Cambiar la estrategia frente a la pandemia
Lo que estamos viviendo es una catástrofe. Silenciosa y envolvente, simulada y engañosa. Algunos perciben esta cuarentena como un fenómeno cuyo horizonte se aleja por etapas, como una experiencia de vida histórica, sin reparar ni dimensionar las calamidades que infunde a múltiples aspectos de nuestra vida como individuos y sociedad. Que nos conduce en reversa por el camino del desarrollo espiritual y económico. Cada día que pasamos confinados, somos más los que por distintas razones, y no sólo etarias, nos sumamos a las huestes de mayor riesgo.
Nos estamos acostumbrando peligrosamente a la cuarentena. La mirada romántica y optimista sobre este fenómeno como un tiempo de reflexión, de lectura y acercamiento intrafamiliar, de aceleración y consolidación de la era digital -teletrabajo, e-commerce, clases virtuales- como eventos positivos derivados de la pandemia, es, en cierto modo insensible y riesgosa. Estimula la versión parcial de una situación dramática por donde se la mire. Incluso, el clima conspira para percibir estos días de encierro de manera condescendiente. Estamos viviendo el otoño más soleado y agradable de los últimos cincuenta años, pero la corrosión de toda la base de nuestro tejido social se extiende inexorablemente.
La pobreza y la informalidad estructural son dos hechos que condicionan el aislamiento obligatorio. Algunos podrán alegar que el Estado está presente y que otorgará ayuda a quien lo necesite. Pero la informalidad invisibiliza a aquellos que más requieren de subsidios efectivos en un momento de quiebre –y de quiebras– tanto local como global. Muchas pymes son espectros fantasmales en el mundo de los créditos financiero necesarios para subsistir.
La ayuda estatal debe ser acotada en el tiempo y dirigida a superar la terapia intensiva. La tentación de prolongar desaprensivamente los modestos subsidios que pueda otorgar un Estado desvencijado e impotente, bajo el paraguas de la asistencia social, no harán más que profundizar la crisis estructural del país una vez que la emergencia sanitaria global termine.
En "Pensando rápido y lento" ("Thinking Fast and Slow"), del psicólogo Daniel Kahneman, premio Nobel de Economía en 2002 por sus aportes a la Economía del Comportamiento, se reseña un experimento cuyo resultado bien podría describir el efecto maligno que destila la ayuda gubernamental directa y crónica a un grupo social cada vez más amplio.
La investigación constaba de tres etapas. En la primera, los participantes debían introducir una de sus manos en un recipiente con agua fría a 14 grados Celsius, temperatura que causa intensa molestia, pero que resulta tolerable, durante 60 segundos. Terminado ese tiempo, el participante debía retirar su mano y secarla con una toalla templada. Luego de 7 minutos comenzaba la segunda etapa: ahora debían introducir la mano en el mismo recipiente en iguales condiciones de temperatura, pero durante 90 segundos. A los 60 segundos de esta segunda etapa se abría una válvula que dejaba ingresar un leve caudal de agua elevando la temperatura en un grado, de 14 a 15, nada significativo, pero que disminuía las molestias que causaba el agua a la temperatura anterior. Por último, los participantes debían elegir entre repetir una de las dos experiencias anteriores, la más breve (60 segundos a temperatura constante) o la más extensa (90 segundos con la sutil variación de la temperatura), haciéndola apenas más cálida.
A pesar de que la experiencia más extensa era obviamente más dura en términos de padecimiento en relación con la más breve, incluía un final de 30 segundos que atenuaba apenas el dolor y la molestia experimentada durante la primera parte de esa etapa. Puestos a elegir, el 80 % de los participantes optaron por volver a experimentar el episodio más extenso, y por ende más doloroso, en lugar del que los exponía a un padecimiento apenas de mayor intensidad, pero temporalmente más acotado.
Si se extrapola tal resultado al mundo de los más necesitados, una política gubernamental sostenida en ayudas económicas directas, dádivas a cierta altura, tiene el efecto del flujo de agua tenuemente cálido, que mengua en ocasiones el dolor, aunque no modifica las carencias; por el contrario, eterniza la pobreza y la necesidad de aquellos que la padecen bajo la ilusión de una mejora.
En fin, esta situación de confinamiento, la imposibilidad de trabajar y ganarse el sustento y las afectaciones a las libertades individuales básicas, hará a los argentinos cada vez más dependientes de un Estado comandado en todas sus instancias por prácticamente las mismas personas que nos legaron una economía en permanente retroceso, una infraestructura vacía, una capacidad de producción de insumos inexistente y una ausencia de ahorros y fondos suficientes para enfrentar las crisis.
La historia de Sísifo es bien conocida. Rey de Efira, antiguo nombre de Corinto, capturado por sus rivales no se le impuso como castigo la muerte. Se lo condenó con la máxima crueldad de la época a empujar una piedra enorme por una ladera empinada, para ver antes de alcanzar la cima cómo la piedra rueda cuesta abajo. Y así, Sísifo, aun siendo viejo y ciego, debe recomenzar la travesía hacia la cumbre una y otra vez por toda la eternidad. Lo cuenta Homero en la Odisea.
Los reiterados procesos de crecimiento, estancamiento y caída de la Argentina en todas las circunstancias económicas y sociales (se estima que terminaremos el año 2020 con un PBI similar al del año 2007) se asemeja a la historia de Sísifo en el suplicio de generaciones enteras condenadas a empezar una y otra vez, desde una base cada vez más hundida, el proceso de desarrollo y crecimiento. que permiten vislumbrar próxima la cima anhelada para luego sentir resbalar la piedra de entre las manos y verla caer hasta el origen sin excepción. Es lo que el título del libro de Pablo Guerchunoff y Lucas Llach llama "El ciclo de la ilusión y el desencanto".
La estrategia ante la pandemia debería cambiar de forma radical. Urgentemente debería equilibrarse el ejercicio de los derechos a trabajar y a circular con el derecho a la salud, y garantizarse las demás libertades individuales, de lo contrario tarde o temprano todos seremos parte del mismo grupo de riesgo cada vez más extendido. Una prioridad de los esfuerzos económicos debería enfocarse en adquirir kits para testear masivamente a la población económicamente activa y, aquellos que puedan hacerlo, volver a trabajar con cubrebocas, con distanciamiento social, con higiene reforzada, y con todas las demás prevenciones, cuidados y aprendizajes sociales y culturales que nos está dejando esta pandemia. Tests masivos y a trabajar. La fase II debe empezar ya. El tejido social del país lo necesita.