Brasil: tres preguntas para un nuevo tiempo político en Sudamérica
El proceso de juicio político a Dilma Rousseff desafía certezas del análisis político de la región
Sudamérica es dada a oscilaciones políticas con ritmo trepidante. Mientras que a partir de las crisis de los años de la "doble transición" a la democracia y al mercado la región abrazó en la década de 1990 -aún con matices-las políticas del llamado "consenso de Washington", fueron las crisis de esas mismas políticas las que dieron paso a un giro a la izquierda en la región.
Como señalaban Steven Levitsky y Kenneth Roberts en el libro The Resurgence of the Latin American Left, en 2011 la mayoría de los habitantes de la región vivía bajo gobiernos de izquierda o centroizquierda. Hoy, sólo cinco años después, esa Sudamérica de izquierda parece no existir más: con el juicio político a la presidenta de Brasil, Dilma Rousseff, el péndulo parece moverse una vez más.
La ciencia política hace lo que puede por mirar lo más lejos posible pero, a no engañarse, la lechuza de Minerva sigue volando al atardecer. Así como "la era de las izquierdas" obligó a rever ciertos debates y a llegar a conclusiones tal vez inesperadas, los sucesos de este año abren inesperadas avenidas que desafían ciertas certezas de la última década y media.
Primer interrogante: ¿Presidencialismo o parlamentarismo?
El juicio político abierto a Dilma Rousseff es una bomba en la región. Sin embargo, no hay que olvidar que se entronca con el proceso de impeachment que expulsó de su cargo al paraguayo Fernando Lugo en 2012 y con los conflictos entre dos presidentes y el Congreso en Ecuador en los años previos a Correa. La buena noticia, podría decirse, es que en la región se han desterrado los golpes de Estado manu militari. La mala noticia es que las crisis presidenciales en las cuales un Congreso opositor hace volar por el aire al gobierno de un presidente o presidenta legítimamente elegido sin tomarse el trabajo de armar más que una charada de juicio político parecen multiplicarse. (El espectáculo de los diputados opositores que manifestaban su voto para deponer a la presidenta arrojando confeti, votando por Dios, sus hijos, sus padres, los corredores de seguros de la República del Brasil (sic) o dedicándole el voto al militar que torturó a Dilma (doble sic) fue especialmente descorazonador.) La institución del juicio político no fue pensada para echar a un gobierno porque sea "malo" sin más; sin embargo, de legitimarse este juego político tal vez sea necesario pensar si no sería conveniente transitar el camino hacia alguna forma de régimen parlamentario o semipresidencialista o, al menos, disminuir los incentivos para que los vicepresidentes se tienten con esta vía hacia el poder.
Segundo interrogante: ¿Coaliciones o partidos?
Otro punto del consenso politológico que estos eventos recientes ponen en tensión es la centralidad de las coaliciones en la modernidad política de América Latina. En el caso de Brasil, los analistas habían escrito admirativamente sobre lo que se llamó el "presidencialismo de coalición" utilizado por el PT para sustentar su gobierno: en minoría legislativa, el PT siempre gobernó en alianza con una multiplicidad de partidos, con los cuales "loteaba" ministerios y la oficina del vicepresidente. También se decía que la Concertación chilena mostraba que las coaliciones interpartidarias podían ser incluso más sólidas que un único partido si estaban basadas en coincidencias programáticas sobre las famosas tres o cuatro políticas de Estado. Hoy por hoy, es la idea misma del gobierno de coalición la que debe repensarse: la falta de una mayoría propia del PT en el Congreso y su alianza con el PMDB resultaron ser su talón de Aquiles, mientras que los movimientos populistas no tan programáticos fueron más resistentes a las turbulencias. Parece ser que un partido o inclusive un movimiento organizado bajo la figura de un líder puede ofrecer mayor solidez frente a las crisis. (Esto es, entre paréntesis, una mala noticia para el socio menor de Cambiemos, la UCR: si Pro lee en esta dirección el proceso brasileño debería fortalecer su propio partido antes que a la coalición.)
Tercer interrogante: ¿Es más racional ser moderado o radical?
Uno de los principios de fe del análisis político de la pasada década consistió en diferenciar entre los gobiernos de centroizquierda populistas y los gobiernos moderados o institucionalistas. Diversas notas sostenían que los gobiernos populistas privilegiaban el cortísimo plazo en lo económico y distribuían a mansalva, mientras que los gobiernos moderados privilegiaban la gobernabilidad de largo plazo con políticas más racionales, mayor crecimiento económico y el consenso no sólo de la sociedad política sino, crucialmente, de los sectores empresarios. Sin embargo, la realidad va en contra de esta dicotomía, al menos desde el punto de vista de los presidentes. Es cierto que Venezuela parece marchar rumbo a un colapso económico, pero la Bolivia de Evo Morales es un ejemplo de disciplina económica, con la inflación más baja de Sudamérica y con deuda tomada a una tasa del 6% en 2014; Ecuador también se ha mantenido estable económicamente. Mientras tanto, en Brasil el PT ha presidido sobre una recesión sin antecedentes y el empresariado brasileño accionó públicamente para su caída. Sin ir más lejos, el kirchnerismo argentino logró sobrevivir a varias coyunturas críticas y dejar el poder sin una crisis económica abierta. ¿Cuál será, mirando hacia adelante, el incentivo que tendrá un gobernante de centroizquierda para moderarse si, al fin y al cabo, esta moderación no parece conllevar de por sí mayores perspectivas de éxito?
En definitiva, con el juicio político a la primera presidenta mujer que sucedió al primer presidente obrero del Brasil se abre sin duda una nueva época en la región. Nueva era que sacudirá una vez más certezas y obligará a agudizar la reflexión.
La autora es politóloga y profesora de la Universidad Nacional de Río Negro