Buenos Aires, un Estado sin respuestas
El crimen de Daniel Barrientos ha corrido el velo sobre la falta de gobierno en la provincia de Buenos Aires. Detrás de su muerte hay cámaras que no se colocaron, recursos que se asignaron sin control, cárceles que no se construyeron, patrulleros que no funcionan y efectivos que no cuentan con preparación ni recursos suficientes. El episodio desnuda una desidia y una ausencia de gestión que no se limita, sin embargo, al área de seguridad, aunque en ella se juega con dramatismo entre la vida y la muerte. La provincia tiene un Estado de brazos caídos. No funciona bien la seguridad, pero tampoco la educación ni la salud. No funcionan los servicios básicos de la administración y se ha perdido toda noción de eficiencia en la prestación estatal. Los organismos públicos operan a media máquina, la burocracia no responde y el laberinto para acceder a coberturas o respuestas del Estado se ha hecho definitivamente tortuoso.
La provincia suma cada vez más empleados públicos y engorda su organigrama, pero lo hace sin planificación, sin concursos y sin un mapa de necesidades estratégicas. Axel Kicillof habrá incorporado, al final de su mandato, 50.000 nuevos agentes. Serán, así, casi 700.000 empleados públicos en el Estado bonaerense, un 80 por ciento más de los que tiene la Nación, con dependencias en todo el país. Pero en los hospitales del conurbano faltan enfermeros para cubrir los turnos de fin de semana y hay escuelas secundarias que, a esta altura de abril, todavía no tienen docentes de inglés, de informática o de física para garantizar el dictado de esas materias.
El IOMA brinda una cobertura cada vez más deficiente. Hay afiliados que tienen que ir a ver a un abogado y presentar amparos para que les reconozcan un par de audífonos o una determinada medicación oncológica. Ahora han limitado algo tan elemental y básico como la entrega de pañales a los adultos mayores alojados en residencias o geriátricos. Ya hay varios municipios que avanzan en una ruptura con IOMA para que sus empleados puedan elegir otra obra social.
Muchos organismos, como Arba o el IPS, nunca normalizaron su atención después de la cuarentena eterna. Los canales de consulta presencial quedaron muy restringidos. En muchos casos, la atención es virtual o por WhatsApp, con todas las limitaciones y dificultades que eso supone para el contribuyente.
Ahora mismo, el Registro de la Propiedad aplica una “retención de tareas” que traba, desde hace semanas, todo el funcionamiento del mercado inmobiliario. Hasta firmar una escritura se ha hecho gravoso en la provincia. Los gestores que trabajan con el área de Catastro se quejan de las dificultades para obtener un certificado. Y el que pida una partida de nacimiento en el Registro de las Personas deberá resignarse a un incierto y brumoso procedimiento de “requerimiento digital”.
Un abogado que camina los pasillos de la administración bonaerense lo resume con una metáfora política: “El que entra a una oficina pública sale con ganas de votar a Milei”. Es una forma de decir que sale con ganas de “romper algo”, de “vengarse de algún modo del sistema”. Hoy el voto a Milei equivale a un “voto rabia”. El enojo y la angustia ciudadana son una “procesión que va por dentro”.
En cualquier área provincial en la que se ponga la lupa se verá una combinación de ineficiencia, desatención y parálisis. Se ha llegado a naturalizar que las cosas no funcionen o funcionen mal. En la capital bonaerense, por ejemplo, el Teatro Argentino (el segundo coliseo lírico más importante del país) lleva años prácticamente cerrado, o al menos sin programación por temporada. Su sala principal, la Ginastera, recién se reabrirá este mes, después de seis años “en obra”. El Estadio Único también está inactivo. Podría ser el eje de una intensa actividad deportiva y de megaeventos artísticos, pero es un monstruo dormido que, sin embargo, cuesta muy caro mantener cerrado. Pero la parálisis también es institucional: la Legislatura tiene las luces apagadas. El Senado todavía no sesionó en lo que va del año. Y Diputados lo hizo una sola vez. “En los despachos, los lunes y los viernes nunca encontrás a nadie”, dice un empleado legislativo. Se sesiona, con suerte, cada un mes y medio.
La larga siesta del Senado impacta sobre el Poder Judicial. Hay unas 700 vacantes sin cubrir en la Justicia bonaerense. Cuando un magistrado se jubila, suelen pasar años sin que se designe a un reemplazante. Otras demoras patológicas se observan en los jurys de enjuiciamiento.
La cultura del trabajo, mientras tanto, está cada vez más resentida en el Estado provincial. En muchas reparticiones, la presencialidad se ha vuelto optativa. “Acá hay gente que nunca volvió después de la pandemia”, reconocen en distintas dependencias administrativas. En otros casos se han impuesto, de hecho, esquemas de dos por tres: dos días en la oficina, tres en la casa. ¿La administración puede funcionar en forma remota? Nunca ha habido, al menos públicamente, un debate serio sobre ese punto, ni se conocen estudios ni relevamientos que avalen un cambio súbito en los sistemas y regímenes de trabajo. Tampoco se han establecido estatutos ni normativas que encuadren y regulen nuevas modalidades laborales en el Estado. Todo ha sido improvisado y anárquico. Y se han establecido así marcadas desigualdades: el enfermero y el policía no pueden trabajar desde la casa, pero en muchos casos cobran sueldos inferiores a los de estatales que conquistaron, de hecho, la colina del “home office”.
En la provincia, ninguno de estos problemas es nuevo, pero todos lucen agravados. Por supuesto que la calidad del servicio público lleva décadas de deterioro, así como la degradación de los sistemas de salud, seguridad y educación. Pero la pregunta es ¿hay una intención de mejorar las cosas o la única ambición es aferrarse al poder y “acomodar” a “los propios” al costo de acrecentar una hipoteca a largo plazo? Ya se ha visto que las facturas por las gestiones de Kicillof llegan con años de demora, pero son multimillonarias.
La administración bonaerense recibió en estos tres años cuantiosos recursos nacionales. Es cierto que la provincia ha estado históricamente postergada en materia de coparticipación. Durante décadas, aportaba mucho más de lo que recibía. Pero el actual gobierno nacional le ha abierto un enorme grifo discrecional, al compás de las alianzas y las exigencias políticas. Si hay algo en lo que coinciden oficialistas y opositores es en que “hoy, la provincia tiene plata”. ¿Cómo se está utilizando? Una clave está en el flujo que reciben las “organizaciones sociales” afines al oficialismo. Otra de las respuestas remite a la incorporación indiscriminada de empleados públicos. Lo que no se ve es el resultado detrás de esa designación de personal. No hay controles de presentismo, no se revisan los regímenes de licencia, no se miden la productividad ni la eficiencia. ¿El Estado bonaerense sabe cuántos sueldos paga sin recibir una contraprestación laboral? “Si alguna vez lo averiguaran, el país se asombraría de la cifra”, dice un antiguo funcionario de carrera de la administración provincial.
Cuando se afina el microscopio sobre pequeñas parcelas del Estado se ve que, en muchos casos, más que “trabajadores” se incorporan militantes. Kicillof ha expandido la burocracia al extremo de tener más ministerios que la Nación. Creó, por mencionar solo algunos ejemplos, el Ministerio de Ambiente, el de Comunicación, el de Hábitat, el de Mujeres y Diversidad Sexual, además de una jefatura de asesores que funciona como una jefatura de gabinete paralela. Cada una de esas carteras se ha convertido en coto de la militancia. En organismos como el IPS o el Registro de la Propiedad han ingresado “por la ventana” cientos de integrantes de La Cámpora. De hecho, el conflicto que hoy paraliza las escrituras y operaciones inmobiliarias tiene que ver con la postergación que han implicado esas incorporaciones para el personal de carrera.
Un Estado cada vez más grande, pero a la vez más ineficiente. Un costo que alimenta la hoguera del déficit estructural de la provincia, y que la hace cada vez más dependiente de la mano discrecional del presidente de turno. Un ciudadano que se siente más desprotegido y desatendido. Esa es la realidad que se empieza a desnudar en el complejo territorio bonaerense. Y que explica el reclamo social que uno de los colectiveros de La Matanza resumió en palabras tan simples como expresivas: “Basta de chamuyo”. ß