Buenos Aires, la provincia ingobernada
La falta de profesionalismo, de políticas consistentes, de objetivos claros y de acciones eficaces parece ser una constante en la gestión del mayor distrito administrativo del país
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El escándalo en la cancha de Gimnasia, donde la policía bonaerense actuó como una banda desaforada, obliga a poner la lupa sobre algo más grande: ¿cómo está gobernada hoy la provincia de Buenos Aires?; ¿lo que vimos esa noche fue un episodio aislado o el resultado de una gestión sin rumbo y sin estrategia?; ¿ese descontrol existe solo en Seguridad o es un retrato de lo que ocurre en muchas otras áreas del Estado? La falta de profesionalismo, de políticas consistentes, de objetivos claros y de acciones eficaces parece ser una constante cuando se analiza la gestión gubernamental en la mayor provincia del país.
Lo que se vio en Gimnasia es el resultado de muchos factores, pero exhibe –entre otras deficiencias– una llamativa incapacidad para gestionar las cosas básicas. La explicación tal vez deba buscarse en el sistema de creencias del gobierno provincial: exaltan la ideología más que las soluciones; desprecian la “eficiencia” como un concepto reaccionario, y conciben el Estado como una colina de poder (desde la cual intentan controlar y moldear a la sociedad), no como un prestador de servicios. La idea de una administración ágil y competitiva que dé respuestas a las demandas ciudadanas les parece “mercantilista”, “eficientista” y “neoliberal”. Es un gobierno que se siente más cómodo en la retórica que en la gestión y que apela más al relato que a los hechos. No se sienten llamados a “hacer” sino a “luchar”. ¿Contra qué? ¿Contra quiénes? No contra los problemas sino contra “enemigos” ideológicos. Su apuesta no es a dejar obras, reformas, modernización y calidad, sino “huellas simbólicas”. Por eso no hay una atención puesta en profesionalizar a la policía, mejorar la educación, equipar los hospitales o hacer más eficiente la administración. La energía está puesta en imponer el lenguaje “inclusivo”, en reivindicar la agenda de género, en agitar la cuestión identitaria y en alentar un discurso militante y “combativo”.
La seguridad, que no se gestiona con palabras sino con hechos, resulta un desafío incómodo para un gobierno encapsulado en sus sesgos ideológicos. Por eso la han delegado en una suerte de sheriff que sobreactúa su propio rol. Pero ¿qué hay detrás de esa puesta en escena y ese despliegue teatral? La respuesta la sufren millones de bonaerenses todos los días, y quedó en evidencia en la noche trágica de Gimnasia-Boca. Hay actuación, no gestión. Todo parece un decorado.
La administración de Axel Kicillof transita ya su tercer año. Los problemas crónicos y estructurales de la provincia lucen todos agravados. Cuesta identificar un plan relevante; tampoco se han impulsado debates de fondo; mucho menos reformas estructurales. La Legislatura provincial duerme una larga siesta sin ningún proyecto que promueva discusiones sustanciosas y estimulantes. ¿Dónde está la ambición del gobierno bonaerense? No se advierte espíritu reformista; no hay ímpetu innovador. Nadie discute las distorsiones administrativas de la provincia, la regionalización, la gestión descentralizada ni los desequilibrios demográficos.
Un oscuro pacto con los gremios parece el núcleo de la gestión provincial. A Baradel se le entregaron las llaves de las escuelas y a ATE el control de la administración. No hay paros ni reclamos, pero ¿a qué costo? La administración nunca se normalizó después de la pandemia. Hay organismos enteros, como ARBA o el IPS, donde los empleados jamás volvieron a cumplir los horarios regulares de trabajo y donde quedaron definitivamente desvirtuados los sistemas de atención al ciudadano. Hacer cualquier trámite o gestión equivale a sumergirse en un laberinto tortuoso. Los plazos de resolución de expedientes se han multiplicado. Lidiar con Catastro, con IOMA o con el Registro Provincial de las Personas –por citar unos pocos ejemplos– es una pesadilla hasta para los propios gestores. El ciudadano está tan acostumbrado a que las cosas funcionen mal que la situación provoca más resignación que sorpresa.
Se ve un Estado deforme y “achanchado”, que resiste las ideas de modernización, planificación estratégica, incentivos y profesionalización. A nivel estructural no se ha avanzado con sistemas que garanticen transparencia. Se reconoce en la pirámide del gobierno una cultura distinta a la de “los cuadernos” y “las valijas”, pero las licitaciones y compras del Estado siguen enredadas en mecanismos opacos. No se han desarmado los “clubes” de la obra pública ni de los proveedores de insumos. El acceso a la información pública es, por lo menos, dificultoso y está muy lejos de estándares aceptables. El presupuesto de la Legislatura se mantiene como una especie de agujero negro que alimenta la piñata de la política.
En Educación, mientras tanto, se ha engendrado una catástrofe. Los casi dos años que mantuvieron las escuelas cerradas provocaron un daño difícil de dimensionar. No se ha impulsado un solo debate sobre problemas de fondo: deserción, repitencia, déficit en lengua y matemática, articulación entre la escuela y el trabajo, formación docente. Es un gobierno que no cree en las evaluaciones ni en la medición de resultados. El objetivo no es enseñar, sino “empoderar” a “los pibes y las pibas” a través de una retórica inflamada y demagógica. Exigencia y calidad son nociones desterradas del diccionario oficial.
Después de haber perdido “la guerra” contra el Covid, la gestión sanitaria parece haber apagado sus motores. En los barrios vulnerables, la atención primaria de la salud es cada vez más deficiente. Prácticamente no hay campañas para prevenir problemáticas tan sensibles y complejas como las de las adicciones, el embarazo adolescente y la obesidad infantil. “En esos temas, el Estado está en retirada”, reconoce un intendente. El narcomenudeo avanza rampante por la geografía del interior y el conurbano.
El servicio público ha empeorado en todas las áreas, pero la plantilla de empleados públicos creció a ritmo sostenido. Profesionales de carrera hablan de “un festival” de designaciones y pases a planta permanente, en muchos casos sin funciones fijas. En algunos ministerios observan una “colonización militante” que ha acentuado la superpoblación del Estado. La carrera administrativa se ha desarticulado: las incorporaciones y los ascensos se definen por afinidades políticas, no por méritos ni antecedentes. Se ha deteriorado, además, la cultura de servicio y de compromiso laboral en el Estado.
Las fisuras internas son otra clave para descifrar la administración bonaerense. Como ocurre en el gobierno nacional, el poder está “loteado” entre las distintas facciones del oficialismo. El gabinete del gobernador está atravesado por desconfianzas, recelos y desconexiones que acentúan la morosidad y las trabas en la gestión cotidiana. Los ministerios funcionan como islas, en muchos casos sin interacciones básicas con otras carteras. Salvo pocas excepciones, nadie sabe quiénes son los ministros bonaerenses. El vínculo con los intendentes también está contaminado por una lógica sectaria: para “los nuestros”, mano suelta; para “los otros”, poco y tarde. Toda la distribución de partidas está teñida de esa lógica de “propios y ajenos” y se define con grosera arbitrariedad.
Una paradoja, mientras tanto, domina hoy el escenario bonaerense: la falta de gestión contrasta con la abundancia de recursos. Hasta julio de este año, la provincia había recibido el 51 por ciento de los fondos discrecionales que reparte la Nación. En el gobierno de Macri, a Vidal le asignaban entre el 27 y el 28 por ciento de esa torta. Kicillof ha obtenido, por fuera de la coparticipación, cuatro veces más de lo que recibía Scioli. Ese inmenso flujo de fondos no ha corregido, sin embargo, ninguna de las distorsiones estructurales de una provincia endeudada y dependiente de la billetera nacional. Tampoco se ha invertido en equipar y jerarquizar a la policía, en construir modernos complejos educativos ni en potenciar la excelencia hospitalaria.
El caos, la improvisación y el amateurismo que exhibió el Estado bonaerense en el estadio de Gimnasia no es, entonces, un accidente. Es el resultado de un gobierno que, sencillamente, no cree en la gestión.