó limitado por su sector externo. Perón no solo abortó la posibilidad de que la Argentina contara con una industria eficiente e integrada al mundo que sostuviera el crecimiento económico sostenido bajo un marco democrático pluralista. Lo hizo en parte porque se equivocó completamente en su diagnóstico. Errar es humano. Lo que es imperdonable es persistir en el error.
Este modelo de subdesarrollo sustentable requiere llevar el argumento proteccionista de la "industria naciente" hasta el absurdo. Su manifestación más extrema sobrevive en Tierra del Fuego, donde se ensamblan insumos importados y luego se les pega una etiqueta que dice "industria nacional". Los beneficiarios de este esquema pretenden convencernos de que nos conviene a todos. En realidad, los argentinos nos vemos obligados a comprar productos de menor calidad a mayor precio.
Sin embargo, un porcentaje importante de argentinos sigue votando por mantener este sistema. No quieren cambiar porque luego de décadas de adoctrinamiento siguen aferrados a una ideología antiprogreso que confunde las relaciones de causalidad (por ejemplo, que para industrializarnos "hay que combatir al capital"). Quienes se han beneficiado con este sistema –la oligarquía sindical y los seudoindustriales prebendarios– obviamente han fomentado esa ideología. Han contado y cuentan con la inestimable ayuda de los políticos, que se han convertido en sus personeros y apologistas, y gracias a un sistema electoral disfuncional constituyen la nomenklatura intocable del régimen.
Uno puede ignorar la realidad pero no las consecuencias de ignorar la realidad. El sistema que nos rige inevitablemente lleva a niveles de inversión, productividad y empleo decrecientes. Es decir, a la pauperización creciente. Los sindicatos industriales, que en su momento fueron sus grandes beneficiarios, ahora deben compartir poder con los "sindicatos" de quienes no trabajan y reciben dádivas del Estado. Si insistimos con este sistema en menos de una década el 90% de los argentinos será pobre. Será otro triunfo del pobrismo en América Latina. Basta ver lo que ocurrió en Venezuela, que bajo la dictadura chavi-madurista logró ese objetivo en solo cinco años. Según la Encuesta Nacional de Condiciones de Vida 2019-2020 (Encovi), un 96,2% de los venezolanos vive bajo la línea de la pobreza (y 79,3% bajo la línea de pobreza extrema). En 2014 ese porcentaje era 47%.
En un país cada vez más pobre y un mundo que es testigo de la revolución tecnológica más disruptiva de la historia de la humanidad insistir con una estrategia de industrialización mercado-internista con exceso de impuestos y regulaciones como la que proponen el Gobierno y la mayoría de nuestros políticos implica el suicidio colectivo. Un solo dato debería servir para entenderlo. La capitalización bursátil de Mercado Libre, una empresa emblemática de aquella revolución creada por emprendedores argentinos, más que triplica la de todas las empresas argentinas que cotizan en bolsa. Además, y por más que al Gobierno le cueste admitirlo, sin Mercado Libre la contracción económica durante la cuarentena habría sido mayor y un mayor número de pymes habrían dejado de existir.
Debemos terminar con la tiranía del statu quo. Es imprescindible cambiar de rumbo y descartar los mitos y las ficciones que nos condenan a la pobreza y la tiranía. Nos perdimos la segunda y la tercera revolución industrial. Contamos con el capital humano y los recursos naturales para incorporarnos a la cuarta. A esta altura el voluntarismo gradualista solo profundizará nuestros problemas. Hay que cambiar de raíz el sistema corporativista que nos gobierna y volver a los principios de nuestra Constitución.
Economista e historiador. Autor de El mito de la industrialización peronista (Editorial Claridad) de reciente aparición