Buenos Aires, una provincia que es necesario repensar
Un conjunto de factores comprometen la gobernabilidad bonaerense y condenan a sus funcionarios a gestiones mediocres; es hora de priorizar el problema para resolver nuestros desfasajes históricos
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La Provincia de Buenos Aires carece de una institucionalidad capaz de hacer frente a su gobernabilidad, debido a un conjunto de factores que comprometen y condenan a sus funcionarios a gestiones, como poco, mediocres, pues, como bien lo señala Andrés Malamud, está diseñada para fracasar. Partamos de su indicador más dramático.
De los 18 millones de pobres que abarcan a casi la mitad de la población nacional, 12 viven allí; y 6 en su conurbano. Las razones son múltiples pero hay una central. En nuestra “república federal”, la PBA aporta aproximadamente el 36% de sus recursos fiscales “coparticipables”. Sin embargo, reembolsa solo el 22% ¿las causas de semejante desfasaje? La solidaridad forzada por su condición de “rica” a asistir a sus hermanas “pobres” debido a un reparto desajustado desde los 80 de su demografía con su concomitante subrrepresentación parlamentaria.
Hemos ahí la primera falacia: si concentra el 40% de la población carenciada del país no es tan “rica”; o lo es tanto como “pobre”. La segunda, que hay distritos prósperos que obtienen fondos proporcionalmente mayores. Es el caso emblemático de la provincia de Tierra del Fuego, beneficiaria de una impresionante franquicia fiscal para su “producción” de electrónicos mucho más caros que en cualquier otra parte del mundo. ¿Subsidio necesario para sostener a una industria en ascenso como lo era cuando se instituyó en 1971? En modo alguno, pues se reduce a “ensamblar” partes desarmadas en China y Corea que luego recorren en camión el prolongado trayecto entre el Puerto de Buenos Aires y Ushuaia.
La PBA sufre, así, desde hace varias décadas lo más parecido al “saqueo” de provincias, a su inversa, sobrerrepresentadas y carentes de la autonomía. ¿Por qué tolera este statu quo inequitativo? Entre otras cosas por carecer de un ethos distintivo. De haber sido el cimiento desde donde se construyó la Argentina desde la Emancipación, fue reducida a la humillante amputación federalizadora en 1880 de la ciudad que le confirió su nombre, quitándoles a sus ciudadanos la altiva identificación de “porteños”.
Constituye un caso único en la república, pues no hay provincia cuyos habitantes no se reconozcan en la identidad de su pago chico, corroborada por una nutrida simbología: desde la bandera hasta el escudo pasando por sus paisajes y su pasado histórico. Y el reconocimiento colectivo de sus problemas locales y regionales a través de medios gráficos, radiofónicos y televisivos que cimienta una solidaridad primordial. Nada de eso ocurre con los “bonaerenses”, solo existentes en la verba oportunista de los políticos que aspiran a representarlos. Sus vencedores dotaron a la provincia, asimismo, de una capital de artificio en cuyas instituciones se reúnen los emisarios de sus municipios que reproducen en pequeño la dualidad de los “ricos” del interior y los “pobres” del Gran Buenos Aires.
A lo largo de la serpenteante historia argentina del siglo XX, la PBA sufrió varias hecatombes que se concentraron en su conurbano que, a decir verdad, saben dónde empieza –la Avenida Gral. Paz y el Riachuelo– pero no dónde termina, pues algunos lo reducen a los 24 partidos circundantes, otros incluyen a la propia CABA, y otros lo estiran al “envolvente poblacional” de su aglomerado hasta 32 distritos, incluyendo a La Plata.
La primera fue la evacuación masiva de la población de su próspera agricultura arruinada por el cierre de los mercados europeos desde la crisis de 1930, hasta la de las quebradas economías regionales del Interior a partir de los 60. Por fin, las esquirlas de la violencia setentista y sus “soluciones” tan drásticas como absurdas. Por caso, la expulsión de varias villas de la CABA, cuya población fue literalmente “tirada” al GBA y a la simultánea –y no menos asombrosa– interdicción del histórico sistema de loteos para combatir la congestión poblacional.
Así, se fue armando la bomba de tiempo que les estalló en las manos a los gobernantes democráticos desde los 80: las ocupaciones multitudinarias de tierras vacías por trabajadores desocupados, semiocupados e informalizados, casi siempre no aptas para la habitabilidad humana por bajas o contaminadas, que un Estado a la defensiva no pudo impedir. Eso sí, evitando “estigmatizar” a las nuevas barriadas como “villas miseria” y denominándolas “asentamientos” o “barrios populares” o, en el colmo de la corrección política, “pueblos jóvenes”…
Simultáneamente, siguió atestándose con nuevos inmigrantes de las provincias, a los que se sumaron los de países limítrofes que asumieron trabajos informales inhibidos para los argentinos por el círculo vicioso de la pobreza indemnizada y la decadencia de las estructuras educativas. Hoy no hay torre que no sea edificada por trabajadores paraguayos, ni textiles, hortalizas o legumbres que no pasen por manos bolivianas, a veces, explotados por regímenes infrahumanos en herméticos guetos territoriales.
Por último, los denominados “territorios barriales” evocan las nuevas ciudadanías colectivas con sus redes de subsistencia familiar, étnica, religiosa o deportiva. Sutilmente administradas por una fisiología que conecta a “referentes” con un nuevo funcionariado municipal experto en la gestión de la penuria, o dirigentes de movimientos sociales que tercerizan los recursos subsidiarios bajo la forma de fantasmagóricas “cooperativas”.
Barriadas que, sin embargo, son las únicas que les confieren identidad colectiva a sus habitantes, muchas veces, por encima de los propios municipios inertes por la falta de autonomía. Y que son regidas por “códigos” contrarios a la ley pero homologados por una política local que los tolera como insumo ineludible para complementar los raquíticos fondos y engordar sus “cajas negras”: los que le llegan de la coparticipación provincial solo alcanzan para pagar a sus burocracias y sus “aparatos” de militantes, indispensables para coaccionar a sus mandantes provinciales y nacionales amenazándolos con mover porcentajes acotados pero críticos de los amperímetros electorales.
El resto de la provincia prosiguió su curso: su producción agropecuaria se recompuso desde los 60 para volver a expandirse durante el medio siglo siguiente; sus grandes ciudades expresaron esa prosperidad aunque algunas como Mar del Plata, Bahía Blanca y San Nicolás con sus respectivos anillos de marginalidad. Mientras tanto, la burocracia provincial con sede en La Plata adquirió la fisonomía frankensteiniana de regiones administrativas irregulares, inconexas y superpuestas, además de municipios de delimitación anacrónica y de un centralismo gestionario contrario al sistema federal de gobierno establecido por nuestra Constitución Nacional.
¿Cómo empezar a resolver esta morfología paralizante? La razón indica un derrotero elemental, consistente en ajustar los brutales desequilibrios demográficos en unidades políticas más reducidas; y, a su vez, integrados a regiones dinamizadoras de sus economías. Al cabo, nadie va a “dar la vida” por un localismo provincial – el “bonaerense”– inexistente. Diagnósticos e ideas sobran tanto como la resistencia de los intereses corporativos incubados en este statu quo de bloquearlos. Es hora de que se plantee su prioridad como condición necesaria para resolver el resto de nuestros desfasajes históricos.
Miembro del Club Político Argentino y de Profesores Republicanos