Brics, ¿la hora del desencanto?
Hace tan sólo unos meses, una ola de euforia y entusiasmo recorría el mundo adelantando una era de primacía de las economías emergentes y de relativo ocaso del mundo desarrollado. Analistas de aquí y allá parecían ilusionados con la sepultura del orden económico mundial surgido en las postrimerías de la Segunda Guerra Mundial en Bretton Woods.
Esa ilusión parecía apoyarse sobre una aparente realidad: entre 2008 y 2014, aproximadamente, los países avanzados (G-7) experimentaron una etapa de bajo crecimiento económico, elevado desempleo y extrema volatilidad de los mercados como resultado de la alteración cualitativa en la percepción del riesgo, derivada de la crisis financiera global surgida en el quiebre del mercado subprime en los Estados Unidos. En ese contexto, el mundo emergente explicó el grueso del crecimiento económico mundial del último lustro. Los Brics (Brasil, Rusia, la India y China), naturalmente, se convirtieron en las vedettes de ese nuevo orden global. Mientras Estados Unidos y Europa occidental mostraban números de crecimiento cercanos a cero, entre 2007 y 2011, China acumuló una tasa de expansión de su producto bruto que alcanzó 45%.
La reunión de los Brics en Fortaleza, a mediados del año pasado, fue tal vez el escenario en el que esa ensoñación alcanzó su mayor expresión. Entonces, eran necesarios 115 dólares por cada barril de petróleo. Pero ocurre que, una vez más, las reglas de la historia se hicieron presentes, acaso sin pedir permiso. Entre junio del año pasado y hoy, el precio del petróleo se derrumbó hasta caer por debajo de los 50 dólares por barril, alterando la realidad global. Ganadores y perdedores volvieron a cambiar de bando.
Hace unos días apenas, el gobierno chino anunció un recorte en su pronóstico de crecimiento económico para este año. La tasa de 7%, si bien sigue siendo elevada, prevé un ritmo de expansión notoriamente inferior al registrado por el gigante asiático en las últimas tres décadas y media, desde que Deng Xiaoping puso en marcha las reformas de mercado, en 1978. A su vez, el gobierno chino, presidido por Xi Jinping, enfrenta la ardua tarea de reformarse a sí mismo, por caso, ante el desafío complejo de disminuir los inquietantes niveles de corrupción en el partido y el complejo económico del país.
Las autoridades de la Federación Rusa, en tanto, conviven con una realidad económica plagada de dificultades. A las sanciones económicas de Estados Unidos y Europa occidental por su activo y polémico rol en el conflicto del este y sur de Ucrania Rusia suma los efectos nocivos de la caída del precio del petróleo -una commoditie decisiva para las arcas del Kremlin- que provocó una drástica caída en la cotización del rublo y una importante huida de capitales. Y si bien es prácticamente impensable hoy una crisis política en función de la altísima popularidad del presidente Putin y la ausencia de liderzgos políticos verdaderamente alternativos, los analistas advierten que Rusia enfrenta una "tormenta perfecta" en materia económica.
Brasil, por su parte, presenta un panorama extremadamente complejo. Apenas reelegida tras una dura contienda electoral, la presidenta Dilma Rousseff se encuentra inmersa en una crisis político-económica de envergadura. El escándalo desatado en torno al gigante Petrobras no ha hecho más que revelar la profundidad del alcance de la trama de corrupción que invade prácticamente la totalidad del sistema político brasileño. A su vez, el partido de gobierno presenta una creciente tendencia hacia el enfrentamiento entre sus dos principales figuras: la propia jefa del Estado y su antecesor, Luis Inacio Lula da Silva. A comienzos de marzo, al conocerse nuevos conflictos internos en el PT, la bolsa de San Pablo experimentó una brusca caída y disparó una importante devaluación del real. La combinación de dificultades económicas y políticas ha deteriorado seriamente la capacidad externa de Brasilia de ejercer el liderazgo en una región dominada por la creciente brecha entre la pujante Alianza del Pacífico y la detenida evolución del Mercosur.
Mientras tanto, la economía norteamericana volvió a crecer. A fines del año pasado, se anunció un aumento en la tasa de creación de empleo no visto desde los años 90. A pesar de que dentro y fuera del país se cuestiona seriamente la capacidad de liderazgo en materia de política internacional del presidente Barack Obama -y del último tramo del de su antecesor George W. Bush-, los Estados Unidos parecen haber recobrado su rol de primera potencia económica mundial. Esta realidad se confirma con datos concretos: un año después del inicio de la crisis financiera, en septiembre de 2009, un ranking global ofrecería la conclusión de que solamente tres de las primeras 10 mayores empresas del mundo eran norteamericanas. Se trataba de Exxon Mobil, Microsoft y Walmart. La lista estaba dominada por megaempresas controladas por los Estados como PetroChina, China Mobile y el banco chino ICBC. En el noveno lugar, aparecería Petrobras.
Estados Unidos estaba en declinación después de la crisis de las subprime, y las firmas privadas clásicas eran desplazadas por el capitalismo de Estado. Existía entonces un inexorable tránsito de poder hacia el mundo emergente. Cuatro años después, Estados Unidos recuperó su primacía en el ranking cuando nueve de las diez primeras compañías mundiales volvieron a ser de capital norteamericano.
Hoy parece claro advertir hasta qué punto resultó apresurado aventurar el surgimiento de un nuevo orden mundial en el que los países emergentes estaban llamados a cumplir un rol central en detrimento de las naciones industrializadas. El mundo de hoy parece haber superado las etapas de la bipolaridad de la Guerra Fría (1945-1989) y la de la unipolaridad norteamericana (1989-2001/2008). Un nuevo multilateralismo en formación reconoce la gravitación multilateral de grandes actores, entre los que se destacan los Estados Unidos, China, la Unión Europea, Rusia, Brasil y la India. Este esquema no aconseja, sin embargo, caer en ensoñaciones exageradas sobre una decadencia inexorable del llamado "primer mundo".
El análisis desapasionado de la realidad de los hechos permitirá comprender los riesgos de enfocar la política exterior en base a ilusiones y revalorizará la necesidad de entender la realidad tal como es y no como soñamos.
El autor es profesor de política exterior y miembro del Club Político Argentino