Bukele o la tentación de los atajos
Los argentinos vivimos desde hace años profundamente preocupados por nuestra seguridad. No hay día en que no recibamos la noticia de algún joven asesinado para robarle un celular, una billetera o una moto, o un anciano cruelmente apaleado en su domicilio por asaltantes, o niños atrapados en enfrentamientos entre bandas armadas. Rosario, fuera de control por la penetración del narcotráfico, refleja una situación que se extiende crecientemente no solo en el conurbano bonaerense sino también en muchas regiones del país. Ideología, pasividad, incompetencia, corrupción, falta de políticas consistentes y estables conspiran para generar un estado de cosas que llevará años revertir.
En esta situación, que nos vuelve profundamente vulnerables frente a recetas milagrosas, se difunden los videos de la megacárcel inaugurada por el presidente del Salvador, Nayib Bukele. Las imágenes muestran enormes instalaciones, concebidas con rígida racionalidad, custodiadas por personal penitenciario munido de equipo militar. Los presos son introducidos en una formación perfecta, rapados y vestidos solo con un corto pantalón blanco. Tienen las miradas bajas, y se agolpan apoyando cada uno su frente en la espalda de quien tiene delante. No miran a los guardias. Obedecen maquinalmente las órdenes que reciben para avanzar o detenerse. Y como quien desarma una siniestra mamushka, el video se regodea mostrando otra cárcel dentro de la cárcel: las tenebrosas celdas de castigo sin luz y sin aire.
Los resultados ya obtenidos por Bukele son impresionantes. Los crímenes de las maras han caído de modo vertical. Pero el costo también es grande. Podríamos preguntarnos qué grado de control debe imponer el Estado sobre la sociedad para sustentar este sistema, qué rol deben desempeñar los jueces y las fuerzas de seguridad, o cómo se afecta el sistema de garantías que protegen a los ciudadanos. Pero hay algo aún más fundamental. La nueva cárcel está diseñada bajo la consigna del control total: el de los cuerpos y, a través de ellos, el de las almas, al decir de M. Foucault. Al parecer, se trata de una reedición del tristemente célebre panóptico, el diseño carcelario circular que permitía a los guardias, desde de la torre de vigilancia situada en el centro, ver todo (de ahí su nombre) sin ser vistos, hasta el último rincón de las celdas, sometiendo a los internos a la mirada omnipresente del Gran Hermano sin intimidad posible.
Semejante trato tiene un objetivo: la destrucción de la humanidad de los presos. Todos iguales en su despersonalización, desnudos, expuestos, agachados, sin voluntad propia, moviéndose como piezas de una coreografía tan cuidada como inhumana, que debe repetirse sin variantes y sin esperanza. Pero ¿adónde conduce este camino? Si el delincuente tiene una dificultad para percibir su propia dignidad y la de los demás, esta concepción de la cárcel no hace sino confirmarlo en su carencia al tratarlo como una cosa. El Estado y la sociedad abrazan así la misma ley de la fuerza que rige en el mundo del hampa.
La Iglesia siempre sostuvo la necesidad de que el crimen sea castigado. Pero al mismo tiempo defendió el carácter “medicinal” de la pena: el castigo no debe ser pura retribución, sino que debe brindar al criminal la posibilidad de recapacitar, rehabilitarse y reinsertarse en la sociedad. Podrá aprovecharla o no, pero disponer de ella es inherente a su dignidad. Y para que esto no quede en una declamación teórica, el preso debe ser tratado como persona. Estamos angustiados, pero debemos tener en claro que no hay atajos. La paz y la seguridad, fundamentales para la vida civilizada, no son meras cuestiones técnicas, sino bienes humanos, y por eso no hay otro modo de alcanzarlos y gozar de ellos que apostar por la humanidad.