Buenos Aires, la provincia que estatizó el verano y se resiste al futuro
Kicillof no va a contramano del gobierno nacional, sino de una demanda de competitividad, transparencia y eficiencia en la administración
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“Si no hubiera Estado, no habría verano”. Especialista en frases coleccionables, como aquella de que “medir la pobreza es estigmatizar a los pobres”, el gobernador Axel Kicillof acaba de aportar una definición rocambolesca, pero a la vez reveladora. La provincia de Buenos Aires está gobernada por ideas cada vez más anacrónicas y por un gobierno que interfiere hasta en los sectores más dinámicos de la economía. Cree que el ocio, la diversión y el turismo se le deben agradecer al Estado: un Estado omnipresente y paternalista que asegura el cambio de estaciones, pero que, sin embargo, se muestra cada vez más impotente y desarticulado para prestar sus funciones básicas. Todo remite a una concepción emparentada con el chavismo, donde el régimen no solo garantiza el verano, sino que también dispone el adelantamiento de la Navidad y maneja el “ministerio de la Felicidad”, entre otras iniciativas que no dejan de ser trágicas, aunque propicien la risa y el chiste fácil.
Más allá de la retórica ampulosa y disparatada, la estatización del verano es un recordatorio del atraso bonaerense. Se trata de una provincia cada vez más rezagada en términos institucionales, donde las ideas de transparencia, modernidad y eficiencia no forman parte del discurso público. Algunos indicadores concretos: Córdoba, Mendoza y Santa Fe, por ejemplo, ya instrumentaron sistemas electorales innovadores con variantes de la boleta única. Salta aplica desde 2009 el voto electrónico, y Neuquén, por caso, lo hace desde 2019. Buenos Aires, en cambio, irá a las elecciones de 2025 con el obsoleto sistema de la boleta sábana, que no solo es una antigüedad, sino además una garantía de mañas, trampas y opacidades enquistadas en el proceso electoral.
Algo parecido pasa con ficha limpia: ya son siete las provincias que han incorporado esa legislación que procura elevar la vara ética en el acceso a los cargos públicos. La última en aprobarla fue Río Negro, después de que se cayera, en medio de sospechas y suspicacias, su aprobación en el Congreso nacional. Buenos Aires ni siquiera lo ha discutido. La falta de debate se ha convertido en otra característica central de una provincia afectada por la anemia institucional.
A pesar de su dimensión, su heterogeneidad, su potencia productiva y el cosmopolitismo de sus grandes centros urbanos, la provincia no muestra liderazgo ni espíritu vanguardista en materia institucional. Por el contrario: queda orgullosamente rezagada. “A contramano”, dijo el gobernador Kicillof en ese mismo discurso en el que asoció el verano con el Estado. Reivindicó que sus ideas vayan en sentido opuesto a las del gobierno nacional, pero esa vocación de ir “a contramano” excede el debate ideológico y las diferencias políticas con la administración central. Kicillof no va a contramano de un gobierno nacional, sino de una demanda de competitividad, transparencia y eficiencia en la administración del Estado.
Buenos Aires se ha convertido en una provincia retardataria, sin vocación reformista y sin ambiciones transformadoras. Debates como los de la Legislatura unicameral, la regionalización o la descentralización administrativa, por caso, ni siquiera se plantean. Tampoco se discute el mapa de las secciones electorales, aunque está cada vez más desacoplado de la evolución demográfica de la provincia. Hay una resistencia a discutir cambios. Y hasta una pasmosa debilidad para defender sus intereses: en las últimas décadas resignó puntos de coparticipación, vio licuarse el Fondo del Conurbano y perdió gravitación en el Congreso, donde está subrepresentada. En ese marco han tendido a diluirse las voces y los liderazgos bonaerenses en el debate nacional. La oposición en la provincia es un bloque difuso y afónico que participa, como mostró el caso Chocolate, de pactos y componendas que han teñido de oscuridad al Poder Legislativo.
El gobernador, hoy, es una figura vaciada de poder por su propio partido. Ni siquiera tiene autonomía para depurar su gabinete: un ministro sospechado de corrupción, como el de Transporte, sigue en su puesto por aparentes compromisos con facciones internas del kirchnerismo y el massismo. Pero esa impotencia tiene consecuencias aún peores: la Suprema Corte, por ejemplo, funciona (aunque el verbo sería excesivo) con solo tres de sus siete miembros. Quedó reducida a menos de la mitad hace ya siete meses, y desde entonces Kicillof no ha podido mover un dedo para cubrir al menos una de las cuatro vacantes que la mantienen prácticamente desintegrada. Y eso a pesar de que la Constitución provincial, a diferencia de la nacional, no exige el acuerdo de los dos tercios del Senado, sino una mayoría simple para designar a un juez de la Corte. Tampoco ha podido nombrar a un subprocurador ni avanzar con la aprobación de pliegos de más de 200 magistrados en distintos fueros.
Puede hablarse, en la provincia, de un triángulo institucional completamente desarticulado: una Corte vacante, que solo garantiza su funcionamiento por el profesionalismo y el esfuerzo de los tres jueces que quedan; un gobernador maniatado por su propio partido, y una Legislatura virtualmente paralizada, a la que el caso Chocolate mostró en su máxima instancia de degradación.
En los últimos días, la Legislatura bonaerense volvió a ser noticia por algo que parece meramente grotesco, banal y desopilante, pero que también revela algo más profundo. La diputada kirchnerista Viviana Guzzo presentó un proyecto para declarar el inodoro “lugar para la paz”. Obtuvo, como habrá querido, su minuto de notoriedad, aunque antes ya había hecho otros méritos que pasaron inadvertidos: entre sus proyectos figuran una “declaración de beneplácito” por el 20º aniversario de la canción “Arde la ciudad”, de la banda La Mancha de Rolando; instituir “la fiesta del pollo” en el partido de Alberti, y establecer el Día Provincial de la Cantora Criolla. Todo puede ser tomado con la liviandad que parece expresar la legisladora, pero lo que muestran estos recortes de la actividad parlamentaria es que a la opacidad y a la corrupción que ha exhibido la Legislatura se suman cuotas de frivolidad y de indolencia que también acentúan la degradación institucional.
Los proyectos e inquietudes de la diputada Guzzo son de algún modo representativos de la calidad y el espesor que tiene el debate legislativo en la provincia, donde las Cámaras sesionan, con suerte, cada tres meses.
La misma Legislatura ahora está a punto de dar marcha atrás con la que quizás haya sido la única ley de mejora institucional que aprobó la provincia en la última década: la limitación de las re-reelecciones de los intendentes. Eso consolidaría a Buenos Aires como un bastión de los “minifeudalismos” y la ubicaría definitivamente en el listado de provincias con democracias débiles, en las que la alternancia se combate con artilugios y manipulaciones legislativas.
El empobrecimiento de la institucionalidad bonaerense no es algo abstracto ni lejano para el ciudadano común. Hace juego, en realidad, con una burocracia obsoleta y laberíntica que genera enormes padecimientos. La agilidad administrativa que han logrado varios municipios brilla por su ausencia en la estructura pública bonaerense. Hacer un trámite en el IPS, en IOMA, en el Registro de la Propiedad o en la Dirección de Catastro (por citar solo algunos casos) se parece a entrar en el túnel del tiempo y en una dimensión en blanco y negro. Todo es engorroso, anacrónico, tortuoso. Detrás de esa burocracia, encuentran amparo muchas corruptelas. Los gestores e intermediarios son un “peaje” que tiene naturalizado el sufrido contribuyente bonaerense. La digitalización se ha hecho a los tumbos y en forma muy despareja, con sistemas muchas veces inaccesibles. La virtualidad funciona, en algunos casos, como una pantalla para encubrir ineficiencias, privilegios e incumplimientos escandalosos.
El atraso y la falta de transparencia van de la mano: la mayoría de los organismos públicos no tienen sistemas biométricos para el control del presentismo. Ese anacronismo hizo posible una estafa enorme como la de los ñoquis de la Legislatura, pero también permite escandalosos niveles de ausentismo y festivales de licencias en áreas como las de Educación y Seguridad.
Ese Estado opaco y elefantiásico se ha expandido en los últimos años. En el segundo mandato de Kicillof la provincia incorporó 70.804 empleados públicos, mientras la inversión privada quedó estancada. Rechazó la adhesión al Régimen de Incentivo para Grandes Inversiones (RIGI) y perdió, en una competencia con Río Negro, la megainversión internacional para la posible construcción de una planta de gas natural licuado que se podría haber hecho en Bahía Blanca.
Salvo pequeñas islas de innovación y desarrollo, como la que representa Tandil, la provincia exhibe enormes dificultades para modernizarse y despegar. Basta mirar, por ejemplo, enclaves productivos como el Astillero Río Santiago o apuestas dinamizadoras como la zona franca de La Plata: hoy languidecen con estructuras burocráticas gigantescas y modelos de negocios cada vez más anquilosados y menos competitivos. En ese contexto, el gobernador un día tiene la loca idea de que la provincia compre Aerolíneas Argentinas. Lo propone desde La Plata, la única capital provincial que no tiene un aeropuerto operativo, y desde un Estado cada vez más endeudado: la deuda bonaerense creció en 360 millones de dólares en la gestión Kicillof, según un informe de la Fundación Pensar.
Buenos Aires, que estaba llamada a ser la locomotora de una Argentina federal, ha quedado cada vez más encerrada en sí misma, con discursos ideologizados y una frágil institucionalidad. ¿Se resignará a ser furgón de cola o se animará a debatir su propio destino? El desdoblamiento de la elección, separándola de los comicios nacionales, tal vez sería un paso auspicioso para instalar un debate sobre el futuro bonaerense.