Burocracias consumidoras de poder
Las demandas ciudadanas están ahí, acechando a cada gobierno. Por izquierda o por derecha, la política no puede permanecer estática porque la gestión se ha tornado doblemente plebiscitaria. Por el hiperpersonalismo e hiperejecutivismo de los líderes (que derrota al debate parlamentario y los partidos políticos), tanto como por el estilo dominado por la inmediatez que genera una democracia que todos los días requiere rendiciones de cuentas desde los medios, vía manifestaciones, protestas o cibermilitancia.
Centro de la escena, un gobierno es visto y juzgado desde todos los ángulos, tanto como él juzga a los demás. Por eso no puede permanecer ausente del posicionamiento sobre demandas prioritarias. Al menos no por mucho tiempo.
Se sostiene que los gobiernos no sólo tienen que tratar de hacer las cosas mejor, sino además generar el convencimiento de que lo hacen mejor que lo que podría ofrecer la oposición. Ricardo Lagos escribió que "los consensos son necesarios, pero a ratos es necesario marcar las líneas rojas, porque la ciudadanía necesita ver las diferencias básicas en torno de la sociedad que se desea construir". Así, muchos gobiernos comprendieron que consenso no es unanimidad. Y sus mitos de gobierno, como herramienta de comunicación simbólica, les permitieron crear consenso aportando sentido social y político (también fomentando disensos): la combinación de la Patria Bolivariana con el socialismo del siglo XXI en Venezuela; la política de seguridad democrática y la atracción de inversiones en Colombia; la combinación de crecimiento económico, inclusión social y políticas identitarias (derechos humanos, latinoamericanismo, matrimonio igualitario) en la Argentina.
Son gobiernos ofertistas, que corrieron el límite de la institucionalidad y las convenciones sociales, asignando o rediscutiendo valores en la sociedad. Eficaces para mantener el poder, en lo que va del nuevo siglo ganaron más elecciones de las que perdieron, además de haber barrido la competitividad electoral. Pero ahí, en su punto de llegada, está precisamente su riesgo futuro: creer que hay puntos de llegada. Porque esas narrativas sólo funcionan cuando hay coherencia entre el trazo ideológico esbozado y las políticas públicas que dan cuenta de esa narrativa.
Estos gobiernos entendieron que los actores políticos clásicos ya no están solos en la arena política y no tienen el monopolio de la acción, y que todo el que discuta política en el terreno de la política tendrá también al oficialismo compitiendo en su propio terreno. Un ejemplo es la política saliendo a disputar la supremacía del periodismo dentro del propio sistema de medios, con el intento de pujar por la agenda pública. Pero esto que tanto sirve es exactamente inverso en épocas en donde el consenso es un bien escaso.
Cuando llegaron a altos niveles de aceptación, estos gobiernos no variaron de tono la hora de comunicarse con la sociedad, y mantuvieron un registro siempre épico. El resultado: cuando les va bien, les va doblemente bien, pero cuando les va mal, les va doblemente mal.
Frenada la época de crecimiento económico acumulado, los avances sociales fueron serios. Aun así, la región sigue todavía con males endémicos: pobreza, seguridad y narcotráfico son sólo grandes ejemplos. América latina es la región más desigual del mundo, la más insegura y el epicentro de producción de drogas. A ello se agregan prácticas de corrupción tan vigentes como siempre, pero más visibles mediáticamente y con una indulgencia a la baja tras el boom económico.
Las burocracias consumidoras de poder, antes que generadoras de poder, no siempre reaccionan adecuadamente con muchos años al mando. Quizá la voluntad transformadora siempre necesite de controles y límites. Y aún con grandes avances en el debe, la dinámica siempre se ubicará del lado del haber. Y hay que seguirla porque se acrecienta.
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