Las calamidades del populismo
Desde finales del siglo pasado han proliferado a nivel mundial una serie de gobiernos denominados "populistas". A este respecto, han sido numerosos los analistas –tanto de derecha como de izquierda– que han estudiado este fenómeno, con disímiles opiniones respecto a las bondades de esta visión de la política, la economía y la sociedad. Entre ellos merece mencionarse a Ernesto Laclau quien, desde una posición de izquierda, se convirtió en adalid de esta forma de gobierno; influenciando a líderes latinoamericanos tales como: Néstor Kirchner, Hugo Chávez y Rafael Correa. Sin embargo, y como ya se ha dicho, otra corriente también exaltó el esquema populista pero desde una posición de derecha; marcando la orientación de otros tantos líderes, tales como: Donald Trump, Jair Bolsonaro, Marine Le Pen y Viktor Orbán.
Hecha esta introducción, y en razón de la brevedad de esta nota, nuestro análisis se concentrará en los puntos comunes de ambas corrientes y sólo en las características de los populismos de izquierda.
En lo que hace al primer tema, hay una característica básica común a ambas corrientes que incluso es la que origina la denominación de "populismo". En efecto, la misma se refiere al concepto respecto a que quienes detentan el poder populista son los únicos y verdaderos representantes y defensores del "pueblo". En consecuencia, cualquier oposición política se convierte por definición en "enemigo" del pueblo y debe ser combatida e ignorada en sus propuestas. Se abre aquí, entonces, una profunda brecha: los que defienden los intereses del pueblo versus aquellos que sólo buscan mantener sus privilegios. Así las cosas, los enemigos deben identificarse: en el caso de la derecha serán los miembros de la anacrónica corporación política enquistada en el poder; mientras que en el populismo de izquierda será la oligarquía económica que sólo busca mantener sus prerrogativas minimizando, además, la importancia de la inclusión social. Otros factores comunes a ambos corrientes son, entre otros: pérdida de legitimidad de los partidos tradicionales, existencia de un líder o caudillo, autoritarismo, arbitrariedad, poco respeto a la división de poderes republicana, ataque a la prensa independiente y poca o nula adherencia a sanos principios en materia fiscal y monetaria.
En lo que hace a los populismos de izquierda, más allá de que exacerban las negativas características comunes mencionadas en el párrafo anterior, los mismos implementan políticas económicas que, en aras de una falsa protección del pueblo, dilapidan los recursos fiscales mediante un "asistencialismo" que subsidia a mansalva los "consumos ‘populares’", siendo su verdadero objetivo el clientelismo político dado por una cada vez mayor cantidad de "pobres" que dependen de la voluntad política del Estado. Más aún, como el movimiento populista es el único y verdadero defensor del pueblo, el Estado –cuanto más grande mejor– debe proteger, intervenir y regular las actividades económicas mediante todo tipo de controles (precios, tarifas, tipo de cambio, comercio exterior y sistema financiero), subsidios e intervención de empresas consideradas estratégicas. De esta manera, la política "nacional y popular", entre otros males, ahoga la iniciativa privada, limita las libertades individuales, coarta la independencia de los medios y cierra la economía.
Esta dinámica, necesariamente, conduce a un creciente gasto público que –a su vez– genera déficits fiscales cada vez mayores, los cuales terminan arrastrando a la economía hacia severas crisis: elevados procesos inflacionarios, pérdida de valor internacional de la moneda doméstica, caída de los niveles de actividad, graves problemas de desempleo, elevados niveles de pobreza e indigencia, convulsiones sociales, fuga de capitales y ausencia de inversiones. Este ciclo inevitable del populismo, que se exacerba por falta de caja o de financiamiento para soportar la "fiesta", termina –salvo que se cambie a tiempo– o bien en una fuerte crisis económica, política y social que puede poner en peligro el sistema institucional, o bien se convierte en una dictadura disfrazada de democracia (Venezuela es el mejor ejemplo de ello).
Dicho de otro modo, el populismo en términos económicos es inviable, en términos políticos es autodestructivo y en términos sociales es absolutamente regresivo. Si todo esto es tan claro, ¿por qué entonces en la Argentina insistimos con estos calamitosos procesos que durante más de 70 años nos han llevado a crisis recurrentes y a un grave estancamiento económico y social? La respuesta es clara: la causa principal reside en que, sistemáticamente, la corporación política argentina no sólo no ha bajado el gasto público (fuente de sus prebendas populistas) sino que lo ha ido aumentando a lo largo de los últimos años, al igual que su poco respeto por los principios republicanos.
La sociedad argentina debiera comprender que, de continuar con las actuales políticas populistas, nuestro país tiene vedado el camino para lograr un crecimiento sustentable.